Catalina de Médici, esposa de Enrique II rey de Francia

 


Su nombre era Caterina Maria Rómula di Lorenzo de Médici fue la única hija de Lorenzo II de Médici y su esposa, Magdalena de la Tour de Auvernia. Nació el 13 de abril de 1519 en Florencia, que era dominada por su poderosa familia. El día 28 de ese mismo mes, fallecía su madre, a causa de fiebres puerperales. Su esposo le seguiría pocos días más tarde dejando a Catalina huérfana y al cuidado de su poderosa familia. Alfonsina Orsini, madre de Lorenzo, se hizo cargo de Catalina, pero, al año siguiente, la muerte también se la llevaría. De nuevo, Catalina, hubo de cambiar de hogar, esta vez, a casa de su tía Clarice Strozzi hasta que fuera ingresada en un convento. Pero, tampoco allí encontró la tranquilidad, pues las revueltas que asolaron la ciudad la pusieron en el punto de mira de los exaltados, los cuales pretendían arrancarla de la protección del convento para ejecutarla. Tal era el odio que se había despertado contra los Médici. Ante semejante situación, su tío, el papa Clemente VII, se la llevó a Roma, en busca de su seguridad.

Comenzaba Catalina, con trece años, a convertirse en un elemento más del tablero político, de una Europa que comenzaba a dar sus primeros pasos, y uno de estos será el que emprende Clemente VII fijando su mirada en Francia. Allí, su monarca Francisco I, está obsesionado con controlar una parte del territorio italiano. Ambos mandatarios piensan que, la unión entre Catalina y el segundo hijo de Francisco, Enrique, duque de Orleáns, les podría favorecer a ambos. Cuando Catalina llegó al puerto de Marsella a finales de octubre de 1533, y fue presentada al que sería su marido, se despertó en ella un sentimiento amoroso que no tendría correspondencia en el duque, ya que éste llevaba tiempo obsesionado con Diana de Poitiers, que era una de las damas más elegante y respetada de la corte. Desde entonces y hasta que, en 1559, muere el rey, Catalina tuvo que soportar una relación de tres, en la que ella era una extraña. Los primeros diez años vividos en la corte francesa, fueron muy duros para la joven reina, a la que todos miraban de reojo por no ser de sangre real y pertenecer a una familia de mercaderes.




Para complicar más su existencia en Francia, la muerte de su tío un año después de su boda, trajo consigo que se truncaran los pactos que éste había realizado con Francisco, y las aspiraciones italianas se volatilizaron. Catalina estaba sola en esa corte, en la cual se susurraba sin recato que, si no le daba pronto un heredero a Enrique, debería volverse a su Florencia natal. La muerte del heredero al trono de Francia en 1536 trajo más presión si cabe, a la pobre Catalina, que recurrió a todo tipo de sortilegios para conseguir quedar embarazada. El calvario llegó a su fin, una década después de contraer matrimonio, y desde entonces su fertilidad pareció no tener fin, ya que entre 1544 y 1556 engendró diez vástagos. Aunque no fueron suficientes para garantizar la continuidad de la dinastía de los Valois.

Al fallecer Enrique II en una justa el año 1559, Catalina lloró sinceramente la muerte de su esposo, pero, sin embargo, había llegado el momento de la venganza contra Diana a la que no permitió ver a su amado en los últimos momentos de vida. La echó de la corte, obligándola a devolver las joyas que, Enrique, le había regalado, así como el castillo de Chenonceau. Tampoco tuvo influencia en los asuntos de gobierno durante el reinado de su primogénito, Francisco II, muy dominado por sus hermanos, quienes empuñaban, en realidad, las riendas del poder. Ambos, jefes del bando católico, extremaron la tensión bélica con la facción protestante. Al fallecimiento de su primogénito, accedió al trono, con el nombre de Carlos IX, segundo hijo de Catalina, que fue designada regente. Es entonces cuando Catalina de Médicis reveló toda su capacidad para ejercer el poder, hasta el punto de convertirse en el centro de la política europea de la época. Acusada de maquiavelismo, ha tejido en torno a ella una cierta leyenda negra común a muchos de los Médicis: la falta de escrúpulos, su carácter intrigante y una serie de seducciones y asesinatos jalonaron su regencia.




Sin embargo, pese a haberse probado numerosos hechos, los historiadores han destacado el papel crucial que desempeñó en el mantenimiento del equilibrio y la unidad en el país, dividido por las diferencias religiosas, y la tolerancia que mostró en este campo, no habitual en un tiempo dominado en gran medida por el fanatismo religioso. Con todo, no pudo evitar que la intransigencia católica de Francisco, duque de Guisa, provocara la matanza de Wassy, el 1 de marzo de 1562, y se desencadenaran las guerras de religión en Francia, viéndose obligada a tomar partido por el bando católico y ordenando la persecución de los hugonotes. En 1563, proclamó el edicto de Amboise, que revelaba cierta tolerancia con la facción protestante, a la cual necesitaba además como aliada frente a España. Esta conciliación se repetiría en 1570, otorgando la amnistía a los protestantes en el edicto de Saint-Germain. En este contexto, Carlos IX de Francia fue proclamado mayor de edad y Gaspar de Coligny, un destacado miembro de la facción protestante que había entrado en el Consejo Real comenzó a ejercer una fuerte influencia sobre el monarca, y lo indujo a declarar la guerra a Felipe II de España y a favorecer secretamente las actividades militares de los hugonotes, a pesar de que, Catalina, consideraba que una guerra con España supondría el desastre para Francia.

Catalina de Médici falleció en el castillo de Blois, el 5 de enero de 1589, sumida en el odio, las conjuras y los asesinatos. No vivió lo suficiente para ver el final de los Valois, pero sí pudo asumir que sus hijos varones habían sido incapaces de continuar la dinastía. A los ocho meses de su muerte, Enrique III era asesinado y subía al trono Enrique IV de Navarra, casado con la reina Margot, una de las hijas de Catalina, la cual fallecería sin dar un heredero a Enrique, quien casaría, ironías del destino, con otra Médici. 

Ramón Martín

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