España en el tránsito del siglo XIX al XX. ¿La ocasión perdida?

    Desde que en 1561 Felipe II , trasladó la corte a Madrid, sus calles se han visto llenas de desfiles y manifestaciones. Es cierto que la ciudad se vio compensada por una serie de mejoras, que convirtieron, ese pueblo manchego pequeño y sucio, coronado por un castillo árabe que protegía el camino a Toledo; primero en un pueblo más importante donde, alguna que otra vez, se convocaban Cortes de Castilla, donde tras la conquista por parte de Alfonso VI, rey de León en 1063, algunas cabezas coronadas lo visitaron, disfrutando de sus bondades. Ha sido capital hasta nuestros días, exceptuando desde 1601 a 1606 en que se trasladó la capitalidad a Valladolid; desde 1729 a 1733, en que se trasladó a Sevilla por “ordeno y mando” de Isabel de Farnesio: también estuvo en Sevilla en 1808 la Junta Suprema durante la Guerra de la Independencia; en 1810 el Consejo de Regencia se estableció en Cádiz; finalmente, aunque no dejase de ser la capital de la España republicana, durante la Guerra Civil, se trasladó el gobierno republicano, en noviembre de 1936 a Valencia y un año después a Barcelona, hasta la caída de Cataluña, en que el gobierno de Juan Negrín se trasladaba a Alicante. Mientras tanto el gobierno de los sublevados, se instalaba en Burgos hasta el 18 de octubre de 1939 en que volvió a Madrid.

    Después de este repaso a los periodos vividos como capitalidad, sigamos con esas manifestaciones y desfiles; el 18 de julio de 1803 se celebra la entrada, con inusitada brillantez, de los Príncipes de Asturias: el Principe don Fernando y la Princesa napolitana doña María Antonia de Nápoles uno desde el Palacio hasta el Santuario de la Virgen de Atocha. Cinco horas tardó la comitiva en recorrer la distancia. No estaba el país para estos alardes, y menos aún en la vecina Francia, donde en su capital París, han rodado las cabezas de Luis XVI y María Antonieta.

    Mientras, se suceden las guerras con Francia, o con Portugal, o con Inglaterra, desangrando España, el Palacio Real es un nido de intrigas, discordias y rivalidades. Consecuencia, pienso yo, de la desidia, el desinterés, la apatía, la pereza, el exceso de tiempo dedicado a los oficios religiosos; vamos el no tener nada de provecho en que ocupar el tiempo. Esto se plasma en dos bandos palaciegos, de una parte los Reyes y su “valido” Manuel Godoy, y de otro el príncipe de Asturias, su esposa y un grupo de aristócratas. El enfrentamiento más notorio es entre la reina María Luisa de Parma y la infanta María Antonia de Nápoles, y este no acabará hasta que cansada y aburrida fallezca ésta última en el Palacio de Aranjuez el 21 de mayo de 1806.

    Más, la Corte de Madrid, sigue sin preocuparse lo mas mínimo de los acontecimientos, ni dentro ni fuera de sus fronteras. Cada caso se afronta, las más de las veces sin dedicarle demasiado tiempo. Las arcas se vacían en fiestas y jolgorios. Pocos días después se conoce la noticia: en Trafalgar el 21 de octubre de 1805, los ingleses nos han vuelto a tocar los morros a la flota combinada hispano-francesa. Pero ni por esa, el orgullo patrio se ve afectado lo más mínimo.“Una escaramuza más” -dirá algún ilustre cortesano. La Gaceta de Madrid, días después, añade: “Los ingleses han tenido también desgracias de consideración en este combate, en el cual murieron el lord Nelson y otros oficiales de distinguido mérito, según avisan en Gibraltar”. Cierto, pero los ingleses conservan una gran parte de su marina, la nuestra ha quedado demasiado dañada, en medios y sobre todo en mandos. ¿Quién protegerá nuestras costas? ¿Quién protegerá los convoyes, cada vez de menos valor, que vienen de las posesiones al otro lado del Atlántico?

    La situación en Palacio se sigue deteriorando. Un día, en El Escorial, Carlos IV encuentra un anónimo, que una mano desconocida ha dejado sobre su pupitre, justo el que utiliza para desmontar y montar relojes, mientras su amada esposa, posiblemente, ocupe su tiempo haciendo ejercicios de Kamasutra, con el Primer Ministro. El papel, con esmerada caligrafía dice: “El príncipe Fernando prepara un movimiento en el Palacio, la Corona de Vuestra Majestad peligra; la reina María Luisa corre riesgo de morir envenenada; urge impedir tales intentos sin dejar perder los instantes; el vasallo fiel que da este aviso no se encuentra en posición ni en circunstancias para poder cumplir de otra manera sus deberes”. El rey no puede mirar para otro lado, como hace habitualmente, y se lo cuenta al gobernador interino del Consejo, este quiere subir en el escalafón, y se pone inmediatamente “manos a la obra”. Se practican varios arrestos que acaban en prisión, incluso Fernando es arrestado en sus habitaciones.

