Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II
TERCERA ESPOSA DE FELIPE II
Segunda hija de Enrique II y de Catalina de
Médicis, todavía delfines de Francia, su nacimiento se produjo en el Palacio de
Fontainebleu cuando sus padres permanecían alejados de la corte de Francisco I,
puesto que el monarca y Enrique, se habían enemistado recientemente. Pero el
nacimiento de Isabel contribuyó a poner paz entre padre e hijo y el rey se
mostró encantado de conocer a su nueva nieta. El bautizo de la princesa se
ofició en la capilla del mencionado Palacio de Fontainebleu, siendo sus
padrinos su abuela política, doña Leonor; y Enrique VIII, aunque este no acudió
al evento personalmente.
La infancia de Isabel transcurrió en la itinerante
corte francesa, rodeada de comodidades y cuidados. Tras su nacimiento y para
disgusto de su madre, fue puesta bajo la tutela de la amante de su padre, Diana
de Poitiers. Cuando tuvo edad suficiente comenzó su instrucción en compañía de
María Estuardo, la prometida de su hermano el futuro Francisco II. La educación
de ambas fue vigilada atentamente por Catalina de Médicis, que intentó
participar de forma activa en los progresos de sus hijos. Isabel demostró en
todo momento poseer una gran inteligencia y sintió adoración por la música y
por las artes.
Isabel prácticamente desde su nacimiento, había sido
prometida en matrimonio al hijo de Enrique VIII, aunque debido a la corta edad
de ambos se decidió posponer el enlace. Este proyectado matrimonio, que
pretendía sellar una alianza entre el rey inglés y Enrique II, no llegó a
celebrarse debido a la prematura muerte de Eduardo VI en el año 1553. Su
primera aparición publica tuvo lugar con motivo de la boda del futuro Francisco
II y María Estuardo. Poco tiempo después se llevaron a cabo las negociaciones para
concertar su matrimonio con el heredero de Felipe II, el infante Carlos; como
parte de los acuerdos alcanzados en la Paz de Cateau-Cambresis, pero la
repentina muerte de María Tudor, hizo que el monarca cambiara los términos de
las negociaciones y que él mismo se convirtiera en su prometido. Así el
compromiso de la princesa y el rey de España quedó sellado el 3 de abril de
1559.
Según la costumbre, antes de abandonar la tutela de su padre y
emprender viaje a España, Isabel debía contraer matrimonio por poderes; Felipe II, envió al duque de Alba para que le representara en la ceremonia. Ceremonia
que tuvo lugar en París el 22 de junio de 1559, en la Catedral de Notre Damme. Las
fiestas por su matrimonio rodeadas de lujo y esplendor. Pero muy pronto se
ensombrecieron, ya que en un torneo celebrado una semana después de la boda,
Enrique II sufrió un aparatoso accidente que le provocó la muerte cuatro días
después.
Debido a los numerosos compromisos que retenían a Felipe II en Flandes, éste decidió posponer el viaje de su esposa, ya que según
marcaba el rígido protocolo él debía encontrarse en España cuando la princesa
cruzara la frontera. Finalmente Isabel emprendió el viaje en los primeros días
de enero de 1560. Tras preparar su lujoso ajuar, abandonó la ciudad de Blois, y
emprendió su largo viaje. Isabel, durante las primeras etapas del mismo, estuvo
acompañada por la familia real en pleno, aunque finalmente se despidió con gran
tristeza de sus seres queridos en la ciudad de Poitiers.
La reina por consejo de su madre hablaba correctamente
el español, y no paró de hacer preguntas sobre España y mostró gran curiosidad
por aprender las costumbres de la rígida corte de Felipe II. Tras su llegada a
Burdeos fue escoltada hacia los Pirineos por Antonio de Borbón. En el paso de la
frontera se encontró con el conde de Buendía, Juan de Coruña; que había sido
nombrado maestro de ceremonias por Felipe II. En esos días cayó una fuerte
nevada que retrasó la marcha de la comitiva. La entrega de Isabel se produjo en
Roncesvalles, aunque esta sufrió un notable retraso por los problemas que
surgieron entre los representantes de ambos monarcas, ya que ni españoles ni
franceses se ponían de acuerdo sobre el lugar donde efectuar la entrega.
Finalmente Isabel fue puesta bajo la custodia del IV duque del Infantado y del
cardenal Mendoza.
La comitiva de la reina pasó por Rasuain, Pamplona,
Tafalla, Villafranca, Tudela, Agreda, Soria, Gomara, Morón, Baraona, Jadraque e
Hita. El primer encuentro de los esposos se produjo en el Palacio del
Infantado, en Guadalajara. Isabel de Valois llegó al mencionado palacio el 28
de enero de 1560, allí fue recibida por su cuñada Juana de Austria, que la presentó
sus respetos en nombre de la familia real. La reina no vio a su esposo hasta la
boda, que tuvo lugar el 31 de enero a las 10 de la mañana en la capilla del
palacio, oficiada por el cardenal Mendoza, la madrina de boda fue la infanta
Juana de Austria y el padrino fue el duque del Infantado. Inmediatamente
después se iniciaron los festejos, incluyendo banquetes, corridas de toros,
música, recitaciones y fiestas de cañas. El día 3 de marzo los monarcas
emprendieron viaje a Toledo, donde se encontraba el infante Carlos; ciudad a la
que llegaron el día 12 del mismo mes. Fue en esta ciudad donde se produjeron
las mayores celebraciones y allí la reina recibió el cariño de sus súbditos.
