Batalla de Covadonga

 


Tras la derrota sufrida por el ejército del rey visigodo don Rodrigo en la batalla de Guadalete, que tuvo lugar entre el 19 y el 26 de julio de 711, el reino de Toledo se desmoronó, aunque hubo una segunda batalla de cierta relevancia cerca de Écija, a partir de ella, los musulmanes sitiaron Sevilla, Córdoba o Mérida, venciendo la poca resistencia encontrada; también recurrieron a numerosos pactos, como el que firmaron con el noble Teodomiro dos años después. Pero tras la caída, el año 712, de Toledo en manos de Tariq ibn Ziyad, la estructura política del reino visigodo estaba disuelta, por lo que los musulmanes solo tuvieron que enfrentarse a dispersos y débiles núcleos de resistencia.

Hacia el año 713, los musulmanes alcanzaron el extremo occidental de la península, nombrando un gobernador en Gijón. Este era el bereber Otman ben Neza (Munuza), cuya filiación no está clara, puesto que, algunos autores, le atributen un origen persa o bizantino. Este personaje llegó a un entendimiento con los nobles asturianos, en un intento de evitar, en lo posible, los episodios bélicos, dado lo limitado de sus fuerzas; escasez debida al poco interés que tenían los árabes por esa abrupta región que, preocupados por resolver sus luchas internas, al tiempo que proseguían su avance por territorio franco, la habían cedido a los bereberes en su disputa por ver quién se hacía con la mayor parte del territorio hispano.

 

 

En la Asturias de entonces —que superaba la extensión de la actual comunidad autónoma, además de estar poco cristianizada—, se mantenían muchas tradiciones de origen celta, las cuales propiciaban la pervivencia del poder local. En realidad, ni romanos, ni suevos, ni visigodos habían dominado la región en su totalidad, conformándose con un somero control que impidiera a sus gentes el avance hacia el sur y les permitiera recaudar impuestos. Es posible que la orografía del territorio pudiera ser el motivo de su fragmentación política, por lo que se fueron conformando múltiples poderes locales que rivalizaban entre ellos y que, difícilmente, se podían considerar integrantes de la estructura política del reino visigodo de Toledo. Esto es lo que habían heredado los dominadores musulmanes.

Alrededor del año 718, el gobernador Anbasa ibn Suhaym al-Kalbi, valí omeya de la provincia de Al-Ándalus, decretó un aumento de impuestos para cristianos y judíos, lo que pudo ser considerado por la población autóctona como una ruptura unilateral de lo acordado años atrás. Es entonces cuando aparecen las primeras señales de resistencia, escenario ideal para una intermitente guerra de guerrillas. A pesar de lo cual, el asunto no fue considerado de importancia por los gobernantes cordobeses, que, en un principio, descartaron el envío de tropas para aplacar la incipiente rebelión. Es entonces cuando se comenzó a hablar de don Pelayo.

 

 

No está claro quién fue don Pelayo, y tampoco existen fuentes fidedignas para establecerlo. Es probable que se tratara de un noble de origen romano-astur que habría sido espatario (miembro de la guardia y a la vez cortesano) de los reyes visigodos Witiza y Rodrigo. Las fuentes cristianas lo declaran hijo del duque Favila y nieto del rey Chindasvinto, en un intento por establecer una conexión entre los reinos de Toledo y Asturias, a pesar de lo cual, la mayoría de los historiadores actuales lo consideran de origen astur, tal como aparece en las fuentes musulmanas. Según un escrito del siglo X, Pelayo fue enviado a Córdoba, junto a otros rehenes, encaminado a asegurar la sumisión de la nobleza de la región. Pero también, hay quienes aseguran que detrás podrían estar las maquinaciones de Munuza para quitárselo de encima, dado que, al ser el cabeza de familia, tenía la intención de aquel de casarse con su hermana. Ese texto confirmaría que era un personaje de cierta importancia. Su partida hacia Córdoba habría ocurrido durante el gobierno del valí Al-Hurr ibn al-Rahman al-Thaqafi, mientras que su posible regreso a Asturias habría que situarla en torno al año 717. A su regreso, Pelayo se habría puesto al frente de la revuelta, que los musulmanes intentaron sofocar con su fracasada detención en Brece, cerca de Cangas de Onís. Lo intentaron aprovechando unas negociaciones que nos permiten entender que no se trataba de una guerra abierta, sino más bien de pequeños enfrentamientos seguidos de períodos de calma que se habrían extendido durante meses.

De cualquier manera, Pelayo era el líder, aunque sus fuerzas no superarían los dos o tres centenares de hombres, algo que está acorde con la escasa densidad demográfica de la región. Es probable que, el creciente aumento de los enfrentamientos obligara al emir Anbasa a enviar una importante fuerza para acabar con la rebelión. La fuerzo, al mando del general Alqama, podría contar con entre mil y dos mil hombres, que a buen seguro partieron de Astorga. La llegada de este contingente musulmán obligó a Pelayo y los suyos a abandonar el valle de Güeña para refugiarse en la cueva de Enna, en el monte Auseva, donde le ratificaron como jefe. El lugar era de difícil acceso y fácil defensa. A la llegada de los musulmanes se produjo el inevitable enfrentamiento. Desorganizadas las líneas musulmanas, los astures asaltaron la retaguardia de la columna enemiga, que, ante la imposibilidad de maniobrar, debido a lo angosto del terreno, se vio obligada a seguir adelante, escapando hacia los picos de Europa, sin dejar de ser hostigados, hasta llegar a Cosgaya. Allí la mayor parte de ellos fueron sepultados por un alud, desconociéndose si fue por causa natural o provocada, en las faldas del monte Subiedes, en Cantabria.

En vista de estos hechos, podemos asegurar que no se trató de una gran batalla, aunque tampoco de una escaramuza sin más. La trascendencia vino dada no por la cantidad de fuerzas contendientes, sino porque era la primera vez que la población indígena vencía a una hueste de los invasores relativamente potente. El éxito aseguró la continuidad, al tiempo que trajo consigo el abandono de una parte de la región por los bereberes, tal como demuestra la marcha de Munuza desde Gijón a León para no ser copado. Pelayo fue nombrado “princeps”, no rey, y su pacto con los rebeldes cántabros del dux Pedro sentaron las bases de una nueva entidad política que se concretó en el reino de Asturias.

 

 

La magnificación de estos sucesos fue posterior, y debe achacarse al rey asturiano Alfonso III, en su deseo de legitimar su dinastía en unos momentos de inestabilidad sucesoria. Para ello, se habrían confeccionado en la corte ovetense unas crónicas que, más allá de lo sucedido, incorporaban relatos de clara influencia clásica y bíblica, como esos 187.000 soldados atribuidos a las huestes islámicas frente a los 300 cristianos, con el fin de afianzar su dinastía entroncándola con los reyes visigodos.

 

 


 

 

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Ramón Martín


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