Sebastián I, rey de Portugal desde 1557 a 1578

DINASTÍA DE AVIS



    Nacido en Lisboa el 20 de enero de 1554, sucedió a su abuelo Juan III, bajo la tutela de su tío abuelo, el cardenal Enrique. En 1568 fue declarado mayor de edad al cumplir los catorce. Reinó desde 1557 hasta 1578. Desde el primer instante de su reinado, no cesó de organizar, con espíritu más caballeresco y novelesco que práctico, proyectos y expediciones, muchos de los cuales no pudieron ser llevados a cabo. No obstante, en 1574 se embarcó en secreto para Marruecos, de donde no tardó en volver, tras haber probado su valor en sus enfrentamientos y negociaciones con los moros. Fue el prólogo de su desgraciada expedición del año 1578 a dicho país africano, en la que perdió la vida frente a las murallas de Alcazarquivir y en la que fue destrozado su ejército de más de dieciséis mil combatientes. El desastre dejó vacante el trono de Portugal y dio lugar a la unión peninsular. A partir de la muerte del joven rey, cuyo cadáver nunca fue hallado, y al que nadie pareció ver morir, las Coplas de Bandarra adquirieron un nuevo sentido: el rey don Sebastián ha de volver para instaurar un nuevo Imperio, que se convertirá en la verdadera y providencial razón de ser de Portugal. 

    Esta especie de leyenda-profecía (Sebastianismo) renació cuando Felipe II accede al trono de Portugal. Se rumoreaba que el rey no había muerto y que regresaría para salvar a su país. Surgieron mesías y liberadores que se hicieron pasar por él. Aunque muchos fueron descubiertos y ajusticiados, la leyenda pervivió incluso después de lograda la independencia. 

    En Portugal calaron desde el siglo XV al XVII inclusive, profundas corrientes milenaristas. Manuel el Afortunado pensaba en una especie de reino universal y mesiánico, que vería a Portugal convertir a la religión de Cristo a todas las naciones no cristianas. Las trovas (canciones), en especial las de Bandarra, compuestas entre 1530 y 1546, anunciaban la aparición próxima de un rey todavía oculto -el Encoberto- que habría de salvar al mundo. La esperanza de la reaparición del rey Sebastián, se inscribe en esta tradición. El sebastianismo, en el siglo XVII, se transformó en un auténtico milenarismo. 

    En 1530, el rey don Juan III dio la villa de Trancoso a un hermano suyo, el infante don Fernando, que contrajo matrimonio por aquellos días. Los labradores y menestrales de la tierra se amotinaron y no permitieron que el infante tomase posesión de la villa. Preferían depender de los funcionarios regios, más o menos indulgentes en el cobro de impuestos, a pertenecer a un gran señor que había de vivir de los réditos, por lo cual sería siempre riguroso y a veces cruel en sus exigencias. Esta situación de rebeldía se mantuvo durante algunos años y el rey confió en que el tiempo acabaría por resolver la situación. No se equivocó, ya que el infante murió en 1534 y Trancoso volvió al patrimonio de la Corona. 

    Fue durante los años de la revuelta de Trancoso cuando el zapatero que vivía allí, Gonçalo Anes Bandarra, escribió unas trovas que el tiempo iba a hacer célebres. Era un hombre rudo, adecuado para ser pastor, que se había metido a leer la Biblia y mantenía contactos con los cristianos nuevos, a quienes recurría para que le explicasen los pasajes que no entendía. Mezclando confusas citas de la Biblia, mitos españoles, profecías que andaban de boca en boca, vestigios de leyendas del ciclo artúrico, críticas sociales a la corrupción y a la prepotencia de los grandes, compuso una especie de auto pastoril profético, que era inicialmente una protesta contra la donación de la villa al infante hermano del rey. Pero el zapatero era un mal escritor. Usaba los términos que le parecía que sonaban bien, pero que no conocía lo que querían decir; reproducía, mezcladas, palabras, frases y símbolos escuchados aquí y allá, pero era incapaz de definirlas claramente. El resultado fue que las trovas podían entenderse en tantos sentidos como se quisiera. Comenzaron a circular copias de mano en mano y cuando se inició la persecución de la Inquisición contra los cristianos nuevos éstos quisieron ver el anuncio de la venida de un Mesías salvador en los versos que, de hecho, eran una llamada a Juan III para que defendiese Trancoso de la ambición del infante. Intervino la Inquisición y prendió al zapatero, como sospechoso de judaísmo. Sin embargo acabó siendo puesto en libertad y condenado tan sólo a no escribir más versos y a no meterse en lecturas profanas. Los inquisidores juzgaron que su sentencia venía a poner fin al proceso, pero la realidad es que éste apenas estaba comenzando. La muerte de don Sebastian en condiciones misteriosas vino a dar una nueva acepción a las trovas del zapatero. El rey murió durante la batalla, pero nadie afirma haberlo visto morir, aunque muchos lo hubiesen visto después de muerto. Entre el pueblo se decía que el rey había conseguido escapar y había de regresar al país. 

