La Guerra de Tetuán (1859-1860)

 


Entre los años 1859 y 1860, tuvo lugar la llamada Guerra de Tetuán, que fue causada por el intento de España de levantar unas nuevas fortificaciones en los alrededores de Ceuta, para lo cual se emprendió la construcción de un blockhaus con el nombre de Santa Clara, que estaba situado dentro de los límites del campo fronterizo existente entre las dos administraciones.

        La ejecución dichas obras de fortificación causaron una profunda irritación a los anyeras, quienes conminaron a los soldados y obreros a derribar lo que ya habían edificado, por considerar que era una infracción a los límites pactados. Los españoles se negaron y los cabileños decidieron pasar a la acción, razón por la cual, en la noche del 10 al 11 de agosto de 1859, destruyeron las obras realizadas, llegando a pisotear el escudo de España.

        El general Ramón Gómez, a la sazón gobernador de la plaza, exigió al caíd de Anyera que castigara a los culpables, a lo que éste contestó que la agresión era responsabilidad de los anyeras, y que, por lo tanto, el Sultán nada tenía que ver en el asunto. Pero ante la pasividad de éste, las agresiones se siguieron sucediendo, causando bajas entre los obreros, razón por la cual, el gobernador de Ceuta decidió comunicar el asunto al cónsul general de España en Tánger, Blanco del Valle, para que este presentara la correspondiente reclamación ante Hach Mohamed el Jatib, delegado del Sultán en Tánger.

        En dicha reclamación, el cónsul general de España exigía que, en el plazo de diez días, el gobierno marroquí hiciera que las armas españolas fueran repuestas y saludadas por las tropas del Sultán; que los responsables fueran llevados a Ceuta para recibir el correspondiente castigo; que el Majzén admitiese el derecho de España para levantar en territorio ceutí, las fortificaciones que estimara necesarias para mantener la seguridad; y, por último, que adoptasen las medidas necesarias encaminadas a evitar la repetición de esos hechos. Pero el 29 de agosto de 1859 —antes de cumplirse el plazo dado—, moría en Mequínez, el Sultán Muley Abderramán, por lo que España tuvo que conceder al Majzén un nuevo plazo de diez días, más un tercero que expiraba el 15 de octubre. Durante ese periodo de tiempo, las escaramuzas entre españoles y cabileños fueron constantes, a pesar de las buenas intenciones de El Jatib, que decidió consultar con el representante británico en Tánger, el cual le aconsejó hacer llegar a Tánger a los doce cabileños reclamados por España, asegurándole que no les pasaría nada. Cuando El Jatib se proponía seguir el consejo británico, los cabileños de Anyera, enterados de sus intenciones, se quejaron ante el nuevo Sultán.

        Así las cosas, Blanco del Valle anuncio a El Jatib, mediante carta del día 24 de octubre que su soberana Isabel II sometía la cuestión a la suerte de las armas; a pesar de que las Cortes había declarado el 22 de ese mismo mes la guerra a Marruecos. Si accedemos a la correspondencia entre Blanco del Valle y El Jatib llegaremos a la conclusión de que Marruecos no deseaba aquella guerra, estando dispuesto a dar satisfacción en todo lo reclamado, pero, ante cada concesión que hacía, España aumentaba sus exigencias, haciendo imposible cualquier arreglo pacífico del conflicto. Era el modo de actuar de una potencia colonial venida a menos en América y que aspiraba a serlo en África, aún a sabiendas de que sus medios no se lo permitían.

        El conflicto hubiera podido solucionarse pacíficamente como en otras ocasiones, si no fuera porque O'Donnell, consideró que era una magnífica oportunidad para mantener ocupado al Ejército, evitando así que se lanzara a uno de los pronunciamientos que jalonaron el siglo XIX, además de conseguir la unanimidad entre unos partidos políticos que se enfrentaban cada día. De esta forma, la declaración de guerra fue aprobada en el Congreso por la aclamación entusiasta de todos los diputados. Mientras en la calle, la prensa más patriotera recurrió a los viejos lemas y proclamas del pasado, llegando a desempolvar el testamento de Isabel la Católica con aquello de no cesar en «la conquista de África e de puñar por la fe contra los infieles». El grito de «Guerra, guerra al infiel marroquí», resonó por toda la geografía española y en los púlpitos de todas las iglesias, parroquias y catedrales.





   La declaración de guerra se hizo el 22 de octubre de 1859, y rápidamente comenzaron a llegar las primeras tropas al campamento del Serrallo, en Ceuta. Por fin, a pesar de las inclemencias del tiempo, las tropas se pusieron en movimiento el 1 de enero de 1860. Las continuas lluvias, el hostigamiento de las tropas del Sultán y de las cabilas fueron la causa del que el ejército tardara un mes en recorrer los 34 km que separaban Ceuta de Tetuán, a donde entraron el 6 de febrero sin disparar un solo tiro. El panorama encontrado fue desolador, pues la ciudad había sido saqueada por los cabileños, y los burgueses tetuaníes habían abandonado la ciudad.

        En la contienda destacaron batallas como las de Castillejos o Wad Ras. Tomada Tetuán había llegado el momento de negociar. La ocupación de la ciudad no podía durar eternamente, y tampoco era esa la intención de O’Donnell, ya que el mantenimiento de una fuerza de ocupación sería a la larga insostenible. El 26 de abril se firmaba el tratado de paz entre España y Marruecos, aunque los españoles no abandonaron la ciudad hasta el 2 de mayo de 1862. La tardanza se debía a que era el único medio de presión que tenía España para que Marruecos pagara la indemnización acordada en el tratado, cosa que se pudo realizar gracias a un préstamo que Inglaterra otorgó a Marruecos para que pudiera hacer frente a una importante parte de dicha indemnización de guerra.

        La guerra de Tetuán supuso una importante cantidad de recompensas: cruces de San Fernando para oficiales, y de María Isabel Luisa para los soldados, casi todas ellas con pensiones, muchas de las cuales no llegarían a cobrarse. Hubo un diluvio de ascensos: seis generales de división ascendieron a tenientes generales; tres brigadieres (en la actualidad generales de brigada) ascendieron a generales de división; y, como no, recompensas y ascensos alcanzaron a otros grados. Pero, no podían faltar los títulos nobiliarios concedidos: O’Donnell, duque de Tetuán; Zabala, marqués de Sierra Bullones; Ros de Olano, marqués de Guad-el-Jelú; Prim, marqués de los Castillejos; Echagüe, conde de Serrallo. Por otra parte, al país, además de miles de muertos, la mayoría de cólera, le costó quinientos millones de pesetas. Terminaba así con este balance la guerra de Tetuán.

 

Ramón Martín

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