Claudio (41 a 54)

 


Tiberio Claudio Nerón Germánico nació en Lugdunum, capital de la Galia en tiempos de Augusto el año 10 a.C. Era hijo de Antonia la Menor, sobrina del emperador Augusto, y de Nerón Claudio Druso, un poderoso general del ejército romano, que murió al año siguiente. Al nacer, quedó al cuidado de las mujeres de su familia, pero debido a su cojera y tartamudez estas lo veían como una deshonra para su linaje y no lo consideraban apto para la vida pública; a pesar de que, su juventud empezó a demostrar sus aptitudes intelectuales. No obstante, no dejaba de ser un pariente del emperador y, al llegar a la edad viril, se le asignaron varios preceptores. Uno fue Tito Livio, el gran historiador que había escrito la monumental Historia de Roma desde su fundación, con el que pasó mucho tiempo en su juventud, heredando su pasión por la historia de los pueblos itálicos.

    Al no considerarle un candidato apto para la sucesión política, su familia dejó que cultivara sus intereses, empezando a tener ciertas expectativas en él, siendo el propio Augusto quien quedó impresionado por su capacidad oratoria. Con el tiempo se fue ganando el respeto de los equites (la segunda clase social en importancia por detrás de los senadores), los cuales presionaron al Senado para que le concediera cargos públicos, cosa que finalmente hizo su sobrino Calígula, aunque no le tenía en más estima que el resto de sus familiares. Pero su destino dio un giro inesperado, el 24 de enero del año 41, cuando había cumplido los 50 años y el emperador Calígula fue asesinado por su propia guardia pretoriana. Claudio, temeroso de que quisieran eliminarle también a él y liquidar a toda la dinastía, se escondió en palacio; donde lo encontró un pretoriano, escondido tras una cortina, quién en lugar de matarlo, lo aclamó como nuevo emperador. En ese momento Claudio era el único pariente adulto del fallecido Augusto, lo que le daba la legitimidad de heredero político a pesar de las opiniones y burlas que circulaban sobre él. Su fama de estúpido, en cambio, pudo haber jugado a su favor, haciéndolo parecer a ojos del Senado un hombre manipulable y nada peligroso. Pero, el nuevo princeps se reveló más audaz de lo que habían imaginado: si bien por una parte devolvió al Senado algunas de las prerrogativas que había perdido bajo los reinados autoritarios de Tiberio y Calígula, por otra no fue blando con los senadores.

Era propenso a sufrir ataques de ira, y más de una vez les recriminó su resistencia a debatir sus propuestas, hizo eliminar a algunos de sus principales detractores y, cuando consideraba que los senadores no estaban a la altura, transfería competencias a sus propios administradores, muchos de ellos libertos, hiriendo el orgullo de los magistrados. Desde el principio, el nuevo emperador, tuvo clara la importancia de ganarse al ejército. Nada más llegar al poder regaló 15.000 sestercios (lo que equivaldría a quince veces el salario mensual de un legionario) de su propio bolsillo a cada soldado de la guardia pretoriana para asegurarse su lealtad, lo que le libró de sufrir el mismo final que su sobrino Calígula.

    En sus trece años de mandato el Imperio creció con seis nuevas provincias, bien a través de la conquista o de la apropiación de reinos aliados -Tracia, Nórico, Licia, Judea, Mauritania y Britania-, consiguiendo un gran botín y tierras para repartir entre los veteranos, lo que le hizo popular entre los soldados.

    Al igual que había hecho su tío abuelo Augusto, emprendió un gran programa de reformas urbanísticas en Roma destinado a mejorar la calidad de vida de sus habitantes, financiándolo con el botín de las conquistas. Bajo su mandato se construyeron dos nuevos acueductos que llevaban agua a la capital y se restauró el que había hecho construir Augusto, construyó numerosos canales fluviales y carreteras para agilizar el transporte de alimentos y otros bienes, e hizo excavar canales de drenaje para evitar las destructivas crecidas del río Tíber.

Habiendo nacido en la Galia, era consciente de que Roma no era solo la Urbe y que las provincias resultaban indispensables para el buen funcionamiento del imperio. Para ello promulgó una serie de leyes que beneficiaban a los colonos que quisieran establecerse lejos de la capital, a la vez que concedía la ciudadanía romana a las élites y les invitaba a establecerse en la ciudad para participar en la gestión pública o dedicarse a los negocios. Esto desató muchas críticas por parte de la aristocracia romana más conservadora, a la que ya le había costado asimilar que los demás pueblos itálicos se convirtieran en romanos de pleno derecho y consideraba que un bárbaro siempre sería un bárbaro aunque llevase toga. Para contrarrestar estas críticas, Claudio quiso reforzar las tradiciones romanas e itálicas y limitar la influencia creciente de las costumbres extranjeras —especialmente griegas y galas— que los romanos de alta alcurnia consideraban perversas y degradantes: así, por ejemplo, aumentó la presencia de sacerdotes etruscos, promovió los festivales ligados a la tradición romana y las distracciones del pueblo como las carreras de caballos y las luchas de gladiadores.

El emperador destacó también como uno de los más eruditos de la historia de Roma, aunque no nos ha llegado ninguna obra suya directamente y todo lo que sabemos de ella es a través de otros autores romanos que hacen mención a él. Habiendo cultivado la pasión por la historia en su juventud se dedicó con predilección a este campo y, cosa rara, no se enfocó solamente en los romanos sino en otros pueblos que habían sido sus enemigos, como los etruscos y los cartagineses.

También se ocupó de política, de leyes, de geografía e incluso escribió un tratado sobre el juego de dados, uno de los más populares entre la plebe romana. Autores tan importantes como Plinio el Viejo o Tácito hacen mención a las obras de Claudio como fuente de sus propios escritos.



A pesar de ganarse la popularidad entre el pueblo y hasta cierto punto el respeto del Senado, el final de Claudio llegaría por mano de su propia familia. En el año 49 contrajo matrimonio con su sobrina Agripina la Menor, hermana del difunto emperador Calígula. Esta tenía ya un hijo de su anterior matrimonio, un niño de apenas 12 años llamado Lucio Domicio Enobarbo que pasaría a la historia con otro nombre: Nerón. Este matrimonio, el cuarto en la vida de Claudio, tenía una finalidad política: por una parte Agripina era descendiente directa de Augusto -Claudio solo lo era de Octavia, su hermana-, lo que reforzaba su legitimidad; por otra, adoptando a Nerón se garantizaba un sucesor ya solo tenía un hijo propio, Británico, nacido de su matrimonio anterior con Valeria Mesalina. Sin embargo, esta precaución terminaría siendo su perdición. La noche del 12 de octubre del año 54, después de cenar, se sintió indispuesto y pocas horas después, la madrugada del 13 de octubre, moría. A pesar de su edad avanzada para la época (64 años) y de que llevaba años enfermo, la gran mayoría de historiadores concluyen que fue envenenado. La instigadora habría sido su propia esposa, Agripina, para eliminar a un hombre al que no podía manejar y colocar en el trono a su hijo aún adolescente, quien paradójicamente se revelaría más difícil aún.

    Claudio creció despreciado por su familia y murió a manos de ella. Su sucesor e hijo adoptivo Nerón le dedicó un funeral de Estado y lo hizo deificar, pero en el futuro tampoco escatimó críticas contra él y derogó muchas de las reformas que había implantado para dar más autonomía a los magistrados respecto al emperador. Los historiadores romanos posteriores inmortalizaron esta visión de Claudio como un hombre estúpido y débil, promovida por una aristocracia a la que nunca terminó de gustar.


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Ramón Martín


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