Batalla de Toro


    El 1 de marzo de 1476 tuvo lugar una breve contienda, duró poco más de tres horas, y cambió el devenir de la Península Ibérica, tuvo lugar en Peleagonzalo, un pequeño pueblo cerca de la ciudad de Toro. Aquel día, las tropas de Fernando el Católico consiguieron acabar con las huestes del monarca de Portugal, Alfonso V. Un hombre que, mediante el matrimonio con Juana la Beltraneja, de apenas 12 años, y las armas, buscaba unificar ambos reinos bajo su real cetro. A pesar de que la lucha fue de lo más igualada, el luso fue derrotado y se vio obligado a retirarse, renunciando a sus deseos de expandirse hacia el este y teniendo que admitir a Isabel y Fernando como los nuevos monarcas de Castilla y Aragón. 

    La batalla de Toro ayudó a forjar la futura España al allanar el camino a los futuros Reyes Católicos hacia el trono y garantizar, así, la unión de Castilla y Aragón. El origen de la batalla se remonta al 21 de febrero de 1462. Ese día nace Juana, la hija del entonces rey de Castilla Enrique IV. Aquel alumbramiento trajo consigo grandes problemas para el monarca castellano, ya que tras años de impotencia, muchos negaron que fuera el padre de la pequeña. Al contrario, las malas lenguas atribuyeron su paternidad a Beltrán de la Cueva. Además de hacer que la niña se ganase un curioso sobrenombre: la Beltraneja, el rumor atribuyó cuernos al soberano. Este hecho terminó de motivar a varios nobles que, por intereses personales, alegaron que el sucesor debería ser su hermano pequeño, Alfonso, y no aquella pequeña bastarda.


    La situación se complicó, aún más, con la muerte de Alfonso. Sin un sucesor varón al que apoyar, los nobles que no querían ver a la Beltraneja ascender al trono de Castilla pusieron sus ojos sobre Isabel, también hermana de Enrique y, hasta ese momento, en un segundo plano por ser mujer. La adolescente demostró su tenacidad y carácter decidido, pues logró que Enrique la nombrase su sucesora en 1468 durante el tratado de los Toros de Guisando. En el que se señalaba, además, que solo podría contraer matrimonio con el consentimiento de su hermano. La joven Princesa de Asturias, haciendo caso omiso de aquél papelote y la autoridad de su hermano y rey, se casó en secreto con Fernando de Aragón

    Enrique IV dejó este mundo en diciembre de 1474, recayendo el trono en su hermana Isabel, al menos hasta 1475, ya que fue entonces cuando los partidarios de la Beltraneja, entre los que destacaban, el marqués de Villena, Alfonso Carrillo el Gran Maestre de la Orden de Calatrava, volvieron a la carga con el objetivo de lograr el trono para la pequeña. Con ese motivo organizaron una boda entre Alfonso V, soberano de Portugal, y la niña. Ambos, por cierto, tío y sobrina. Con este enlace, pretendían forjar una alianza mediante la cual el luso, defendiera con sus tropas los intereses dinásticos de Juana. Había que esperar la bendición de la Iglesia para celebrarlo y, ese mismo año, el rey cruzó la frontera con un ejército de 20.000 hombres dispuestos a llegar a Burgos y acosar, desde allí, a Fernando e Isabel. Pero el valor le duró el tiempo que tardó en percatarse de que el soberano de Aragón había iniciado una recluta urgente de soldados y que no eran pocas las ciudades que renegaban de la Beltraneja. Cuando estas noticias llegaron hasta sus oídos, decidió ser cauto, detener su avance y ubicar su cuartel general en Toro, una pequeña ciudad de Zamora que podía ser defendida de forma sencilla.

    Alfonso V logró reunir allá por febrero de 1476 en Toro un potente ejército, a este contingente se sumó, el 9 de ese mismo mes, su hijo el infante Juan, con unos 10.000 hombres más. Contar con este gran contingente de combatientes, envalentonó al prometido de la Beltraneja, quien decidió salir de las seguras murallas de Toro para cercar Zamora, donde Fernando se hallaba pertrechado. El objetivo de Alfonso, no era otro que conquistar la plaza y dirigirse posteriormente hasta Burgos, donde los franceses le habían prometido unirse a él para luchar contra Aragón y Castilla.