    Fernando ante esta nueva situación maquina, dentro de sus cortas entendederas -poco dispuestas a nada que sea positivo- que lo mejor es pedir perdón a los papis: envía sendas cartas, rasgándose las vestiduras. Surge el efecto deseado y Carlos perdona: “… Perdono a mi hijo y le vuelvo a mi gracia cuando con su conducta me dé pruebas de una verdadera reforma en su frágil manejo”.

    Vuelve así Fernando a la real gracia, pero la cosa ha traído consecuencias para otros, son castigados el canónigo Escoiquiz, los duques del Infantado y San Carlos, toda la carilla contraria a Godoy. La calle se llena de rumores y miedos. Mientras esto sucede, en cumplimiento del Tratado de Fontainebleau, las tropas francesas atraviesan la Península camino de Portugal. El mariscal Dupont ya se ha instalado en Valladolid, y Moncey en Burgos. El duque de Berg viene a Madrid. Las fuerzas que se dan este ameno paseo son muy superiores a las pactadas. El rey desde Aranjuez pretende calmar los ánimos, y supongo que lo único que consigue es acrecentar el miedo y la inquietud.

Tantos soldados franceses
en el riñón de la España, 
sin tener otra compaña 
que tomar los portugueses, 
robando sus intereses 
sin saber si a más se extiende, 
¡aquí hay duende! 

Todo es mandarnos callar, 
que nadie el bien dificulte, 
aunque el francés nos insulte 
y nos quiera atropellar. 
¿Este bien el pueblo entiende? 
¡aquí hay duende! 

    La Corte se ha trasladado a Aranjuez, y allí se han trasladado muchas gentes, en torno al Palacio, el ambiente está cargado de malos presagios. Y la revuelta estalla, movida por Eusebio Eulalio de Guzmán Portocarrero, “el tío Pedro” aclamando al príncipe de Asturias, llamándole rey Fernando VII. Se grita contra Godoy, y este no encuentra otra solución que esconderse en un desván, al final no tiene más remedio que salir, y sólo un pelotón de guardias de Corps le libra de la ira de la exaltada multitud.

    Ante la presión popular, el rey abdica. La Gaceta del día 25 publica el documento, que es todo un ejemplo de la forma de ser de un monarca que ya hace tiempo a perdido el Norte. Pero juzgar por vosotros mismos: “Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el gran peso del gobierno de mis Reinos, y me sea preciso, para reparar mi salud, gozar de un clima más templado, de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi Corona en mi heredero y muy caro hijo, el Principe de Asturias. Por lo tanto es mi voluntad que sea obedecido y reconocido como Rey y señor natural de todos mis Reinos y dominios…”. Vamos todo un ejercicio de excusas y justificaciones a una actitud impropia, de cualquiera y más del dirigente de los destinos de un País.

    El nuevo Rey “emplumado cual pavo real” hace su entrada en Madrid por la Puerta de Atocha. Desde el Jardín Botánico hasta el Palacio Real tarda la comitiva cerca de seis horas. Campanas y cohetes, flores y pañuelos, octavillas y palomas, capas y mantillas al suelo para que el caballo del rey las pise. Cuando esta exaltación se apaga, lo madrileños pueden contemplar en las esquinas un bando que les llena, una vez más, de malos presagios: “Habiendo de entrar las tropas francesas en esta villa y en sus inmediaciones con dirección a Cádiz, se ha dignado Su Majestad comunicarlo al Concejo, mandando, entre otras cosas, se haga saber al público ser de su real voluntad que dichas tropas, en el tiempo que permanezcan en Madrid y sus contornos, sean tratadas como que lo son del íntimo aliado de Su Majestad, con toda la franqueza, amistad y buena fe…”.

    Creo, sinceramente que en estos párrafos, hay material suficiente para conocer, perfectamente el talante de Carlos IV, de María Luisa, de Fernando y de Manuel Godoy. Sus mentiras, sus mezquindades dejando a su país y a todas sus posesiones en manos de Napoleón. Pero, ¿a cambio de que? ¿Era miedo? ¿Conocían, en realidad, la situación en que se encontraba su marina, su ejército, e incluso sus gentes?

    Próximamente seguiré en donde hoy lo dejo, para ver la evolución de los acontecimientos que nos llevarán a una lucha dura y cruel, por mantener a estos personajes, que no dudaron en abandonarlo todo.


Llegan los franceses, un nuevo rey y … Napoleón

    Habíamos dejado a Fernando tras su entrada triunfal en Madrid. Carlos IV y María Luisa, emprenden viaje a Bayona, a donde se traslada también Fernando VII. Esperan encontrarse allí con Napoleón que ha salido de Paris con ese propósito. Mientras en Madrid ya no queda apenas nadie de la familia real. Durante la ausencia de los reyes, ejerce la regencia el infante don Antonio, tío de Fernando. Por las calles y en el “Diario de Madrid”, aparecen avisos para que se prepare alojamiento a los oficiales franceses, incluso con un innecesario servilismo, se les ha entregado la espada que Carlos I tomó a Francisco I, tras vencerle en la Batalla de Pavía

    Las tropas francesas se han distribuido estratégicamente a lo largo y ancho de la ciudad: la artillería de la Guardia Imperial en el Retiro; la Caballería, los mamelucos y los lanceros, en el Pósito, junto a Recoletos; los fusileros en la calle de Alcalá. 

