Las Meninas de Velázquez
Realizado en 1656, es un óleo sobre lienzo de 320,3 X 279,1 cm. Expuesto en el Museo de El Prado de Madrid.
HISTORIA
Este
cuadro no siempre ha sido conocido con el nombre de Las Meninas, ya que
ha ido cambiando a lo largo de los años. En el inventario realizado en el Alcázar el año 1666 se le menciona como Retrato
de la señora emperatriz con sus damas y una enana; apareciendo de esta
misma forma en los sucesivos inventarios realizados hasta el año 1700. Tras el
incendio sufrido por el Alcázar en la Nochebuena de 1734, aparece como La
familia del Señor rey Phelipe Quarto y cuando se le cita en el nuevo Palacio Real se le titula
unánimemente La familia. En el catálogo del Museo de El Prado de 1843, redactado por
Pedro de Madrazo, ya aparece, por primera vez, con el título de Las
meninas. Siendo esta la denominación que permanecerá hasta el día de hoy.
Pero vamos a conocer el significado de
la palabra menina, para ello, nada mejor que acudir al Tesoro de
la Lengua Castellana, de Sebastián de Covarrubias, de 1611. Según él, «Menino
es el pagecito que entra en palacio a servir, aunque de poco, al príncipe y a
las personas reales. Éstos son de ordinario hijos de señores. Es nombre
portugués, y de allá se devió introduzir; y díxose menino de meu nino, que
quiere dezir mi niño, si no queremos que se diga de mínimo, por ser pequeñitos».
El cuadro fue pintado por Velázquez en 1656, cinco años después de
regresar de su segundo viaje a Italia y del nacimiento de la infanta Margarita,
la protagonista del cuadro, y a tan solo cuatro de la muerte del artista, que
tuvo lugar en 1660 tras regresar de la isla de los Faisanes, donde presenció la
entrega, para su posterior matrimonio, de la infanta María Teresa al rey Luis XIV de Francia. Este retrato de
la familia real y su cortejo se puede considerar la obra maestra del pintor
sevillano, una de las mejores de la historia de la pintura y, en fin, la mayor evidencia
de cómo un cuadro puede reflejar y refleja, lo que significa la pintura como
representación.
Originalmente emplazado en el, prácticamente,
inaccesible despacho del rey, las interpretaciones que se han hecho sobre el
motivo que llevó al pintor a realizarlo, y el significado son numerosísimas y
variadas, predominando dos, aunque se pueden considerar complementarias: una de
carácter político, que sintetiza la esperanza de supervivencia de una dinastía
cada vez más amenazada; y otra, que alegoriza el triunfo de la Pintura.
El lienzo, si bien gozó de
reconocimiento tempranamente, no siempre ha merecido la misma consideración,
sufriendo su apreciación altibajos. Luca Giordano, cuando vino a España, donde
había sido nombrado pintor de cámara de Carlos II, lo apreció enormemente,
considerándolo como «la Teología de la Pintura». Durante la Ilustración,
el cuadro recibió numerosos elogios de personalidades como el pintor Anton
Raphael Mengs, que le dedicó extensos elogios, compartidos por Jovellanos, Ceán Bermúdez y el mismo Goya, que, incluso, lo copió en un grabado.
Sin embargo, el reconocimiento internacional de Las meninas fue
tardío debido a que siempre estuvo en un espacio privado de palacio, como era
el despacho del rey. A partir de la fundación del Museo del Prado, el 19 de
noviembre de 1819, pudo ser contemplado por el público. Más tarde, con la llegada
de la corriente naturalista preimpresionista hizo que se interesaran por la
pintura de Velázquez, una serie de pintores entre los que se encontraba Manet,
que le calificó de «pintor de pintores».
Así pues, el reconocimiento de
Velázquez coincidió con el desarrollo del arte europeo de fin de siglo y junto al
redescubrimiento internacional del artista se produjo el de Las meninas.
Como consecuencia de ello, el lienzo sería exaltado desde muy diferentes puntos
de vista por la historiografía y la crítica y también desde lo que
filosóficamente se consideró la conciencia moderna de la representación
artística. El lienzo fue restaurado en 1984 en el taller del Prado por el
equipo del propio Museo, dirigido por John Brealey del Metropolitan Museum of
Art de Nueva York. El cuadro se encontraba en condiciones excepcionales de
conservación, tan solo se apreciaban ligeros desgarros y arañazos. Antes, en
1982, se realizó un estudio técnico riguroso por el equipo del Museo y la Universidad
de Harvard. Mediante un estudio radiográfico, además de descubrir las
variaciones y arrepentimientos durante su creación, se pudieron conocer los
viejos repintes procedentes de antiguas restauraciones; la mayor parte de ellos
se percibían a simple vista, ya que su tonalidad había variado y se había
oscurecido con el paso de los años. La reflectografía sirvió para demostrar la
falta de dibujo subyacente. A través de los análisis químicos de pigmentos se
pudo estudiar la preparación del lienzo con blanco de plomo y mezcla de ocres,
calcita y negro orgánico. Los pigmentos utilizados en la elaboración de la obra
han sido poco molidos, por lo que son gruesos y desiguales y el barniz es
resinoso. La restauración comenzó con el levantamiento del antiguo barniz por
parte de John Brealey, a continuación, se comenzó la reintegración de faltas y
zonas desgastadas, estucando las costuras y unificando el tono. El barnizado
final estuvo a cargo de Brealey, realizado con resina natural damar, aplicado
con pistola para conseguir una superficie uniforme.