    En las semanas siguientes, los lusos no se decidieron a asaltar la ciudad. El 17 de febrero, el rey portugués se puso en marcha con su ejército para tomar Zamora, en cuyo castillo aún resistían sus partidarios. Acudieron para cerrarle el paso las tropas que habían sitiado Burgos, mandadas por el infante Enrique de Aragón y su primo el duque de Villahermosa. El rey de Portugal, al que se unió el Arzobispo Carrillo, se movió con extremada lentitud y perdió varias semanas sin decidirse a atacar. Burgos capituló y la guerra cambió de signo. Al final, Alfonso se decidió a poner sitio a Zamora a pesar del frío, un factor que terminó desgastando a sus soldados. 

    El 1 de marzo después de que sus tropas pasasen todo tipo de penurias, Alfonso determinó que lo mejor era detener el asedio a Zamora y cobijarse de nuevo entre los muros de Toro. Ordenó desmontar el campamento y marcharse hasta su cuartel general. Calculaba el monarca realizar la marcha en unas cuatro horas, tiempo en el que Fernando no podría armar a sus huestes para salir en su busca. Sin embargo, el aragonés tardó mucho menos de lo esperado en perseguir a su enemigo cuando, tras llegar el alba, se percató de que no quedaba ni un alma en los alrededores de la urbe. Fernando envió a unos 300 caballeros al mando de Álvaro de Mendoza para hostigar la retaguardia de Alfonso. Seguidamente, él también salió de Zamora con el objetivo de presentar batalla al portugués. Le dio alcance a una legua de Toro, las tropas portuguesas cruzaban un desfiladero y Fernando forzó a sus enemigos a entablar batalla en una llanura cercana. Las fuerzas portuguesas eran superiores a las de Fernando.

        El lugar concreto fue el pueblo de Peleagonzalo, a 11 kilómetros de Toro. Una región escasa en población, aunque rica en agricultura. Se acercaba el mediodía cuando sus majestades portuguesa y aragonesa hicieron formar a sus contingentes. La contienda, como se dijo posteriormente, decidiría en buena medida el destino de la Península. 

    Don Fernando formó con tres cuerpos de ejército. El primero, ubicado en el centro, era dirigido por él mismo. Este grupo contaba con la “guardia mayor” del propio monarca, así como las milicias de Salamanca, Zamora, Ciudad Rodrigo, Medina del Campo, Valladolid y Olmedo. Además de todos estos combatientes, destacaba la presencia del Mayordomo mayor, Enrique Enríquez y los hombres del conde de Lemos, procedentes de Galicia. El flanco derecho estaba formado por siete escuadrones (la mayoría jinetes ligeros) dirigidos respectivamente por Álvaro de Mendoza, Alfonso de Fonseca (obispo de Ávila), Pedro de Guzmán, Bernal Francés, Pedro de Velasco, Vasco de Vívero y Pedro de Ledesma. Finalmente, en el ala izquierda destacaban, además de los correspondientes combatientes a pie, los caballeros pesados del contingente. Todos ellos, divididos en tres grupos de combate a las órdenes del cardenal González de Mendoza, el duque de Alba y el almirante de Castilla Alonso Enríquez. 

    En lo que se refiere a los portugueses, Alfonso, de forma similar a Fernando, dividió a sus hombres en tres fuerzas principales. La primera, la del centro, era comandada por él y contaba, además, con una serie de ilustres caballeros castellanos que apoyaban los intereses de La Beltraneja. A su vez, entre las filas formaba Duarte de Almeida, alférez portugués encargado de portar el estandarte real hasta la muerte. A su izquierda (frente al ala derecha fernandina) se encontraba el infante Juan. Este comandaba a sus huestes propias entre las que destacaban unos 800 jinetes pesados; era la élite del contingente. Con él se hallaba el obispo de Évora con gran número de espingardas. Finalmente, el flanco ubicado a la diestra del monarca luso se hallaba formado, principalmente, por tropas castellanas contrarias a Isabel y dirigidas entre otros por, el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, quien solía decir sobre Isabel lo siguiente: “La quité de la rueca y le di un cetro. Ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca”. Su presencia era de soberana importancia, pues no en vano el populacho solía decir que, quien le tuviera de su lado, ganaría la guerra. 