    Siguiendo órdenes del Emperador, a las siete de la mañana, se hallan ante Palacio dos carruajes de camino, para trasladar al resto de la familia real. A las ocho y media suben en uno, la ex reina de Etruria, sus hijos, un aya y un mayordomo; en el otro coche la servidumbre. Arrancan los coches ante la indiferencia de los grupos de madrileños que se han ido reuniendo en la plaza. Los grupos de gente van aumentando ante la puerta de Palacio. A eso de las diez y media aparece el infante don Francisco. Alguien de entre los grupos grita: “¡Nos le quieren llevar!”. La gente se agita, son desenganchados los caballos, se corre, se amenaza. Al fondo de una calle se ven brillar los cascos de los coraceros de la Guardia Imperial. Es la mañana del 2 de mayo de 1808. 

    El grito de los madrileños es ahogado en sangre. Pero no importa. Ese grito tendrá eco en los días inmediatos. Eco de gloria, rabia, llanto, luto, fusilamientos, … dolor. Desde un balcón unas niñas arrojan un tiesto de claveles, que impacta en la cabeza de un general francés. Es Legrand, el golpe es tan certero que, herido de muerte cae desde el caballo al suelo. Y los claveles se tiñen de sangre. 

    Mientras Madrid lucha, grita y muere, se van recibiendo noticias de Bayona. Fernando VII ha renunciado a la Corona en favor de su padre, y este a su vez a renunciado en favor de Napoleón. “… He cedido a mi aliado y caro amigo el Emperador de los franceses, todos mis derechos sobre España e Indias, habiendo pactado que la Corona de España e Indias ha de ser siempre Independiente e íntegra, cual ha sido y estado bajo mi soberanía …” Para completar el plantel, los infantes don Antonio y don Carlos renuncian también de sus derechos. 

    Napoleón ha conseguido lo que quería, y lanza la siguiente proclama a los españoles: “Españoles: Después de una larga agonía, vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la Corona de las Españas; yo no quiero reinar en vuestras provincias, pero quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra posteridad. Vuestra Monarquía es vieja: mi misión se dirige a renovarla; mejoraré vuestras instituciones y os haré gozar de los beneficios de una reforma sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones…” .

    A los pocos días le pasa el Trono de España a su hermano José Bonaparte. El decreto imperial manda que la proclamación se haga pública. En Madrid, de acuerdo con ese decreto, pregones, octavillas, bandos, dan a conocer que España tiene un nuevo rey. Es éste el primogénito, al que Napoleón había dado en un principio el reino de Nápoles y las dos Sicilias, ahora le daba el Trono de España. José llega a Vitoria y lanza la siguiente proclama: “… Pasiones ciegas, voces engañadoras e intrigas del enemigo común del Continente, que solo trata de separar las Indias de España, han precipitado a algunos de vosotros a la más espantosa anarquía; mi corazón se haya despedazado al considerarlo; pero mal tamaño puede cesar en un momento. Españoles: reuníos todos; ceñíos a mi Trono; haced que disensiones intestinas no me roben el tiempo ni distraigan los medios que únicamente quisiera emplear en vuestra felicidad”

    José, no es torpe, es inteligente y sensible, sabe escuchar, su trato es cortes y siente la amistad; pero hay en él un fondo de recelo y desconfianza. Pero sobre todo hay una condición suya que resalta sobre todas las demás: la vanidad, el afán de grandeza. Ama la buena mesa y es poco bebedor, aunque el odio popular le llame “Pepe Botellas”, y lo pongan en coplillas: 

“-Pepe Botellas, 
Baja al despacho, 
-No puedo ahora, 
Que estoy borracho. 
-Pepe Botellas, 
No andas con tino, 
-Es que ahora estoy 
Lleno de vino”. 

    Le atacan con la bebida, que no está en su condición, y sin embargo si está su inclinación al eterno femenino. Había casado quince años atrás, en Marsella, con Julia Clary, hija de un rico negociante; que era francamente fea: pequeña, sin gracia en la figura, chata y ancha de nariz, aunque no todo iban a ser defectos, era sencilla, inteligente, hogareña y piadosa. Así mientras ella estaba en Paris, José en Nápoles andaba en amoríos con una duquesa, con la que tuvo dos hijos. Ahora, con su condición de don Juan, Madrid es un guiño y una promesa. 

    Pero algo quiebra el ritmo de sus primeras horas en Madrid: el ejército francés ha sido derrotado en Bailén, Dupont, el general francés, ha entregado su espada a Castaños. La noticia cae como una bomba (nunca mejor dicho), en Madrid, a la vez que renace la esperanza en los que se sublevaron el 2 de mayo. Apenas han estado diez, cuando José Bonaparte dispone la salida de Madrid, el pueblo sale a la calle riendo y cantando. La ciudad es ahora regida por una Junta Suprema Central, radicada en Aranjuez. 

