Diego de León y Navarrete


Diego de León y Navarrete, vino al mundo en Córdoba el 30 de marzo de 1807. Fueron sus padres, el Marqués de las Atalayuelas, Comendador de Calatrava, Gentil-Hombre de S. M., Brigadier y Coronel del regimiento provincial de Córdoba, y la Señora Doña María Teresa Navarrete y Valdivia. 

Siguiendo la tradición de muchas familias insignes es trasladado a la edad de seis años a estudiar en las Escuelas Pías de Madrid, permaneciendo en ellas hasta la edad de once años en que regresó a Córdoba para seguir sus estudios en el Colegio de la Asunción de Córdoba, de donde salió a los quince para la casa paterna. 

Al ser hijo segundo, decidió seguir la carrera de las armas. Por aquel entonces beneficiábanse las capitanías de los regimientos, solicitando el Marqués una compañía de caballería para su hijo, la cual le fue concedida, mediante la entrega de sesenta y cuatro caballos para el ejército, cuyo precio ascendió a 160.000 reales, extendiendo se a Diego, ese mismo día, el Real Despacho de Capitán del regimiento caballería de Almansa. Tomando el mando de su compañía el 6 de setiembre. Su carrera militar es vertiginosa: el 20 de diciembre de 1826, es nombrado Ayudante de Campo del Marqués de Zambrano; el 27 de julio de 1827, es Capitán de coraceros de la Guardia; el 30 de diciembre pasó al regimiento de Granaderos a caballo, permaneciendo en este regimiento hasta 1834, en que fue ascendido a Comandante del tercer escuadrón de lanceros. 

La oficialidad de la Guardia se había dividido entre los dos bandos que se repartían la Nación: unos defendiendo la bandera de D. Carlos; y la mayor parte permaneciendo fieles a la causa de la Reina, León fue de estos últimos. León permaneció en la guarnición de Madrid, mientras sus compañeros partían para la campaña recién abierta. Pidió incorporarse al ejercito, y al poco salió de Madrid para las provincias del norte, dejando en Madrid a su esposa, hija de los Marqueses de Zambrano, con la cual había contraído matrimonio dos años antes. 

Diego de León por Ferrer Dalmau

En esos días la guerra salía de un primer período, en que fue una larga y sangrienta carnicería entre el ejército de la Reina y las bandas de D. Carlos, para entrar en un segundo período, en que capitaneadas por la mano de Zumalacárregui consiguieron una serie de triunfos, convertidas ya en ejército. Pero Zumalacárregui cayó frente a Bilbao y fue entonces cuando el Trono de la Reina Isabel se afirmó en sus cimientos. Era aquella la época de los entusiasmos, no había aún la de las ambiciones, mientras alguno de sus compañeros pagaba su entusiasmo con la vida, la figura de Diego de León se agrandará cada día. El 26 de octubre de 1834 se incorporó León al ejército con su escuadrón de la Guardia, recayendo en León el mando de dos escuadrones. Al frente de ellos estuvo en infinidad de acciones de aquella segunda campaña. 

Pero el día en que León confirmó su reputación de jefe de caballería, fue el 2 de setiembre de 1835, el general Espartero, le destinó a sostener el ala con unos ochenta lanceros. El enemigo arrolló a las fuerzas de Espartero, mientras el escuadrón de Diego se mantenía firme en su puesto, envolvió al enemigo por el flanco e introdujo el desorden en sus filas; rehiciéronse, cargando León hasta cinco veces mas, acabó por derrotarlos completamente, obligándolos a retirarse. Al día siguiente el General Córdova, puso por su mano a León la cruz laureada de San Fernando. 

Siguieron los combates, por aquellos días perdieron los húsares de la Princesa a su Coronel D. Pedro Elío, asesinado por un prisionero, el Gobierno, por despacho de 12 de marzo, le puso a la cabeza del regimiento. El General carlista Gómez recorría de extremo a extremo el norte de la península, León marchó con sus húsares en su persecución, por Asturias, Galicia, las dos Castillas, la Mancha y Andalucía, destacando al acción que tuvo lugar el 22 de setiembre de 1836 en Villarrobledo, donde se enfrentaron las divisiones de Alaix a la división de Gómez, mandada por Cabrera. Alaix, ante la superioridad numérica del enemigo, tomó posición con la infantería y la caballería ligera en un terreno elevado, mandando a León que maniobrase. El General esperaba una escaramuza, pero León le dio una victoria. Esta batalla de Villarrobledo fue sin duda una de las más importantes de la guerra. Continuó León en seguimiento de Gómez, liberando el 14 de octubre la ciudad de Córdoba, y volviendo a vencerle el 2 de noviembre, en Alcaudete. 


