La vida a bordo de los navíos
El mundo a bordo de los navíos era una pequeña sociedad, incluso diría que eran una república en el mar. Trataremos la vida, durante los siglos XVI, XVII y XVIII, de los hombres de mar en todas las funciones que desarrollaban durante el tiempo en que estaban embarcados.
En
primer lugar destacaré que, de todas las fuerzas militares, la Armada es la
única maquina de guerra que servía a la vez de hogar para sus tripulaciones. No
considero los castillos, fortalezas, etc., por no ser maquinas propiamente
dichas. Los marinos permanecían en sus barcos durante largos periodos de tiempo,
en los que no se les dejaba bajar a tierra por miedo a deserciones. Cada barco
tenía sus propias costumbres, y yo diría que, su propio lenguaje. Aunque hay
pocas noticias de como eran estas gentes de mar, puesto que la mayoría eran
analfabetos, intentaré describirlos: con rostros curtidos por el sol, sus
cuerpos estaban, prematuramente, envejecidos por los duros trabajos. Parece ser
que, fueron los marineros españoles, los primeros en tatuarse en los brazos,
corazones, anclas y otras imágenes. Costumbre que se iría extendiendo por el
resto de las marinerías. Tatuajes hechos con tinta e incluso con pólvora.
Corresponde a los marinos malteses el uso de un arete en la oreja, y en general
el uso de la coleta.
Los
marinos de la Armada Española, durante el siglo XVIII, no iba uniformada,
utilizando como único distintivo, un bonete rojo, calzas gruesas de color azul
y una esclavina corta con capucha. Tampoco usaban uniforme los marinos
británicos, aunque casi siempre llevaban una prenda de color azul, por lo que se
les conocía como “bluejackets”. La falta de uniformidad, la carencia de ropa de
repuesto provocaba una importante falta de aseo.
En 1794 se
barajó un proyecto para vestir a los batallones de marina con telas
confeccionadas con algodón maltés, de excelente calidad y que permitían su
lavado con agua de mar. No soy capaz de asegurar si esto fue llevado a cabo,
aunque fuera parcialmente, pero lo cierto es que, años después, los marinos
españoles que se batieron en el CABO DE SAN VICENTE y en TRAFALGAR lo hicieron en pésimas condiciones en ropa y
calzado.
Era
frecuente encontrar en los barcos a padres e hijos, en general familiares, pero
la dureza de la vida en el mar estrechaba los lazos convirtiendo a los
marineros en verdaderos «hermanos de sangre». Una de las costumbres más
sociales era el solomar, o como se conocía antiguamente, el consonar.
Esto consistía en que el solomador llevaba la voz, como medio para
acompañar las maniobras marineras con ritmo, acompañando los movimientos
necesarios con ritmo, acompasando, de esta manera, los movimientos de forma
uniforme. Además de unirse en un canto, los marineros conseguían con sus
canciones un entretenimiento durante los escasos momentos en que no había nada
que hacer. El juego estaba prohibido, aunque se practicase de manera más o
menos clandestinas. La lectura no era algo que estuviera al alcance de la
mayoría, aunque la gente de mar solía reunirse en torno a los más veteranos,
que relataban romances, viejas historias o experiencias personales. Era
frecuente acompañar esos escasos momentos de ocio con una botella de
aguardiente, y estaba recomendado hacerlo en el castillo de proa, y en una
cantidad que no superase una arroba.
Con la
implantación de las nuevas ordenanzas de la Armada de 1748, se prohibió a todos
los individuos a bordo de un navío de S.M., la venta de tabaco, vino,
aguardiente, naipes o de cualquier objeto a dinero o de fiado, bajo pena de la
confiscación de los géneros, si era la primera vez, o de remoción en el
escalafón a grumetes y a soldados. En el caso de que estos fueran grumetes o
solados, se les condenaba a no recibir sueldo durante el tiempo que durara la
campaña.