    Poco dura la alegría pues Napoleón se acerca, trae dieciocho mariscales, trescientos generales y cuatrocientos mil soldados. Esta dispuesto a acabar con los revoltosos, pero Madrid no está dispuesta a ponerle las cosas fáciles y se apresta a la defensa: fortines, barricadas aparecen por todos los lugares estratégicos. 

    Ya ha pasado Somosierra y pocos días después ha acampado en Chamartín, y él se ha instalado en el Palacio del duque del Infantado.


Napoleón está aquí y José se irá cinco años después

    Ya tenemos a Napoleón en Chamartín, a tiro de piedra de Madrid. No se encuentra muy decidido a entablar una lucha urbana a la que no está acostumbrado, él prefiere el campo abierto y dos ejércitos preparados para acometerse. Por eso, celebra una entrevista con el representante de la Junta de Madrid, don Tomás Morla. No hay acuerdo, y Madrid se dispone a la defensa, con los pocos medios que cuenta.

    La artillería francesa no pierde el tiempo y bate las tapias del Retiro, por el boquete abierto entran, como un vendaval de fuego, los fusileros de la Guardia Imperial. Madrid no puede contenerlos y tiene que capitular. El acta se firma el 4 de diciembre, con unas condiciones llevaderas: se conservará la religión católica; a nadie se perseguirá por sus ideas políticas, se respetarán las vidas humanas; se conservarán las leyes y Tribunales de justicia; no habrá nuevas contribuciones; las tropas, previa entrega de las armas, podrán salir de la ciudad; y los generales podrán conservar su rango y títulos, o si lo prefieren, abandonar la ciudad.

    Francia reclama la vuelta de Napoleón, pues la situación en Europa es complicada, pero antes quiere darse una vueltecita por el Palacio de los Reyes de España, esos Reyes que tan “amablemente” le han cedido todos sus derechos, y que él, altruistamente, ha pasado a su hermano José. Entra en Madrid por Recoletos, sube por la calle de Alcalá y por Arenal, desemboca en la explanada desde donde se ve el Palacio. Ha hecho el trayecto montado a caballo, al llegar a la puerta, se detiene y descabalga, entrando en la residencia real; sube por la escalinata y le dice a su hermano:

-Estáis, hermano, mejor alojado que yo.

Mientras acaricia la cabeza de un león, como hablando consigo mismo dice:

-Por fin es mía esta España que he deseado tanto.

    Sus botas de caballería resuenan a medida que va recorriendo los salones: Salón del Trono, de Embajadores, de Carlos III,… De pronto un retrato llama su atención y se queda mirándolo, es el de Felipe II. Un poco más tarde abandona Palacio, monta de nuevo y emprende el regreso a su residencia en Chamartín. Volverá a Francia enseguida. Europa le espera.

    José, que se ha tenido que oír toda clase de reproches por parte de su hermano, pronto encontrará consuelo con la marquesa de Montehermoso. Se habían conocido en Vitoria, durante la huida de Madrid, es la mejor casa de la ciudad y allí se alojó. La marquesa, en el otoño ya, tenía una gran belleza, era ingeniosa y culta, y hablaba perfectamente el italiano y el francés. Pilar Acedo, que así se llamaba entró en el corazón de Bonaparte, convirtiéndose en su favorita oficial. El rey premia al marqués de Montehermoso nombrándole su primer gentilhombre de cámara, y le concede la grandeza de España. Pilar le acompañará cuando de nuevo tenga que partir de Madrid.

    Pero este no es el único amor de José de España, una dama cubana Teresa Montalvo, que estaba casada en Cuba con el conde de Jaruco. El conde había sido nombrado por Carlos IV inspector general de tropas en la isla de Cuba. Allí muere. La joven viuda cierra sus salones en Madrid, abriéndolos de nuevo una vez pasado el luto. José Bonaparte reina en España, y la casa de Teresa se abre a saraos y fiestas. Su tío es el general O’Farril, ministro de la Guerra y esta relación le permite adentrarse en Palacio.

    Pilar Acedo, la Montehermoso, ve como su belleza va llegando al ocaso. No tarda en surgir el amor entre el rey José y la condesa viuda. Se ven en secreto, y Bonaparte compra un palacio en la calle del Clavel, donde podrán verse con mayor intimidad. Pero es frágil la salud de la condesa de Jaruco, enferma y se agrava rápidamente. Teresa Montalvo muere, y el rey llora desconsoladamente ante los restos. Restos que son llevados al recién inaugurado cementerio del Norte, pasada la puerta de Fuencarral. Esa misma noche algunos hombres, entran en el cementerio, desentierran a la condesa y trasladan el cadáver a la calle del Clavel, cavando una fosa en el jardín y en ella la entierran.