Trasladado el regimiento a Palencia para descanso, cuando bajó del norte otra expedición destinada a trasladar a D. Carlos desde el Real de Oñate al Palacio de Madrid, y que solo logró acabar con la fuerza moral del carlismo. León recibió la orden de incorporarse con su regimiento al ejército, siguió hasta Barbastro, en donde estaba el cuartel general de D. Carlos, y apenas se acercaron al pueblo, se rompió el fuego; inclinándose el combate del lado de los carlistas. Entonces tomó León sus tres escuadrones de húsares y uno de cazadores de la Guardia, y separándose del ejército, ganó el flanco izquierdo enemigo, obligando al enemigo a retirarse precipitadamente. 

Perseguido D. Carlos en su retirada, pasó de Aragón a Cataluña. El Barón de Meer, Capitán General del Principado, encontró a D. Carlos en Gra, presentándole batalla, León formó el ala izquierda con dos escuadrones de húsares y un batallón de la Guardia, volvió a ganar el flanco derecho del enemigo, cargó a la bayoneta con la infantería, continuando él mismo la carga con sus dos escuadrones, acabando con la derrota del enemigo. La Gran Cruz de Isabel la Católica fue el premio de León por aquel servicio. 

Salió el ejército de Cataluña y entró en Navarra, en Pozo Aranzueque arrolló a los carlistas y les quitó el pueblo, arremetió a la línea principal y decidió la victoria en favor de las armas de la Reina. Por esta acción fue promovido a Mariscal de Campo en 11 de noviembre de 1837. Siguió los movimientos de los enemigos, hasta la provincia de Álava, en estos días fue nombrado Comandante general de la división que operaba en Navarra. 


Los enemigos concentrados en las fuertes posiciones de Legarda y el monte del Perdón, esperaban la batalla, y León se la dio, tomándoles aquellas posiciones y arrollándolos sobre el pueblo y puente de Belascoain. El enemigo ocupó posiciones para impedir el paso de un vado inmediato al puente. León avanzó y después de cuatro horas de un fuego mortífero, marchó calar bayoneta y lo tomó con cuanto dentro había. Era el momento de atacar el puente, en este momento crítico se le presenta su Jefe de E. M. de vuelta de Pamplona con la orden del Virrey para que no enviara la artillería por no perderla. Dícese que León, en un rapto de cólera, exclamó: "Ya hay complot de Generales contra mí". Mandó a un batallón que permaneciese en el pueblo, organizando los demás en columnas cerradas; desplegó otro batallón en la orilla y se lanzó sobre el río con los tres batallones restantes y con la caballería, pasó el vado a pie al frente de ellos, y bajo un diluvio de balas tomando a la carrera los reductos y las casas, y puesto el enemigo en fuga se apoderó de las piezas y municiones de guerra que allí había. Estas acciones le valieron la Gran Cruz de San Fernando. 

Entonces se le nombró Comandante general de la caballería del ejército. Apenas había llegado a su nuevo destino, el General Espartero le comunica la noticia de la derrota que el Virrey acababa de sufrir en Legarda, y orden de marchar al momento a repararla. A poco estaba León en Tafalla obligando al enemigo a repasar el Ebro. Esto sucedía en setiembre, y León quedó de Virrey de Navarra. 

Al tiempo mismo que se entablaban las negociaciones que se sellaron después con el abrazo de Vergara, el General Maroto reorganizaba el ejército carlista, León se encontró en Sesma con su caballería; y fue en mal hora para el General carlista, porque quedó derrotado en dos horas. Entretanto los carlistas habían vuelto a apoderarse de Belascoain; León la atacó, ganando el Condado de aquel título, dando a sus soldados el espectáculo de verle penetrar a caballo por una tronera. 