DESCRIPCIÓN
En
el cuadro encontramos once figuras, más la acostada de un somnoliento mastín,
distribuidas en los dos ejes, frontal y transversal, que articulan la
composición del cuadro. En primer término, de izquierda a derecha, según lo
puede observar el espectador, virtualmente previsto por el artista a través del
palpitante reflejo especular de los reyes, encontramos al propio Velázquez
pintando frente a un gran lienzo de espaldas; a su lado, ocupando el centro,
está la infanta Margarita, que se encuentra flanqueada por ambos lados por dos
meninas que la atienden: María Agustina Sarmiento, que es la que le ofrece agua
en un búcaro, e Isabel de Velasco. Inmediatamente después, aparecen una enana, Maribárbola,
y un diminuto bufón, Nicolasito Pertusato, que patea al adormilado mastín. Detrás
de éstos, distinguimos, en un plano umbrío, a Marcela de Ulloa, «guarda
menor de damas» y a un guardadamas varón sin identificar. Por último, al
fondo de la estancia, que es el obrador del pintor en el Alcázar, vemos la
silueta a contraluz de José Nieto, jefe de tapicería de la reina, que abre o
cierra la puerta del alargado cuarto.
Estos dos grupos de personajes se
distribuyen a lo largo y a lo ancho del espacio abarcado, cuya profundidad y
altura de techo generan un gran vacío por encima de las cabezas, pero cuya
penumbra ambiental está sabiamente animada por un haz luminoso lateral, que,
procedente de una ventana a nuestra derecha, incide de lleno sobre la infanta
Margarita, mientras que otro eje luminoso atraviesa la escena, en este caso,
procedente de la radiante puerta del fondo y, a su vez, del halo que, desde el
foco que irradia el entorno virtual de los reyes, rebota en el espejo. Estos
efectos claroscuristas y la superposición de sendas perspectivas, lineal y
aérea, logran una sensación de realidad casi mágica.
La situación de la infanta Margarita
en el centro del primer plano del lienzo, justo donde se cruzan los ejes
frontal y transversal, evidencia que es ella el principal objeto de atención
del cuadro. Su protagonismo reside en ser centro de atención de los demás;
tanto Velázquez como el rey la miran depositando en su frágil figura la
esperanza de la posible salvación del futuro de la dinastía. La infanta había
nacido el año 1651, fruto del segundo matrimonio del monarca Felipe IV con su sobrina Mariana de Austria, cuando aún no
había nacido Felipe Próspero, que lo haría el año 1657 y cuya temprana muerte
en 1661, truncaría la sucesión de un varón en el trono, aunque se vería
garantizada ese mismo año con el nacimiento del príncipe Carlos que reinaría como Carlos II y con el
que se extinguiría definitivamente la dinastía austriaca en España. Con
respecto a la segunda interpretación mencionada al referirnos a Las meninas,
la identificación de los dos cuadros situados en la pared del fondo como copias
realizadas por Juan Bautista Martínez del Mazo, de sendos originales de Rubens y Jordaens representando dos
episodios mitológicos, Palas Atenea y Aracne y Apolo vencedor de
Pan, respectivamente, exaltan la nobleza de la pintura. Ambas fábulas
aluden al triunfo del arte sobre la artesanía y, en este caso, a la
superioridad de la pintura sobre la habilidad en la realización de las artes
manuales.
Velázquez se presenta a sí mismo, de
pie con la paleta en la mano izquierda y el pincel suspendido en la derecha, en
actitud de pensar, mostrando que la actividad artística es para él producto del
intelecto antes que de la habilidad de la mano que la realiza que está
supeditada a aquél. Por otra parte, de la obra se desprende la intimidad existente
entre el pintor y el rey, en un momento en que ambos estaban, tras casi
cuarenta años de relación, en las postrimerías de sus vidas, relación que tuvo
un creciente y mutuo respeto e intimidad, como lo corrobora la decisiva
intervención del monarca para lograr que le fuera concedida al pintor, en 1658,
la orden de Santiago, que luce el artista en el pecho.
Por lo demás, se trata de un cuadro de
una sorprendente originalidad como género, a medias entre el retrato colectivo y
una íntima «escena de conversación», algo que comenzaba a prodigarse en
la pintura del norte de Europa. La técnica es la utilizada por el artista en la
década de cincuenta, cuando se data la obra, que se caracteriza por una mayor
soltura en la aplicación de los recursos pictóricos. Es una pintura que se
puede calificar de borrones, en la más pura tradición tizianesca. Al utilizar
una mayor dilución de los pigmentos, el artista consigue un prodigioso
adelgazamiento de la capa pictórica. Aplica el pincel con un toque desenfadado
y libre de forma que las pinceladas apenas dejan huellas. Como consecuencia, se
produce una reducción o purificación en su pintura. Su costumbre de pintar con espontaneidad
le lleva a realizar la obra con increíble rapidez.
FUENTE:
Museo de El Prado
Ramón Martín
Como comentas es un cuadro muy original. Cada vez que voy al Prado paso a verlo y admirar los detalles que comentas. Saludos
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