    Pero la vida sigue traspasados los muros de Palacio, más allá de Madrid, la semilla del 2 de mayo ha cuajado y madurado en una firme decisión de resistencia. En Zaragoza y Gerona, los hombres y mujeres sufren y mueren, mientras rezan y cantan. “La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa…” El rey quiere basar su reinado en bases de paz y convivencia, pero los mariscales que le rodean, y su hermano desde Francia, le aconsejan mano dura. José escribe a su hermano: “Mi poder real no se extiende más allá de Madrid, y en Madrid mismo soy diariamente contrariado por gentes… Me acusan de ser muy benigno. Yo no soy Rey de España más que por la fuerza de vuestras armas, podría llegar a serlo por el amor de los españoles; pero para ello es necesario que gobernara a mi manera”.

    Trata que la realeza se manifieste con toda su pompa. Conserva la antigua etiqueta de la casa de Borbón, añadiendo, como es natural, las modificaciones que requiere el cambio de dinastía. Reforma el escudo real y crea la Orden de España, al tiempo que suprime las que existían anteriormente, exceptuando la del Toisón de Oro. Según el “Reglamento para la servidumbre y Administración de la Casa Real de su Majestad Católica, el Señor Rey Don Josef Napoleón I”, son seis los grandes oficiales de la Corona o jefes de la casa Real: el limosnero mayor, el mayordomo mayor, el camarero mayor, el caballerizo mayor, el montero mayor y el gran maestre de ceremonias. Bajo las órdenes de estos, los restantes oficiales civiles.

    El rey impulsa la mejora de Madrid, abriendo nuevos espacios en la abigarradas callejas y plazuelas, llenas de conventos e iglesias, así nacen plazas como las de Santa Ana, del Carmen, del Rey, de los Mostenses, de San Ildefonso, o de San Martín. El pueblo, siempre presto a la burla, ya no solo le llama “Pepe Botella”, ahora ha agregado el de “Pepe Plazuelas”. Sus paseos por las calles de Madrid, habitualmente por motivos piadosos, se ven rodeados de la más grande indiferencia; ni un aplauso, ni una señal de afecto o de respeto. Recibe la tremenda hostilidad silenciosa y latente.

    La guerra para los franceses, se está convirtiendo en un total fracaso. Lucha junto a los españoles lord Wellington, y Napoleón aconseja a su hermano que, se traslade a Valladolid y traslade todas sus fuerzas al Norte. José no quiere hacerle caso, sería una segunda huida de Madrid. Pero los acontecimientos se precipitan, se impone la salida de Madrid. El Palacio se convierte en un ir y venir de gentes, que trajinan con cajas y baúles; son descolgados cuadros, desmontadas esculturas, guardados papeles y joyas. Largos convoyes salen por los caminos del Norte. Al rey le acompañan muchos españoles comprometidos con él; van con sus familias temerosos de la venganza de aquellos que desde el 2 de mayo de 1808, llevan ahora cinco años de lucha.

    A la vista de Vitoria, tropas españolas e inglesas acosan al ejército del rey José, un gran convoy consigue librarse de la persecución, en el van “El pasmo de Sicilia” y la “Virgen del pez” de Rafael, junto a cuadros de Murillo y Tiziano. Al poco se entabla la batalla, el equipaje del rey José, con cuadros, joyas, dinero, documentos y armas, cae en manos de las tropas que intentan liberar a España. A punto esta el rey de caer en manos de la caballería inglesa. Rápidamente se dirige a Pamplona y desde allí tras una penosa marcha a San Juan de Luz, adonde llega el 28 de junio de 1813.

    Napoleón se encuentra en Dresde, donde está tratando la paz con sus enemigos de Europa. Encolerizado da órdenes al general Soult para que se ponga al mando de las fuerzas que aún quedan en España. José Bonaparte ha llegado a Bayona, donde recibe la noticia de que ha sido sustituido. Piensa que es obra de Soult, y abandona la ciudad de incognito, haciéndose pasar por el general Palacios. En Paris le espera la marquesa de Montehermoso. Se ha perdido una batalla decisiva y un Trono pero, se ha salvado un amor.

    El general Hugo, padre de Victor Hugo, ha salido de Madrid. Entran entonces los soldados españoles. El país entero se embriaga de alegría. Son las tropas del Empecinado las que ocupan Madrid. La Regencia se instala en el Palacio Real, y Las Cortes, quedaban instaladas en el teatro de los Caños del Peral, muy cercano a Palacio.


El Deseado, el Esperado, Fernando VII entra en Madrid

    Aquel 13 de mayo de 1814, pasará a la historia de Madrid, por el regreso de Fernando VII. Siempre la ciudad amó estos espectáculos callejeros: la llegada de grandes personajes, los cortejos reales, los desfiles de las bodas; y esta es una nueva ocasión de “alegría”. Recibe la ciudad clamorosamente al rey, y no se han acabado las fiestas, cuando un nuevo personaje hace su entrada, es lord Wellington. Pocas veces hubo en Madrid una primavera tan bella como ésta. Toros, luminarias, bailes populares, desfiles, tonadillas.