Sitiada Morella, y mientras llegaba la artillería, León fue destinado con la Guardia a apoderarse de Mora de Ebro. Era este punto de comunicación entre las facciones de Aragón y de Cataluña, así que Cabrera, temeroso de que se le cortase la retirada, acudió allá con todas sus fuerzas. Los movimientos de León llenaron de asombro al enemigo, que después de oponer una denodada, pero vana resistencia en Gandesa, corrió en desorden hasta Mora de Ebro, desde donde salió precipitadamente hacia Cataluña, León entró en Mora de Ebro. Acometida, por fin, Morella, se produjeron unas escenas sangrientas: tomó León posición cerca de los muros, hicieron los sitiados una salida. Cargados vigorosamente por León, retrocedieron en desorden hacia la plaza; pero se hundió el puente levadizo, que estaba roto de una bala de cañón, y los fugitivos, tanto los que ya habían ganado el puente, como los que venían acosados por la espalda, cayeron o se arrojaron en los fosos. Fue aquella una escena desoladora. Hombres, mujeres, niños, bestias, equipajes, todo caía, porque los habitantes comprometidos habían tratado de salvarse con la guarnición. En medio de este horrible tumulto, los de dentro hacían fuego, los nuestros pasaban a cuchillo, y el General estaba al pie mismo de las murallas. Cesó la sangre, pasó la noche, y a la mañana siguiente capituló aquella plaza, baluarte de la insurrección aragonesa. 

León, en vanguardia del ejercito, había comenzado el ataque a Barga, cuando el General en Jefe mandó a otra división para dar el postrer golpe de la guerra; pero León despreció la orden, y poniéndose a la cabeza de la columna, tomó al arma blanca y a paso de ataque los veinticuatro reductos de la plaza. Arrojó al enemigo del fuerte de Santa María de Helaxs, su último refugio, cumpliendo así su palabra, de dar la última lanzada de la guerra civil. La toma de Berga había sido la señal de la revolución de setiembre. 

El Gobierno se había trasladado con la Reina a Valencia. Madrid era el núcleo principal de la insurrección, y León fue nombrado Capitán General de Castilla la Nueva. Ahora el General en Jefe no mostró la más mínima oposición. El Duque de la Victoria, nombrado Presidente del Consejo de Ministros, había ido a redactar su programa en el seno del Ayuntamiento de Madrid: este programa fue presentado a la Reina en Valencia, y la Reina abdicó. 

Pero ¿Cuál era la posición del General León en 1840? El no haber entrado con su división de la Guardia en Barcelona y fusilado a los jefes de la revolución; el no haberse apoderado del Ministerio; el no haberse trasladado a Valencia, y acabar de un golpe con la revolución; el no haber hecho nada por impedir o vengar la abdicación o el destierro de la Reina. Estas son las culpas descargadas sobre la altiva cabeza del General León. 

El ejército español era entonces revolucionario, O’Donnell mismo, uno de los Generales más respetados del ejército, no contaba con la fidelidad de su división. León, el General más querido de los oficiales y de los soldados, era el único a quien habrían seguido en la empresa de derribar el levantamiento. Pero el espectáculo que se ofrecía era la lucha entre dos partes del ejército, una lucha de que tal vez hubiera provocado mayores catástrofes para las Reinas, para el Trono y para España. 

León partió inmediatamente para la frontera. Los oficiales de las ejércitos extranjeros, hablaban de él con entusiasmo, los legitimistas del norte personificaban en Cabrera el valor de los ejércitos carlistas, los franceses y los ingleses personificaban en León el valor de los ejércitos de la Reina. Los pueblos de Francia por donde pasó, no ocultaron su admiración, y habiendo determinado no llegar a París por razones de política, se volvió a Madrid, y reposó, en el seno de su familia. 

La revolución se ha consumado; las Cortes se han reunido; el Duque de la Victoria es Regente único; y sin embargo, los poderes revolucionarios tiemblan en la cumbre de su omnipotencia. Esto era debido al descontento del ejército, había hecho la revolución por las mismas razones que anteriormente había hecho la guerra; porque la revolución ofrecía pábulo a su actividad, y alimento a su ambición. León aparecía el primero de los Generales, O’Donnell había obtenido la faja de Teniente General después que él, y rivalizando en reputación, no le igualaba en prestigio. En medio de un ejército vacilante, la Guardia hubiera seguido a León a todas partes, con el ejército, o contra el el ejército; y cuando fue vencido cayendo bajo el golpe de sus enemigos, muriendo poco después, como si ya no existiese la Guardia. El Gobierno la suprimió. 