Isabel que penetró en la ciudad por la Puerta de la Bisagra, tardó más de seis horas
en llegar a la Puerta del Alcázar, donde fue recibida por su hijastro, don Carlos; por don Juan de Austria y por Alejandro Farnesio. Pero a los pocos días de
su llegada a Toledo Isabel cayó gravemente enferma, aquejada de viruela; por lo
que quedaron suspendidos los festejos.
Parece que ambos esposos se profesaron un gran cariño
durante los años que duró su unión, a pesar de las infidelidades cometidas por Felipe II, sobre las cuales Isabel no realizó ningún comentario. Felipe II como
sus súbditos, muy pronto aprendió a querer a su tercera esposa, que sin duda le
ofreció los momentos más felices de su vida. Por su parte Isabel se mostró
satisfecha con su vida de casada, a pesar de lo aburrida que le parecía la
corte de España, tan diferente a la francesa.
Las acusaciones sobre la supuesta infidelidad de
Isabel con Carlos de Austria y la teoría de que su muerte fue provocada por
este motivo, no tienen ningún fundamento histórico, ya que por el contrarío Felipe II confió ciegamente en su esposa. Prueba de la confianza que tenía
depositada en Isabel es que en 1565 la envió en misión diplomática a Francia,
acompañada por el duque de Alba, para que Catalina de Médicis cambiara la
orientación de su política frente a los protestantes. Isabel que disfrutó de la
compañía de su madre y su hermano, Carlos IX, discutió airadamente con la
regente de Francia para salir en defensa de su esposo, a lo cual Catalina
replicó: "Muy española venís".
A pesar de que las conversaciones de Bayona no tuvieron éxito, Felipe II no
tuvo reproches por la actuación de Isabel, pero fue la única de sus esposas que
participó en la política del reino.
La reina fue una de las mejores amigas de Juana de
Austria y trató con cariño a don Carlos, el cual siempre se mostró atento con
su madrastra. Don Juan de Austria y Alejandro Farnesio eran prácticamente de su
misma edad, lo que provocó que el rígido protocolo fuera suavizado por Isabel,
la cual se complacía en organizar fiestas, excursiones, bailes, mascadas, etc. Era
frecuente que Felipe II observara los juegos de su esposa complacido y que
estuviera atento a todos sus caprichos.
Pero la felicidad de los monarcas nunca fue completa,
ya que Isabel dio muestras de tener una delicada salud. La reina padeció en dos
ocasiones de viruelas y era frecuente que sufriera fuertes fiebres y trastornos
intestinales, que la dejaban postrada en la cama durante días. La actuación de
los médicos de la corte no hicieron más que debilitarla, por lo que Isabel
sintió una profunda aversión por los médicos. En el mes de mayo de 1564 se
anunció que la reina se encontraba en estado, pero ésta abortó a los tres
meses, debido a unas fiebres tercianas. En el otoño de 1565 Isabel quedó
nuevamente embarazada y el 1 de agosto de 1566 dio a luz en el Palacio de
Balsain a su hija primogénita, Isabel Clara Eugenia. A pesar de la desilusión,
el monarca intentó animar a su esposa que se mostró muy apenada por no haber
dado a luz un hijo. Aproximadamente un año después, el 10 de octubre de 1567,
nació Catalina Micaela, la cuestión sucesoria se hacía cada vez más
desesperada.
El último año de la vida de Isabel estuvo marcado por
su profunda tristeza. Intentó mediar sin éxito, en el conflicto que mantenía el
rey con su hijo Carlos, aunque se agravó tanto que fue imposible interceder por
él. La muerte de Carlos fue un duro golpe para ella, que en aquellas fechas se
encontraba embarazada. Una vez más la intervención desacertada de los médicos,
provocó grandes sufrimientos a Isabel de Valois, la diagnosticaron trastornos
intestinales, cuando en realidad estaba nuevamente embarazada en las Navidades
de 1567. El duro tratamiento empeoró su salud de tal modo, que en el mes de
septiembre no podía levantarse de la cama. Durante los días siguientes Isabel
sufrió de fuertes dolores de riñones y de trastornos digestivos y urinarios. El
22 de septiembre de 1568 notó como las fuerzas la abandonaban y supo que el
momento de su muerte estaba cerca, por ese motivo solicitó la presencia de su
confesor y pidió al monarca que fuera a visitarla. En la última conversación
privada que mantuvo con Felipe II, ésta rogó el perdón del monarca por no haber
concebido hijo varón y le expresó su pena por dejar a sus hijas huérfanas a tan
temprana edad. Recomendó al monarca que tratara con consideración a las damas
de su séquito y que sobre todo mantuviera la concordia con Francia.
Poco antes de morir dispuso los detalles de su funeral,
pidió ser enterrada con un hábito de san Francisco, en el Monasterio de las Descalzas Reales, solicitando por escrito la autorización de su cuñada, que
había fundado el mencionado monasterio. El 3 de octubre comenzó a sentir
terribles dolores y ante la sorpresa de todos, dio a luz a una niña de cinco
meses, que apenas vivió unas horas. Isabel de Valois espiró poco tiempo después
y fue enterrada siguiendo sus indicaciones. El pueblo lloraba su perdida, al
igual que la corte y el desconsolado marido, que desde ese momento siempre
vistió de negro; se recluyó por unos días en el Monasterio de San Jerónimo para
rezar por alma.
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