La
sexualidad era un asunto problemático. El poco espacio y la ausencia de mujeres
dificultaba su ejercicio, por lo que las relaciones podían ser pecaminosas.
Algunos individuos fueron condenados por amancebamiento, aunque los castigos no
solían ser excesivamente duros. En los barcos que hacían la Ruta de Indias, el
deseo se saciaba con mancebas mulatas embarcadas secretamente.
En un plano
estrictamente espiritual, muchos de los pensamientos estaban marcados por una
profunda religiosidad. La gente de mar solía ser creyente y, a la vez,
supersticiosa. Antes de entrar en combate solían hacer un testamento. Las
prácticas religiosas de los marineros de Su Católica Majestad, llamaba la
atención de las tripulaciones de otros lugares.
La
presencia de la muerte a bordo
La lucha
contra la muerte en tierra resultaba, en algunos aspectos, más sencilla que a
bordo de un navío. En el caso de las epidemias, viviendo en tierra, cabía la
posibilidad de cambiar de lugar de residencia. El escorbuto era una enfermedad
casi exclusiva de los navegantes. Los navíos eran espacios reducidos y, como
consecuencia, la capacidad de acción frente a las adversidades era menor. La
posibilidad de ser envuelto en el coy para ser lanzado al agua estaba muy
presente en la mente de aquellos hombres. Un estudio de un periodo comprendido
entre 1776 y 1801, revela que, la mayoría de los fallecimientos en los barcos
de la Real Armada, no se producía como consecuencia de acciones bélicas, ni
accidentes laborales, sino a dos elementos muy relacionados entre sí: las
condiciones de vida en el barco y las enfermedades.
La muerte
producida en el combate no era la causa más común de fallecimiento. Lo que
hacía los combates tan sangrientos y mortales en el mar, era que no se podía
huir de aquellos reducidos espacios. Al entablarse la lucha, el combate
resultaba mortífero, aunque la realidad era que, al final del enfrentamiento,
en cubierta quedaban más heridos que muertos. Esos heridos eran operados en
cubierta por hábiles cirujanos, que hacían lo que podían ante las terribles
heridas ocasionadas por balas de cañón o fusilería, sin otra anestesia que unas
tazas de café caliente para sostener el corazón, o un vaso con fruta fermentada
para “olvidar” el dolor.
Dureza de
la vida a bordo
Mientras
que un soldado en tierra podía consumir alimentos sanos y frescos, alojarse con
relativa comodidad, dormir un sueño tranquilo, durante las horas de centinela,
abrigarse con un capote o el refugio de una garita, el marinero de ultramar
debía afrontar peligros, sufrir las molestias de un clima sobre una cubierta de
exiguas dimensiones, con un sol abrasador y respirando una atmósfera viciada
por el hacinamiento. Un pedazo de lona suspendido por unas cuerdas le servía
para reposar de las faenas del día. Un pedazo de pan duro y sin levadura, con
tocino crudo y un potaje sazonado, las más veces, con la espuma de las olas,
constituían su manutención.
El marinero
debía soportar las inclemencias del tiempo, de noche y de día, en cubierta, a
la intemperie, con guardias de cuatro horas, a menudo con la ropa mojada.
Además de estas duras condiciones, estaba la falta de sueño. Las maniobras a bordo
le exigían fortaleza física, agilidad y mucha atención a subirse a los palos.
Todas la faenas a bordo se complementaban con la limpieza periódica de la
cubierta, trabajo fatigoso y duro.
Haciendo
una comparación entre los marineros españoles con los ingleses, podemos llegar
a la conclusión de que, en términos generales, no resultaban muy distintas las
vidas de unos y otros. Ambos recibían sus pagas con meses de retraso, con la
intención de evitar las deserciones.
Podemos considerar que los peligros a bordo ─fuera de los combates─ se centraban en cuatro: la navegación bajo los efectos de un temporal, el paso por el cabo de Hornos, la caída al mar y la aparición del fuego en un navío. En el día a día la marinería estaba obligada a ejecutar las maniobras bajo un absoluto silencio.
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