Fortún Garcés
Placa con los monarcas enterrados en San Salvador de Leyre |
Primogénito de García Íñiguez, al que sucedió el año 882 en el condado de Pamplona, los valles de la mitad septentrional de la actual Navarra. La historiografía le atribuyó el sobrenombre de “El Monje”, mientras que los árabes lo hacen como “El Tuerto” (al-Anqar). Apenas se conocen noticias dignas de crédito, al parecer siguió maniobrando a la sombra de sus parientes muladíes, los hijos y nietos de Muza b. Muza, el famoso descendiente del conde hispano-godo Casio el cual, convertido al islam en los primeros tiempos de la invasión árabe, había conservado y transmitido a su linaje (Banū Qasi) el señorío sobre las riberas navarras del Ebro y sus aledaños aragoneses y riojanos.
Todavía en vida de su progenitor, había sido sorprendido y apresado en su fortaleza de Carcastillo en el 860, durante una de las campañas de castigo del emir cordobés Muhammad b. por los confines meridionales pamploneses. Los autores árabes nos dicen que permaneció en Córdoba unos veinte años, en calidad de rehén y como garantía de la lealtad política y los tributos anuales que su padre García Íñiguez, su abuelo Íñigo y los anteriores príncipes pamploneses estaban obligados con las autoridades musulmanas de al-Andalus, como contrapartida por la conservación de sus tradiciones socio-jurídicas, culturales, religiosas y sus propios instancias locales de gobierno.
Poco tiempo después de su regreso, nada más suceder su padre en el 882 a la cabeza del principado pamplonés, se desconoce si tomó partido o procuró inhibirse en las discordias surgidas entonces entre los hijos de Muza b. Muza, enfrentados con la autoridad cordobesa, y de otro lado Muhammad b. Lope, nieto del mismo Muza, les arrebató Zaragoza y la rindió al emir andalusí en 883. Una vez reconocido como valí de la región, el mismo Muhammad, se volvió contra los dominios pamploneses, mermados en su borde meridional. Tras haber destruido el castillo de Aibar, principal atalaya pamplonesa en la encrucijada fluvial de Sangüesa para vigilar las incursiones musulmanas por el valle del río Aragón, abatió poco después en el 891 el castillo de Sibirana, próximo a Luesia (Zaragoza). Fortificó Caparroso y Falces y desde el castillo de San Esteban (Monjardín), que también había ganado, favoreció la reanudación de las correrías sarracenas contra Álava. Sin embargo, Muhammad b. Lope acabó enemistado con el nuevo emir Abdallá.
Es posible que Fortún Garcés no quedara al margen de estos acontecimientos y debió de prestar algún tipo de apoyo a Muhammad b. Lope y esa última inversión de su postura política en la región zaragozana o “Marca Superior” del emirato cordobés. Quedaba así Lope como único mandatario de los dominios de los Banū Qasi, ampliamente desparramados por la cuenca central del Ebro, desde Lérida hasta la línea fronteriza con el reino leonés. Le correspondía, por tanto, la vigilancia del principado cristiano de Pamplona y, por supuesto, la contención de las incursiones asturleonesas desde los reductos castellanos del alto Ebro.
Entre tanto, arrinconado en los valles de la “Navarra primordial”, Fortún Garcés debió de permanecer a la expectativa, aunque es probable que por fin facilitara algún apoyo a Alfonso III en su penetración hasta las cercanías de Tarazona, rechazada victoriosamente por Muhammad b. Lope, que repelió además otro amago astur-leonés contra Grañón, reducto extremo- occidental de sus señoríos y al servicio ya totalmente del emir cordobés y el islam, que iba a desarrollar una ofensiva implacable ahora contra todos los poderes cristianos de las fronteras vecinas.
Perdida buena parte de la barrera meridional de bastiones que resguardaban la región pamplonesa, se desvanece totalmente la figura de Fortún Garcés, estigmatizado por su largo cautiverio en Córdoba y, sobre todo, desprestigiado entre los nobles guerreros por su inoperancia y la continuidad de las connivencias de parentesco y veleidades políticas de su linaje con el régimen del islam. En esta tesitura, los estímulos políticos de la Monarquía astur-leonesa, cuya pujanza ofensiva estaba alcanzando la línea del Duero, debieron de prender por fin en la sociedad pamplonesa, radicalmente cristiana, cuya propia aristocracia halló y alzó en su seno a un nuevo y joven caudillo, capaz de enfrentarse con el islam para abrir así los horizontes del pequeño principado, basado hasta entonces en una política de mera supervivencia, condicionada por sus parientes los Banū Qasi, volubles gendarmes del emirato cordobés en su Frontera Superior. Parece que, después de este decisivo giro, Fortún vivió todavía algún tiempo, retirado quizás en el monasterio de San Salvador de Leire y presumiblemente en buena relación con el primer verdadero rey pamplonés, Sancho I Garcés, que tomó significativamente por esposa a una nieta del anciano príncipe, la futura reina Toda.
Como informan puntualmente las “Genealogías de Roda” recogidas en el aludido Códice Rotense, del matrimonio de Fortún Garcés con Oria, nacieron al menos cuatro varones y una mujer. Enneco, el primogénito, casó con Sancha, hermanastra de Sancho I Garcés y unida luego en segundas nupcias con el conde Galindo II Aznar de Aragón. Tanto el propio Enneco como sus hermanos Aznar, Belasco y Lope dejaron abundante descendencia y estaban integrados plenamente en la alta nobleza pamplonesa como cabe deducir por los matrimonios de sus hijas con magnates de la misma región. La única hija conocida, Onneca, se había unido, según se ha indicado, con el emir cordobés Abdallá de quien nació Muhammad, padre del futuro califa Abderramán III, pero de su otro marido, cristiano, el noble pamplonés Aznar Sánchez de Larráun, nació la mencionada reina Toda.
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