    Tras la comida de gala en Palacio, la vida va recuperando su ritmo normal. Han sido cinco años de fiebre heroica y de sobresaltos. De nuevo hay un rey español. En Palacio, entretanto, se perfilan las dos tendencias que ensangrentarán de nuevo la tierra española. Por un lado, el espíritu liberal, y por otro, el absolutista. La soberanía nacional y el rey. En la antesala de la cámara real se reúne la “camarilla”, formada por: el infante don Antonio, el canónigo Escoiquiz, el duque de San Carlos y Chamorro (el antiguo aguador de la fuente del Berro). Forman también parte de la “camarilla” los religiosos: Ostoloza, Castro y Creux, y más tarde el núcleo de los militares: Elío, Eguía y Eroles. Todos ellos encarnan la tendencia absolutista.

    No quiero ser irrespetuoso, pero a esta parte que va a continuación yo lo llamaría; la pasarela de las reinas fernandinas, La primera fue María Antonia de Borbón. Se casaron cuando Fernando era Principe de Asturias, y fue un matrimonio breve e infortunado. La Princesa escribió en una carta: “El Principe es un infeliz, que no ha sido educado. Es bueno, pero no tiene instrucción, ni talento natural, ni tampoco viveza. Es mi antípoda, y yo, para mayor desgracia, no le quiero nada”. La vida entre ellos no fue fácil, son numerosas las anécdotas desagradables. Como muestra este comentario de un embajador francés a la madre de María Antonia: “Una tarde que la Princesa quiso retirarse a su cuarto después de comer, empeñóse el Principe en que se quedara. Negóse ella, él insistió y, como siguiera resistiendo, la cogió violentamente por el brazo y le dijo: Aquí soy yo el amo; tienes que obedecer, y si no te conviene te marchas a tu tierra, que no he de ser yo quién lo sienta”. Murió María Antonia el 21 de mayo de 1806, en el Palacio de Aranjuez, de tuberculosis. 

    Ahora hay que pensar en una nueva boda, y como siempre tras repasar todas las posibles, se impuso la razón de Estado, pero serán dos bodas, Fernando y Carlos, se casarán con dos hijas del rey de Brasil, María Isabel y María Francisca. Ambas hermanas hacen la travesía desde Brasil, en un navío portugués, el “San Sebastián”.

    De camino a la capital del Reino, una comitiva se acerca, son los hermanos Fernando y Carlos, que rompiendo el protocolo, han querido conocer a sus esposas antes de que hagan su entrada en Madrid. Tras las presentaciones continúan juntos el camino. Una vez más los madrileños se vuelcan en las calles. 

    Fernando VII es realmente feo, pero tiene un atractivo popular. Gusta de la compañía femenina, aún casado, se habla de amoríos con Pepa la Malagueña, a quién visita en la calle Ave María, escoltado por el duque de Alagón (Paquito de Córdoba). Se comentan los frecuentes viajes a Sacedón, a donde visita a una muchacha. Los amoríos llegan a conocimiento de María Isabel de Braganza, ésta espera su regreso, cuando Fernando llega acompañado por el de Alagón, la Reina se lo recrimina dando detalles de sus salidas gentiles. Fernando se encoge de hombros y deja que se calmen los ánimos de María Isabel, para seguir su alegre vida.

    También es breve la vida de esta segunda esposa real, y muere el 26 de diciembre de 1818, con solo veintiún años. Madrid y Fernando lloran su muerte. 

- Es la primera vez -comentan algunos- que se le ha visto tan hondamente enternecido.

    No han tenido descendencia pues María Isabel de Braganza, solamente dio a luz una niña que nació muerta. Era necesario encontrar una nueva esposa para el rey, y poder asegurar la descendencia. De nuevo las cancillerías buscando novia para el rey de España.

    La elegida es María Josefa Amalia de Sajonia, que aun no ha cumplido dieciséis años. Es hija del Principe Maximiliano de Sajonia y de la Princesa Carolina María Teresa de Parma, al quedar huérfana de madre muy joven, se ha educado en un convento alemán. Era aniñada, bella y muy femenina. El 31 de julio emprende el camino hacia España, a donde llega por Fuenterrabía, de allí se dirige a Irún, donde se celebra la entrega de la Princesa a la Corte Española. Preside el acto por parte sajona, el barón de Friesen, y por parte española, el marqués de Valverde, que hará la entrega al rey. En el salón de Embajadores de Palacio, se celebrará la ratificación del matrimonio, y la misa de velaciones en San Francisco el Grande.

    Ese mismo año, muere en Roma la madre de Fernando, la reina María Luisa de Parma, y poco después en Nápoles, Carlos IV. Es políticamente, un tiempo de mucha agitación. Surgen pronunciamientos en favor de la Constitución de 1812, Mina en Navarra, Porlier en Galicia, Lacy en Cataluña, y el coronel don Rafael de Riego se subleva en Las Cabezas de San Juan. Todo es zozobra y confusión en Palacio, mientras el clamor callejero aumenta peligrosamente. El rey, ante la situación, firma un decreto, declarándose partidario de la Constitución votada en las Cortes de Cádiz en 1812. La noticia llena de entusiasmo al gentío, que quiere que Fernando jure la Constitución. Otra vez la muchedumbre ante Palacio. La Guardia no hace resistencia y algunos han entrado, subiendo por la escalinata, en busca de Fernando VII, que accede a la petición. Ordena que se constituya el Ayuntamiento constitucional de 1814, los regidores se trasladan a Palacio y le piden, formalmente, el prometido juramento.

