María de Montpellier, esposa de Pedro II



Llamada la Reina Santa, se supone que nació alrededor de 1181. Era hija del señor de Montpellier, Guillén, y de Eudoxia Comneno, hija del emperador bizantino, Manuel. Su madre había sido prometida al rey Alfonso II de Aragón, por lo que tuvo que viajar desde Constantinopla hasta tierras occitanas, a fin de consumar aquel enlace. Una vez en Montpellier, fue recibida por Guillén, finalizando allí su periplo, ya que su prometido, había decidido casarse con Sancha de Castilla, hija de Alfonso VII de Castilla. El señor de Montpellier le pareció un buen momento para casar con Eudoxia. María fue la única hija de ese matrimonio, abocado al fracaso, ya que su padre perdió interés por Eudoxia y se unió a Inés, llamada de España o de Castilla. Curiosamente el que pudo ser marido de su madre, Alfonso II el Casto, era padre de seis hijos, y su primogénito, Pedro, acabaría convirtiéndose en el marido de María de Montpellier.

Huérfana de madre, María creció a merced de una madrastra cruel, Inés deseaba neutralizar a la verdadera heredera de Montpellier, donde no existía la Ley Sálica. Para ello presionó a su esposo para que casara a María. Así María, con tan solo doce años casó con Barral, vizconde de Marsella, en 1194, renunciando de sus derechos al señorío. Pero Barral no tardó en morir y, una segunda unión con Bernardo IV, conde de Comminges, provocó una nueva renuncia de Montpellier. Cuando su padre, Guillen, falleció, le sucedió el hijo de Inés, desplazando a María, aun cuando el papa Inocencio III no quiso legitimarle. No tardó Bernardo en repudiar a María por razones de parentesco y de un matrimonio anterior no anulado, pero el conde también falleció pronto. En 1201, con sólo veinte años, María era viuda dos veces y madre de dos pequeñas: Matilde y Petronila, nacidas de su segunda unión.
Su tercer matrimonio fue con Pedro, ya rey de Aragón, que representaba para éste una posibilidad de conservar el condado de Rosellón y los territorios occitanos. Sancha de Castilla, madre del rey, era una mujer piadosa que conocía la triste historia de María y de su madre, quiso que aquellos escrúpulos se enmendaran casando a su hijo con la joven heredera de Montpellier. Fue Sancha, su mayor valedora, el matrimonio de María y Pedro fue tan desgraciado como el de sus padres.

El 15 de junio de 1204 en las casas de la Orden del Temple en Montpellier y en presencia de grandes señores, se celebró el matrimonio entre la señora de Montpellier y el rey de Aragón. Había, sin embargo, una mezcla de intereses que no dejaban lugar a los sentimientos, al menos en el caso del rey. Durante los primeros meses, el matrimonio llevó a cabo actos de gobierno conjuntos. Pero no tardó Pedro, en prescindir de su esposa, concitando la reprobación de las fuerzas políticas de la ciudad, en 1206, las gentes de Montpellier se amotinaron contra Pedro II que hubo de refugiarse en el castillo de Lattes, de donde salió gracias a la intervención del obispo. Su política autoritaria le había llevado a arrancar la renuncia de la Reina, a sus derechos sobre el señorío de Montpellier.

Hubo todavía más rechazo cuando diseñó el futuro matrimonio de la primogénita, Sancha, con el conde de Tolosa. María protestó y se resistió, lo que llevó a Pedro a rechazarla de forma cruel, ya que nada le impedía distanciarse de su mujer. Una vez más, el pretexto de Pedro para separarse de su esposa, eran los matrimonios previos de María y particularmente el del conde de Comminges. Al mismo tiempo, preparaba su boda con la heredera del trono de Jerusalén, María de Montferrato, y gozaba de los placeres de varias amantes.

Abandonada por su esposo y sin un heredero varón, se acudió a una estratagema, aprovechando que Pedro se había encaprichado de una noble dama. Los cónsules de Montpellier, al conocer la desgracia de su señora, le tendieron una trampa: una cita amorosa con su amada, con la condición de producirse en la más absoluta oscuridad. El rey accedió, pero sin saber que, la supuesta amante no era otra que su legítima esposa. La unión tuvo consecuencias ya que, de aquel episodio nacería, nueve meses más tarde, en el palacio de los Tornamiras de Montpellier, el futuro heredero de la Corona de Aragón. La elección de su nombre fue consecuencia de una visita que María realizó a la capilla de Nuestra Señora de Las Tablas, en donde se conservaban las tallas de los doce apóstoles, allí la reina encendió doce candelas prometiendo que su hijo llevaría el nombre del apóstol cuya candela tardara más en consumirse, siendo la del apóstol Jaime, nombre que se le puso al recién nacido. Pero aquel niño no pudo cambiar la idea de su padre de divorciarse, llegando a privarle del señorío de Montpellier ya que, consideraba a su hijo, ilegítimo, en beneficio de su cuñado, el bastardo Guillermo IX.

Se sucedieron los testamentos de la reina. En el primero, de 28 de agosto de 1209, titulándose reina de Aragón y señora de Montpellier, Jaime se convertía en heredero universal en el orden sucesorio, quedando excluido su hermanastro y las hijas del segundo matrimonio de María. En el siguiente testamento, de 1211, redactado en el Rosellón, María ya no se titulaba reina de Aragón, sólo señora de Montpellier. Aquí, empeñada en alejar su señorío de los hermanastros bastardos y el rey de Aragón, constituyó a sus hijas en herederas después de Jaime, bajo la custodia del Temple. El último de los testamentos, suscrito en 1213, se realizó durante la defensa de su matrimonio y de su señorío, ya que el rey Pedro había solicitado al Papa la nulidad de su matrimonio con el conde de Cominges. María se trasladó a Roma para defender sus intereses, particularmente los de Jaime como su legítimo heredero, tanto de Montpellier, como de Aragón. El Papa, en febrero de 1213, dictaminó que el único matrimonio nulo era el segundo al haberse producido con engaño y violencia, ya que se había realizado sin su consentimiento, obligada por su padre.

Su matrimonio con Pedro era legítimo, por lo que el Pontífice, pidió al Rey que evitara el repudio, a lo que Pedro II se negó, no volviendo con la Reina. Inocencio III, favorable a María, la confirmó en sus derechos al señorío de Montpellier, al tiempo que dictaminaba, de nuevo, la nulidad de la unión de su padre con Inés de Castilla, obligando a compensar a la Reina por los daños sufridos. María victoriosa, podía titularse reina de Aragón, aunque tuvo que pagar un precio: su hijo Jaime quedaba en manos del que sería el gran enemigo de Pedro II en el campo de batalla, Simón de Monfort, conde de Carcasona y Béziers. Jaime había sido cedido por su padre, que confiaba en que, Montfort —sin hijos varones— lo prohijara, dándole la sucesión en todos sus estados, solucionando así el tema de Montpellier. María decidió quedarse en Roma, aunque pobre y olvidada por todos, murió un día después de testar por tercera vez, el 21 de abril de 1213. Fue sepultada en el Vaticano, junto al sepulcro de santa Petronila.

La vida de María no pudo ser más azarosa e infeliz, pero su bondad hizo crecer fama de santidad. Se llegó a afirmar que, por su intercesión, se producían milagros. Conocida como la Reina Santa, siempre vivió en el corazón de su hijo, el gran Jaime I el Conquistador, quien decía de su madre que, si alguna vez había nacido una mujer buena en el mundo, ésa había sido la que le había dado la vida.



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