Batalla de Alarcos

 


En 1177 Alfonso VIII, rey de Castilla había conquistado, con la ayuda de Aragón, la ciudad de Cuenca; lo cual creó gran inquietud en el califa Abū Yūsuf Ya’qub al-Mansūr, quién pactó, en 1190, una tregua para frenar el avance castellano sobre al-Ándalus. A punto de expirar la tregua, recibió noticias de revueltas en sus posesiones del norte de África, por lo que marchó a pacificarlas. Mientras tanto, Alfonso VIII, ante la proximidad del final de la tregua, había empezado a fortificar en un cerro sobre el río Guadiana el estratégico lugar de Alarcos, un baluarte sobre un collado habitado ya en época ibera, situado en tierra de nadie.




Durante el verano de 1194, un año antes de que tuviera lugar la Batalla de Alarcos, Alfonso permitió una cabalgada cuyo caudillo era el arzobispo de Toledo, Martín López de Pisuerga, el cual penetró en las coras de Jaén y Córdoba, llegando a saquear las cercanías de la capital, Sevilla, llevándose un enorme botín. Esto enfureció sobremanera a Ya'qub, quien ordenó enviar todas las fuerzas disponibles contra Castilla atravesando el Estrecho para escarmentar al infiel. Así. el 1 de junio de 1195 desembarcó sus tropas entre Alcazarseguir y Tarifa, llegando hasta la saqueada Sevilla, donde reunió un ejército de treinta mil hombres, desde allí alcanzó Córdoba el 30 de junio, allí se le unieron las mesnadas de Pedro Fernández de Castro, señor de la Casa de Castro y del Infantado de León, el cual había roto sus vínculos de vasallaje con su primo el rey Alfonso VIII y por tanto estaba jurídicamente eximido de servirlo como su señor. El 4 de julio Ya’qub partió cruzando Despeñaperros y avanzando por el valle donde se alzaba el castillo de Salvatierra, enfrente de la alta fortaleza de Calatrava la Nueva, donde se encontraban las huestes de la Orden de Santiago, mandadas por su tercer maestre don Sancho Fernández de Lemos; y las de la naciente Orden de San Julián del Pereiro, filial de la de Calatrava, que luego habría de denominarse definitivamente Orden de Alcántara. Un destacamento de la Orden de Calatrava, junto a algunos caballeros de fortalezas cercanas que intentaban espiar a las fuerzas almohades, se toparon con ellas, con tan mala fortuna que casi fueron aniquilados. Alfonso VIII, alarmado, reunió todas las tropas posibles en Toledo, marchando hacia Alarcos. Quizá creía que el lugar estaba totalmente fortificado. El monarca castellano consiguió comprometer la ayuda de los reyes de León, Navarra y Aragón, puesto que el poderío almohade amenazaba a todos.

Pero esta fortaleza, aún no estaba finalizada; sus murallas de tres metros de ancho no estaban cerradas ni alzadas, y el lugar, poco poblado, constituía el extremo de las posesiones de Castilla, haciendo frontera con al-Ándalus. El momento era apremiante, era necesario impedir el acceso al fértil valle del Tajo, con lo que, ante la urgencia por presentar batalla, no esperó los refuerzos de Alfonso IX de León ni los de Sancho VII de Navarra, que estaban en camino. El 16 de julio el numeroso ejército almohade fue avistado. A pesar de la diferencia de hombres, Alfonso decidió presentar batalla al día siguiente de llegar las tropas a los alrededores de Alarcos. Era el 17 de julio de 1195. Posiblemente, confiado en la fuerza del catafracto o caballería pesada castellana, no decidió retirarse a Talavera, adonde ya habían llegado las tropas leonesas. Sin embargo, Ya’qub, más prudente, no aceptó enfrentarse ese 18 de julio, y prefirió esperar al resto de sus fuerzas. Al día siguiente, en la madrugada del día 19, el ejército almohade formó completo alrededor del cerro de "La cabeza", a cuyos pies discurría el Guadiana, a dos tiros de flecha de Alarcos, según citan las fuentes árabes. Los cristianos disponían de dos regimientos de caballería: en primera línea o haz estaba la caballería pesada (unos 10 000 hombres) al mando de don Diego López de Haro, seguida por la segunda línea o haz, donde se encontraba el propio Alfonso VIII con su caballería e infantería.

Enfrente, por las tropas almohades, se hallaba en vanguardia la milicia de voluntarios benimerines, alárabes, algazaces y ballesteros, unidades, todas ellas, básicas y muy maniobrables; tras ellos estaban Abu Yahya y los Henteta, que constituían la tropa de élite. En los flancos, su caballería ligera, compuesta por caballos y dromedarios, equipada con arcos; y en la retaguardia el propio Al-Mansur con su guardia personal, el cual, siguiendo los consejos del experimentado qā'id andalusí Abū 'abd Allāh ibn Sanadí, dividió su numeroso ejército dejando que el ğund andaluz (soldados de las provincias militarizadas) y los cuerpos de voluntarios del ğihād sufrieran la embestida del ejército cristiano para que, a continuación y aprovechando la superioridad numérica y el agotamiento del ejército cristiano, cercarlos y atacar con las tropas de reserva, la guardia negra y los almohades. El califa le dio a su visir, Abu Yahya Ibn Abi Hafs, el mando de la vanguardia con los voluntarios benimerines; a Abu Jalil Mahyu ibn Abi Bakr, un numeroso cuerpo de arqueros y las cabilas zenetas; detrás de ellos, en la colina, Abu Yahya, con el estandarte del califa y su guardia personal; a la izquierda, los árabes a las órdenes de Yarmun ibn Riyah, y a la derecha, las fuerzas de al-Ándalus, mandadas por el popular qā'id ibn Sanadid. El propio califa llevaba el mando de la retaguardia, que comprendía las mejores fuerzas almohades y la guardia negra de los esclavos. Se trataba de un formidable ejército, cuyos efectivos el rey Alfonso VIII había subestimado gravemente.