Son los últimos días de setiembre, y España entera hervía en una inmensa conspiración militar. El objeto de los conjurados era la restauración de la Regencia caída en setiembre, para lo cual debían apoderarse de la Reina Isabel, y sublevar a un tiempo las provincias del norte, del este y del mediodía. El día 4 se supo en Madrid el levantamiento de las provincias Vascongadas y Navarra, dirigido por O’Donnell y Piquero, otros jefes debían levantar pronunciarse en otras provincias, León y sus compañeros en el Palacio de Madrid. El 7 de octubre, por la tarde sonaron tiros y tembló Madrid. La conjuración debía estallar aquella noche; pero se acababa de dar contraorden para posponerlo hasta la mañana siguiente, el General León, jefe de la sublevación, al frente de las tropas debía cercar el Palacio de Buenavista y apoderarse del Regente. 

Al desembocar por una de las calles que dan al cuartel de San Gil, encontraron un batallón del Regente, y habiéndoseles dado el «quién vive», Pezuela contestó: «Estado Mayor», y siguieron adelante. Pero un granadero agarró por la brida el caballo de León, aquel fue el momento decisivo; los dos gritaron a la vez ¡adelante! galoparon bajo un diluvio de balas por la calle de las Caballerizas y tomaron, sanos y salvos, el Palacio. Se encaminó León, solo a la escalera principal, subió por ella, mandó tocar marcha de honor, y arengó a los alabarderos. Amenazáronle éstos con hacerle fuego, y él les devolvió audazmente la amenaza. Volviose a trabar entonces el combate a principios de la noche, cuyo fuego aguantó León parapetado medio cuerpo en el umbral de una puerta. 

Perdida la batalla, cercados por todas partes por fuerzas muy superiores, el General León, el General Concha y todos los que no tenían esperanza de capitulación, salieron a las tres de la madrugada por el campo del Moro con unos cuantos caballos y una compañía de infantería. 

Después de varias vicisitudes en las que se quedó solo, se encontró con el Comandante D. Pedro Laviña, que había sido su ayudante de León. León, conociendo su posición, le dijo: "vamos a Madrid". Cuando los húsares llegaron, al anochecer del día 8 a las puertas de Madrid con su prisionero, se presentó un Oficial encargado por el Duque de la Victoria de encargarse de su persona y conducirle al cuartel de Santo Tomás. 

El día 13, a la una del día, se celebró en el colegio imperial de Madrid el juicio. El General León, con su uniforme de húsar, con sus grandes cruces de Carlos III, de Isabel la Católica y de San Fernando, con el cordón de comendador de la Legión de honor de Francia, con la multitud de sus cruces laureadas y de sus cruces de distinción ganadas en el campo de batalla, salió de su prisión, en compañía de su defensor, y se dirigió en un coche abierto y escoltado al colegio de San Isidro. Allí le aguardaban los Generales que iban a juzgarle; el jefe de escuadra Capaz, Presidente del Consejo, los Mariscales de campo Méndez Vigo, Isidro, Ramírez, Cortínez, Grases y el Brigadier López Pinto. 

No examinaré la constitución del Consejo de Generales que juzgó al General León. Un periódico de Madrid, competente porque trataba especialmente de la Milicia, imparcial porque no pertenecía a los vencidos, demostró el cúmulo de irregularidades cometidas en la formación de aquel tribunal. 

Tres jueces habían votado la muerte; el General Méndez Vigo, que siempre inspiró terror a los que cayeron bajo su mano, el General Isidro, que de partidario realista en 1823 había venido, a parar en esparterista en 1842, y el General Ramírez, deudor de favores muy señalados al Marqués de Zambrano, suegro de León. Tres jueces habían votado contra la última pena; los Generales Cortínez y Grases, y el Brigadier López Pinto. León no debía morir: el voto del Presidente suele ser favorable al último de los reos; pero el Presidente era el General Capaz, y dio el escándalo de votar la muerte. El General Grases, exclamó dirigiéndose a sus compañeros al ver la sentencia: "si León ha de morir por haberse sublevado, ¿Qué hacemos nosotros que no nos ahorcamos ahora mismo con nuestras fajas?" 

