Sancho Garcés III, rey de Pamplona y de Aragón desde el año 1004 al 1035
Lo llamaban el Mayor, el Grande, incluso el Cuadrumano, por la habilidad con la que manejaba la espada. Estos sobrenombres nos indican cómo lo vieron sus contemporáneos y hablan de la época que le tocó vivir al rey Sancho III de Navarra y de la importancia de su legado.
En el siglo XI, los musulmanes dominaban la mayor parte de la península Ibérica y los hispanos pugnaban por recuperar el perdido reino visigodo o, al menos, por asegurar su supervivencia frente al islam. En este escenario nació, en el año 990, Sancho Garcés III, llamado a convertir el pequeño reino de Pamplona en la potencia de la España cristiana, por entonces un mosaico de reinos y condados que con él empezarían a mirar a una Europa aún distante y distinta.
La figura del monarca se entiende como un símbolo de aquella la España cristiana arrinconada por los musulmanes y la España de la Reconquista, preparada para recuperar lo perdido. Sancho III fue un hombre de su tiempo. Una época de la que nos han llegado más leyendas que realidades. Sabemos que Sancho accedió al trono de Navarra en el año 1004 con 14 o 15 años. Por entonces, el reino de Pamplona había extendido su poder por tierras de La Rioja. Río Ebro abajo estaba la frontera musulmana de Zaragoza.
La política navarra de acercamiento a León y de apoyo al condado de Castilla se convirtió en una de las prioridades de Sancho, decidido a asegurar sus fronteras. Fruto de esta amistad con Castilla fue su boda con Munia, hija del conde Sancho García, hacia el 1010. Su atención se dirigió luego a los condados pirenaicos de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, bajo la esfera musulmana, y que, tras su intervención, quedaron sometidos a Navarra. Tras estas campañas contactó con los condados catalanes. La ayuda de Sancho al conde Berenguer se saldó con el reconocimiento de la superioridad navarra, aunque no de una autoridad efectiva. Entonces había vasallos más poderosos que sus señores, decisiones basadas en el parentesco, cambios constantes de alianzas y un aislamiento que hacía difícil ejercer el poder de forma centralizada.
Los lazos familiares y el mantenimiento de la paz fueron las excusas que llevaron a Sancho a afrontar la última etapa de su reinado. El asesinato del infante García, heredero del condado de Castilla, dio paso a una etapa de luchas internas que el navarro zanjó haciendo valer sus derechos contraídos por su matrimonio. Después, extendió su influencia sobre León. Así, Sancho había alcanzado la cima de su poder, reconocido por todos los cristianos: había acrecentado Navarra, ocupado Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, dominado Castilla y sometido León y tanto Gascuña como los condados catalanes reconocían su supremacía. El obispo Oliba de Vic, lo llamaba “rey ibérico”, denominación que por primera vez parecía tener sentido.
El primer revés llegó al final de su reinado, cuando las tropas leonesas recuperaron León. Meses después, en 1035, una fulgurante enfermedad acabó con su vida. En su testamento dividió sus territorios entre sus hijos, con lo que el mapa de la España cristiana adquirió la fisonomía que marcaría los años siguientes, los de la Reconquista: de pequeñas acciones se pasó a verdaderas operaciones militares.
Y es que el reinado de Sancho III marca un punto de inflexión en los territorios cristianos. Su actividad política y militar vertebró los distintos territorios y, si bien no se puede afirmar que los unió, sí creó cierta conciencia de comunidad. Además, sus mensajeros viajaban a la corte francesa y los hombres de letras recorrían los caminos. Sus consejeros escribieron el discurso de la lucha conjunta contra el islam, la armonización de los Estados cristianos y la misión del rey como mantenedor de la paz. En definitiva, sus logros nos hablan no sólo de un guerrero hábil, sino también de un político inteligente y de un gobernante preocupado por la estabilidad de su reino. Pero su mayor virtud fue saber rodearse de excelentes consejeros y haber hecho gala de una amplitud de miras poco común en su época.
En su testamento, Sancho III quiso dejarlo todo atado. Así, García, el primogénito, recibió una Navarra aumentada en las zonas del actual País Vasco y la Castilla oriental. Fernando heredó Castilla; Gonzalo, Sobrarbe y Ribagorza; y Ramiro quedó como rey de Aragón. Pero sus hijos no tardaron mucho en volverse contra la voluntad del padre…
Tras hacerse con el control de León al morir Bermudo III, hermano de su mujer Sancha, Fernando reclamó a García las tierras antes castellanas que Sancho III había adjudicado a Navarra. La guerra se hizo inevitable y se saldó con la victoria de Fernando, la muerte de García y el nombramiento de su hijo Sancho IV como nuevo rey de Navarra, aunque a partir de ahora la supremacía pasaría a Castilla.
Los intentos de Ramiro, hijo natural de Sancho III, de acrecentar los territorios que su padre le dejara le hicieron dirigir su mirada hacia el rival más débil, su medio hermano Gonzalo. Según la leyenda, éste murió envenenado tras un banquete ofrecido por Ramiro; cierto o no, su muerte dejó las puertas abiertas a Ramiro, que se anexionó los condados pirenaicos.
El siguiente objetivo de Ramiro fue el reino musulmán de Zaragoza. Pero Fernando había hecho de él un protectorado y se había comprometido a defenderlo a cambio del pago de cuantiosos tributos. El Ejército castellano avanzó hacia la localidad oscense de Graus, sitiada por Ramiro. En la batalla pereció el rey aragonés, que sería sucedido por su hijo Sancho Ramírez. Dos años después, en 1065, murió Fernando, el último de los hijos de Sancho III.
El Camino de Santiago, cuyo itinerario actual se remonta a esta época, empezó a ver un aumento constante de peregrinos durante el reinado de Sancho III favorecidos por el contexto de paz y especialmente por la seguridad que ofrecía el reinado del monarca. Un hecho que trajo a hombres de letras que portaban nuevas mentalidades y que el rey supo recibir. A lo largo de la ruta surgieron nuevas ciudades, hospederías, monasterios y asentamientos de comerciantes y artesanos que dieron vida a un gran crecimiento urbano. Los monasterios también atravesaron una edad dorada. Se sucedían las fundaciones, algunas propiciadas por el rey Sancho, y se incrementó la cuantía de las donaciones, tanto de tierras como de dinero y joyas, procedentes en su mayoría de los tributos pagados por los musulmanes y de los botines obtenidos en los saqueos.
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