    En el salón del Trono, ante el Ayuntamiento y seis representantes del gentío, Fernando VII, hace el solicitado juramento. Al día siguiente lanza un manifiesto en el que se sincera de los errores, la última frase es: "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". Se entabla así la lucha entre la tendencia absolutista del rey, y la constitucionalista del Gobierno. Fernando obtiene la ayuda de Francia y Luis XVIII, envía un ejército, los "Cien mil hijos de San Luis", que entra en España al mando del duque de Angulema. El ejército se extiende por España, mientras el rey se instala, con toda la familia en Sevilla, trasladándose después a Cádiz. Angulema llega a Cádiz y el Trocadero cae en sus manos. La paz se impone. Termina así el periodo constitucional y comienza la etapa absolutista.

    Firma Fernando VII un decreto que dice: "Son nulos y de ningún valor todos los actos del Gobierno llamado constitucional, de cualquier clase y condiciones que sean, que ha dominado a mis pueblos desde el 7 de marzo de 1820 hasta hoy, día 1 de octubre de 1823, declarando como declaro, que en toda esta época he carecido de libertad, obligado a sancionar las leyes y a expedir las órdenes, decretos y reglamentos que contra mi voluntad se meditaban y expedían por el mismo Gobierno".

    Dejemos a Fernando VII, asentado en el trono absolutista, gracias a la intervención francesa y, veremos en el siguiente capítulo el tema que surge por la sucesión.


La sucesión, una cuarta boda y el germen de una guerra civil.

    Tras la vuelta a Palacio, todo parece volver a la normalidad, incluidas las escapadas galantes del rey. El encargado de la vigilancia en el Real Sitio de Aranjuez, es el coronel don Trinidad Balboa, que en un parte menciona su preocupación por la salud del rey, en sus continuas salidas. Disgustado Fernando, le hace saber que: “Cierta clase de indagaciones podrían concluir con un viaje a Ceuta”. Mientras comienza una durísima represión contra todos los que apoyaron las ideas constitucionalistas, e incluso en Valencia se celebra un auto de fe.

    En el Real Sitio de Aranjuez, muere el 18 de mayo de 1829, la reina María Josefa Amalia. Posiblemente fue la menos amada de las esposas del rey. No había tenido ningún hijo, por lo que el problema sucesorio seguía vivo. Poco antes de la muerte de la reina, Fernando VII declaraba en un testamento escrito de puño y letra por su ministro Calomarde: “Quiero que, si a mi muerte dejase yo hijos varones, hereden éstos, por el orden de primogenitura y el que establecen las leyes de Partida, todos mis Reinos y señoríos de España y de las Indias, y todos los derechos y acciones de la Corona…”.

    Comienza una batalla en torno a una nueva boda del rey, apareciendo quienes creen que no debe tomar nuevo matrimonio, y que la Corona debe recaer en su hermano don Carlos. Pero el rey está decidido a casarse, y este grupo comienza los movimientos para imponer una candidata que sea partidaria de las ideas que ellos representan, como lo fue la fallecida reina doña María Amalia. Se lo hacen saber al rey y la contestación de éste es contundente:

- No más rosarios.

    El rey elige a doña María Cristina de Borbón Dos Sicilias, hija del rey Francisco I de Nápoles y de la infanta doña María Isabel, que es sobrina de Fernando. Ha nacido en Palermo el 27 de abril de 1806. Se suceden las cartas, encendidas de amor, entre los novios. El 30 de septiembre de 1829, hace cuatro meses del fallecimiento de la reina, sale de Nápoles la futura reina. En el camino hay una parada en Valencia, desde donde doña María Cristina escribe a su tío y futuro marido, agradeciéndole sus cartas. La contestación de Fernando merece señalarse: “Pichona mía, Cristina: Anoche, antes de cenar, recibí tu cariñosísima carta del 29 y tuve el mayor gusto en leer que tú, salero de mi vida, estabas buena y ya más cerca de quién te adora, y se desvive por ti, y no piensa más que en su novia, objeto de sus más dulces pensamientos. Puedes creer que todos los días más de una vez, cuando estoy solo, canto aquel estribillo:

"Anda, salero
salerito del alma
cuánto te quiero”.

    La novia llega al Real Sitio de Aranjuez el 8 de diciembre, celebrándose los desposorios en la capilla del Palacio, en poderes delegados en don Carlos, hermano del rey. El día 10 llega Fernando VII a Aranjuez para conocer a la reina, come con ella y parten hacia Madrid. La reina entra oficialmente en Madrid al día siguiente. Su belleza, distinción y su abierta sonrisa, seducen desde el primer momento al pueblo. Por la noche, en Palacio, se celebra la ceremonia de desposorios, y al día siguiente, en la real iglesia de Atocha, las velaciones.