    Surgen así varios aventureros que explotaron aquella creencia popular e intentaron hacerse pasar por el Deseado; un joven, hijo de un alfarero de Alcobaça, que acabó por ser detenido y condenado a galeras; Mateus Alvares, natural de Azores, que consiguió sublevar a muchos campesinos de la región de Ericeira y Torres Vedras y fue ahorcado en Lisboa; el pastelero de Madrigal, que hizo el papel de don Sebastian en un enredo urdido por un fraile que pretendía servirse de él para desencadenar una revuelta contra Felipe II; y, finalmente, un aventurero italiano, Marco Túlio, que llegó a convencer a algunos nobles portugueses exiliados y que también terminó su aventura en la horca. 

    Las Profecías de Bandarra pasaron a ser leídas con ojos diferentes: el Mesías cuyo regreso anunciaban era don Sebastian. El público lector ya no estaba formado únicamente por cristianos nuevos, sino por nobles nostálgicos. Versiones sucesivas fueron adaptando la redacción a su nuevo sentido, de tal modo que la restauración de 1640 parecía confirmar las trovas. Considerado como profeta nacional, el zapatero fue venerado como santo. El arzobispo de Lisboa autorizó la colocación de una imagen de Bandarra en un altar de la ciudad. Don Juan IV tuvo que prometer que si don Sebastian volviese, le entregaría el trono. A partir de entonces, el sebastianismo se mantuvo por mucho tiempo en la conciencia popular como una especie de nacionalización del mesianismo judaico, que lleva a creer, en tiempos de sufrimiento colectivo, en la venida de alguien que no se sabe quién es ni de dónde vendrá, pero que ha de salvarnos a todos. 

    Pero el mito no fue sólo popular y sirvió de base a especulaciones irracionales que llegaron a apoderarse de espíritus cultos. El mejor exponente del sebastianismo erudito fue el padre Antonio Vieira, que buscó en las Trovas de Bandarra argumentos para su grandioso proyecto de un imperio universal, en el cual judíos y cristianos aparecen unidos en una Iglesia nueva y purificada de los antiguos pecados. El emperador sería don Juan IV, pero murió sin que se hubiese realizado la profecía. La certeza de Vieira era tan firme que, de esta muerte, sólo extrajo una conclusión: la de que don Juan IV habría de resucitar para que la profecía se cumpliese. A pesar de ser perseguido por la Inquisición, el gran predicador mantuvo aquella certeza hasta el final de su vida. 


    Con las invasiones francesas, en el siglo XIX, hubo un nuevo brote de sebastianismo. También había quien pensaba que el libertador ya había llegado y estaba escondido en un navío de guerra de la flota rusa que se encontraba anclada en el Tajo. Los miradores estaban llenos de gente a la espera de la hora del desembarco. Junot, irritado, obligó a dispersarse a la muchedumbre, diciendo que ellos esperaban no a don Sebastian, sino a los ingleses. 

    Llevado por los emigrantes portugueses, el sebastianismo pasó a Brasil, donde fue rápidamente asimilado y adaptado por las poblaciones de esclavos y por las gentes del nordeste. Uno de los últimos dramas del sebastianismo fue la guerra dos canudos, en 1897, provocada por la represión de un movimiento popular del nordeste brasileño. El movimiento se desencadenó por la predicación de un iluminado, Antonio Conselheiro, que anunciaba que, al finalizar el siglo, don Sebastian volvería y traería la justicia para los hambrientos y miserables. Para reprimirle fueron necesarias varias expediciones militares. 

    Posteriormente, el sebastianismo se convirtió en un ingrediente poético, una especie de colorante con el que los poetas fabrican sus tintas. Las obras de Fernando Pessoa y Ariano Suassuna están impregnadas de sebastianismo. Pero, más profunda que el artificio literario, la conciencia sebastianista permanece como estado instintivo y permanente. El mito del rey que ha de volver en una brumosa mañana es aún hoy un lugar común del lenguaje. Nadie lo dice en serio, pero la frase es usada muchas veces para aludir a un intraducible estado del espíritu que consiste en creer que aquello que se desea profundamente no dejará de suceder, pero al mismo tiempo en esperar que suceda, independientemente de nuestro esfuerzo y sin implicación de nuestra responsabilidad. 

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