A las doce de la mañana del día 14 se presentó en la prisión el fiscal de la causa, y leyó la sentencia. El General fue el único que oyó la terrible lectura con serenidad, exclamando con una profundísima amargura: "Es el premio de haber peleado siete años por la libertad de mi Patria". Escribió su testamento y dos cartas, una para su mujer, otra para su hijo mayor, encargándoles a ambos que ninguno de sus dos hijos siguiese la carrera de las armas. La carta dirigida a su mujer es la siguiente: “Amada Esposa; Preveo que sobre estas líneas van a caer abundantes lágrimas; yo quisiera evitarte este dolor, pero es tan largo y acelerado el viaje que he de emprender que no puedo dilatar la despedida. Me dicen los amigos que la Sentencia que sobre mí ha recaído es injusta, pero cuando Dios la consiente la tendré merecida; por eso apelo a la resignación, que es el triste consuelo de los moribundos. Indicarte los deberes que competen a la viuda de un soldado pundonor, sería ofenderte y no lo mereces, ni el trance pide argumentos de esta clase”

“No solicites verme, no quebrantes con tu cariñosa presencia el vigor que necesito para morir como he vivido, ni busques duplicar tus dolores delante del que no ha de poder remediarlos.
Supla el cariño de nuestros hijos el inmenso amor de tu infortunado esposo y llévalos por la Senda honrada que anduvo su padre. Quisiera estar hablándote toda la noche, por ser la última que te dirijo la palabra, pero hay deberes que me lo impiden. El que vivió Caballero, es menester que muera Cristiano y el que merecerse a Dios, exige meditadas y supremas preparaciones”

“Tuyo hasta exhalar el último Suspiro”

Diego de León. 

“La muerte menos temida da más vida. Diego de León” 

Cumplidos estos deberes de padre y de esposo, cumplió también los de cristiano; y habiendo encargado al General Roncal que lo despertase a las tres de la mañana, se acostó en su lecho, y se durmió con un sueño profundo. 

La señora Marquesa de Zambrano se había arrojado a los pies de la Reina pidiéndola su intercesión ante el Regente: la Reina escribió una carta al General Espartero, pero D. Agustín Argüelles, el anciano de los odios políticos, vetó aquella acción generosa a su augusta pupila. El General Castaños y una señora que había obtenido antes otro indulto, pidieron gracia al Regente e interpusieron su valimiento con la Duquesa de la Victoria: el Regente desoyó las súplicas del antiguo caudillo de Bailén, y la Duquesa se remitió a su marido. Una intercesión más poderosa parecía quedar todavía. Apenas sabida la prisión del General, el Sr. Bertrán de Lis, que ha visto a dos hijos suyos, subir las gradas de un cadalso político, dirigió desde Valencia una alocución a la Milicia nacional de Madrid, conjurándola a interponer su influencia para que no corriese la sangre de un General ilustre. 

A las tres de la mañana del día 15, el General Roncali cumplió penosamente el encargo de despertar al General León, se levantó el General, y exclamó: "¡El último día!" 

La carreta y su escolta inician la marcha en dirección a la fatídica Puerta de Toledo, llegada la comitiva, desaparece el público madrileño, al que no se permitió presenciar la ejecución, y nos quedamos con el relato de primera mano de Beauvoir, testigo accidental del fusilamiento. 

Según su relato de los hechos, León, ya en su destino fatal, pasó revista a las tropas y sacando unas monedas de oro del bolsillo de su dormán las repartió entre los que le iban a fusilar. A los soldados que habían servido bajo sus órdenes los reconoció y les dirigió la palabra sonriendo. 

Colocado en el cuadro, León escuchó la sentencia, erguido con la mano en el chacó, y tras la lectura del fiscal, dio un paso hacia adelante y dijo elevando la voz y mirando a los soldados:
“Compañeros: Os habrán dicho que el general León era traidor y cobarde: ambas cosas son falsas; el general León jamás ha sido cobarde ni traidor”

Del momento final de la ejecución, Beauvoir por boca de Baroja nos ofrece dos versiones: 

Aquella voz resonaba como una voz de mando. Se dirigió en seguida al pelotón encargado de tirar sobre él y dijo a los fusileros:-Que la mano no os tiemble. ¡Amigos! ¡Atención a la voz de mando! 


Otros aseguran que dijo: -No tembléis, al corazón

Hundió después su chacó en la cabeza, pasó su mano por sus espesos bigotes y gritó con la misma firmeza: -¡Preparen…, apunten…, fuego! 

Cayó León traspasado por las balas y expiró en una actitud teatral y sin ser desfigurado por la muerte. 

Comentarios

  1. Hubo un tal Juan León, héroe de la batalla de Puente Sampayo, antepasado mío y de Bernardo Sanjurjo Ramírez de Arellano, que se negó a besar el anillo de la Reina Isabel II y vivió para contarlo.

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