    Se piensa que la reina pueda influir en Fernando VII, para aplacar en alguna medida el rigor del absolutismo. España apenas a conocido la paz: la guerra de la Independencia, primero, y la continua discordia civil más tarde, han ensangrentado el suelo español. Lágrimas, luto y cárcel. El 8 de mayo “La Gaceta” anuncia que la reina doña María Cristina ha entrado en el quinto mes de embarazo. La gente se acerca a Palacio, para saber noticias. Una tarde, el 10 de octubre, la multitud mira hacia un ángulo de Palacio. A las cuatro y cuarto es tremolada, en la llamada punta del Diamante -esquina noroeste del edificio- una bandera blanca: la señal de que acaba de nacer una Princesa.

    El bautizo es al día siguiente, veintiún cañonazos anunciarán a las doce del mediodía, el inicio de la ceremonia. Se le imponen a la recién nacida los nombres de: María Isabel Luisa.

    En “La Gaceta” del día 14 aparece un real decreto que dice: “Es mi voluntad que, a mi muy amada hija, la infanta doña María Isabel Luisa, se le hagan los honores como al Príncipe de Asturias, por ser mi heredera y legítima sucesora a mi Corona, mientras Dios no me conceda un hijo varón”.

    Al empezar 1832, nace la segunda hija de Fernando y Cristina: la infanta María Luisa Fernanda. El rey no ha cumplido los cuarenta y ocho años, pero está torpe y se mueve con dificultad, la gota le tortura. Se presiente su próximo fin, deseado por muchos: unos por el recuerdo de los trágicos momentos vividos, otros porque esperan que la Corona pase a manos de don Carlos.

    Reparte la Corte el año entre los diversos Reales Sitios: en primavera a Aranjuez, en verano La Granja, el otoño es pasado en El Escorial, y parte del invierno en El Pardo. Al comenzar el verano la Corte se traslada, este año, a La Granja. El mal del monarca se acentúa, y los médicos tienen pocas esperanzas. Fernando VII firma, con ilegible letra, un documento por el que priva a su hija del derecho a la Corona. Son las siete y cinco minutos de la tarde del 18 de septiembre de 1832. El decreto deberá ser guardado secretamente, hasta la muerte del rey. Calomarde quebranta lo acordado y comienza a dar notificación oficial del documento.

    Pero Fernando VII se recupera y se da cuenta de lo que ha ocurrido. Llega a La Granja la infanta doña Luisa Carlota, hermana de la reina, que recrimina a unos y a otros su actitud, y movida por la cólera, da una bofetada a Calomarde. Éste dirá: “Manos blancas no ofenden”.

    El martes 1 de enero, ya repuesto el rey, deroga la disposición dictada. La futura reina deberá ser jurada como Princesa de Asturias, son convocadas las Cortes para el 20 de junio a las diez y media de la mañana, en la iglesia de San Jerónimo el Real. Tradicionalmente se celebra en este templo de los Jerónimos la jura de los que han de ser Reyes de España. La primera ceremonia fue, varios siglos antes, la de Carlos I, en 1510. El rey de armas va llamando desde el crucero a quienes han de reconocer y jurar como heredera al Trono a la Princesa. Pero hay una ausencia, la del infante don Carlos, que se halla en Portugal, y aunque se le ha convocado para la ceremonia, excusó su asistencia, haciendo constar su protesta por el acto. Tras la ceremonia, regresan, casi de noche, al Palacio, ante la aclamación popular.

    Recae el rey y el 29 de septiembre, los doctores, advierten una alarmante inflamación en la mano derecha, aplicándole un parche de cantáridas en el pecho. Solo queda junto a él su esposa, la reina. La cual advierte, de pronto, algo extraño, sale apresuradamente y da órdenes para que se busque al doctor Castelló. Cuando este llega, el rey a muerto. Son las tres menos cuarto de la tarde.

    Se viste al rey con el uniforme de capitán general, y se le traslada al salón de Embajadores. El 3 de octubre, a las seis de la mañana, es trasladado al panteón de El Escorial. A media tarde llegará la comitiva a Galapagar, donde pernoctan, llegando a El Escorial a primera hora de la mañana siguiente. El capitán de los Monteros de Espinosa, juran que es el cadáver que se les había entregado. El capitán de guardias, duque de Alagón, pide silencio, y grita gravemente:

-Señor…, Señor…, Señor…

Un patético silencio sigue a cada invocación hecha en el Panteón de los Reyes de España. El capitán habla de nuevo:

-Pues que Su Majestad no responde, verdaderamente está muerto.

    Rompe a continuación el capitán su bastón de mando, en dos pedazos y los arroja a los pies de la mesa en que está depositado el ataúd. El mayordomo mayor cierra la caja y entrega las llaves al prior del monasterio. Ha terminado la ceremonia fúnebre.

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