 



 

La carga cristiana no se hizo esperar, aunque un tanto desordenada, pero con un impulso formidable. La primera carga fue rechazada por los zenetas y los benimerines; entonces retrocedieron para volver a cargar, siendo, de nuevo, rechazados. Solo a la tercera espolonada consiguió la caballería cristiana romper la formación del centro de la vanguardia almohade, haciéndolos retroceder colina arriba, causando numerosas bajas entre los benimerines (voluntarios yihadistas), zenetas y la élite Henteta donde se encontraba el visir, quien sucumbió en combate. Pero, a pesar de su muerte, el ejército almohade no se descompuso. Entonces, la caballería cristiana maniobró hacia la izquierda para enfrentarse con las tropas de al-Ándalus al mando de ibn Sanadid, pero el ejército castellano se encontró copado en el collado de Alarcos. Tres horas habían pasado desde el comienzo de la batalla; era mediodía, pero la polvareda dificultaba la visión; el calor de julio y la fatiga acumulada, con las pesadas cotas de malla y las armaduras comenzaron a debilitar el vigor de la caballería pesada castellana, que comenzaba a moverse con dificultad, siendo fieramente heridos por venablos, honderos, ballesteros y arqueros, con precisión aprovechándose de la escasa movilidad de la hueste castellana. A pesar de haber sufrido numerosas bajas en las tres acometidas, los musulmanes ganaron en maniobrabilidad a los cristianos: efectuando una retirada fingida, no tardaron en reagruparse cerrando la salida a la caballería cristiana en el collado del cerro de Alarcos; entonces haciendo uso de su caballería ligera al mando de Yarmun, rebasaron a las tropas cristianas por los flancos del cerro y empezaron a atacarlas por su retaguardia, lo que, junto a la concentrada lluvia de flechas de los arqueros y las maniobras de desgaste, acabó por estrechar aún más el cerco. Fue entonces cuando Ya'qub decidió que era hora de rematar enviando al resto de sus tropas, las mejores que tenía. El ejército castellano no estaba preparado, y debido a la inferioridad numérica, se vio en la necesidad de huir o admitir la derrota. Diego López de Haro, trató de abrirse paso, pero finalmente tuvo que refugiarse en el inacabado castillo, el cual, tras ser cercado por 5000 musulmanes, tuvo que rendirse.

El desnaturado Pedro Fernández "el Castellano", cuyas fuerzas apenas habían intervenido en la batalla, fue enviado por el comendador de los creyentes para negociar los términos de la rendición. A unos pocos supervivientes, entre ellos el esforzado López de Haro, se les permitió marchar desarmados; pero doce caballeros fueron retenidos como rehenes a cambio del pago de un rescate, y al no acudir nadie a pagarlo, fueron decapitados. Entre los castellanos que murieron en la batalla se encontraban Juan, obispo de Ávila y Gutierre, obispo de Segovia, así como Pedro Rodríguez de Guzmán y su yerno, Rodrigo Sánchez, Ordoño García de Roa, los maestres tanto de la Orden de Santiago como de la portuguesa Orden de Évora. Las pérdidas también resultaron elevadas en el bando musulmán. No solo el visir, Abu Yahya, sino también Abi Bakr, comandante de los benimerín (voluntarios), perecieron en la batalla, o a consecuencia de las heridas sufridas. La noticia de tan gran batalla conmovió a toda Europa.

 

 


 

Como consecuencia, los almohades se adueñaron de las tierras controladas por la Orden de Calatrava; seis meses después cayó la fortaleza de Calatrava la Nueva, entonces llamada castillo de Dueñas, y llegaron incluso hasta las proximidades de Toledo, donde se habían refugiado los sobrevivientes cristianos de la batalla. Todas las fortalezas de la región cayeron en manos almohades: Malagón, Benavente, Calatrava la Vieja, Caracuel, etc., y el camino hacia Toledo quedó despejado. Afortunadamente para Castilla, Abu Yusuf regresó a Sevilla para recuperarse de sus numerosas bajas; tomando el título de al-Mansur Billah (el victorioso por Alá). En los dos años siguientes, las tropas de al-Mansur devastaron Extremadura, el valle del Tajo, La Mancha y toda el área alrededor de Toledo, aunque fueron rechazadas por Pedro Fernández de Castro "el Castellano", que tras la batalla pasó a servir al rey Alfonso IX de León, quien le nombró su Mayordomo mayor. Estas expediciones no aportaron más terreno para el Califato. Aunque su diplomacia obtuvo una alianza con el rey Alfonso IX de León, el cual estaba muy enfurecido con el rey castellano por no haberle esperado, y la neutralidad de Navarra, ambos pactos temporales. Abū Yūsuf abandonó al-Ándalus volviendo enfermo al norte de África, donde acabaría muriendo.

En 1198, por un audaz golpe de mano de los caballeros calatravos, pudieron recuperar el castillo de Salvatierra, junto a Sierra Morena; quedando como una posición aislada castellana en territorio almohade, hasta que fue tomado por éstos en 1211. Pero, las consecuencias de la batalla demostraron ser poco duraderas cuando el nuevo Califa Muhammad al-Nasir intentó frenar el nuevo avance cristiano sobre al-Ándalus; decidiéndose todo en la Batalla de las Navas de Tolosa y de Úbeda —ambas en 1212— que marcaron un punto de inflexión en la Reconquista al provocar la pérdida del control en la Península por parte del Imperio almohade, tan solo una década después.

 

 

 


 

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Ramón Martín

 


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