    Dicen las crónicas que la batalla comenzó cuando llegaba la noche y la lluvia caía de forma constante sobre la tierra. La primera carga corrió a cargo de una parte de los jinetes ligeros del flanco derecho al mando de Álvaro de Mendoza. Eran unos 300 caballeros que se lanzaron con bravura contra ocho centenares de peones portugueses, dirigidos por el príncipe Juan, y entre los que destacaban varias decenas de arcabuceros. Después de ser recibidos con una lluvia de pólvora, comenzó la contienda a lanza y espada. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que los hombres a caballo se percataron de que su número era demasiado escaso para hacer huir a sus contrarios. Así pues, aquellos caballeros que habían hostigado al ejército portugués, no tuvieron más remedio que retirarse para reagruparse en la retaguardia. La primera acometida embraveció a los lusos. Pero, no desmotivó al centro comandado por Fernando, que se lanzó a la carga para enfrentarse a los hombres dirigidos por Alfonso V.


    Mientras el contingente central atacaba a los lusos, los oficiales del flanco izquierdo se movilizaron para cubrir la retirada de Mendoza y tratar de hacer huir al hijo de Alfonso. El príncipe envió más combatientes para tratar de superar por ese lado a sus contrarios y envolver, así, a Fernando. En este lado del campo de batalla la lid se generalizó. 

    Minutos después comenzó el combate entre las fuerzas centrales, cada una dirigida por su rey. Apenas existen datos sobre esta lucha más allá de que lo sangrienta que fue. El caos se extendió por el campo de batalla cuando, el ala derecha entró también en la lid. A pesar de la escasa información que existe, se sabe que, en el centro de la batalla, se vivió un combate singular entre un soldado fernandino, Vaca de Sotomayor, y Duarte de Alemeida. El primero luchó contra el luso con el objetivo de arrebatarle el estandarte real. En este combate singular el alférez perdió el brazo derecho debido a un terrible tajo del español. Sin embargo, asió aquel estandarte con la mano izquierda para evitar que cayera en poder de su enemigo. Entonces el militar del ejército de Fernando le cortó también su extremidad siniestra. Al no poder agarrar el palo, lo cogió con sus dientes. No pudiendo evitar que se lo arrebatasen. No obstante, el estandarte real portugués no duró mucho tiempo en manos de los hombres de Fernando, pues fue recuperado por las tropas del infante Juan. Se desconoce qué fue del portaestandarte portugués. Algunos historiadores afirman que fue hecho prisionero, mientras que otros determinan que cayó muerto. Para su desgracia, de nada le sirvió a Duarte combatir de forma tan determinante pues, en las horas que duró la lucha bajo la lluvia, sus compañeros fueron perdiendo cada vez más y más terreno. 

    Tras un combate en el que cada bando se afanó en acabar con su enemigo para ganar un trono para su monarca, la batalla terminó cuando Alfonso V, viendo que el centro de su ejército había empezado a huir hacia el cuartel que habían instalado en Toro, dio media vuelta y mandó retirada. La huida se generalizó, y aquella fuga fue desastrosa, pues muchos soldados se vieron obligados a pasar el Duero ahogándose, en el intento. Las aspiraciones del luso tocaron así a su fin.


    Mientras el rey portugués se retiraba, su hijo aún tuvo tiempo de desbaratar el flanco izquierdo fernandino con sus caballeros, sin embargo, y al igual que le pasó a Almeida, su esfuerzo no sirvió de mucho ya que, cuando se percató de que su padre se había retirado, poco pudo hacer. Aunque se mantuvo en la posición que había conquistado durante algún tiempo. Su heroicidad no fue pasada por alto por Fernando, quien –en una carta a Isabel- señaló que, si no hubiese sido por él, Alfonso habría caído presa de sus soldados: “Si no viniera el pollo, preso fuera el gallo”. A pesar de que el resultado fuera muy parejo sobre el campo de batalla, el futuro rey católico tuvo la habilidad de enviar decenas de emisarios con misivas proclamando su victoria. El movimiento propagandístico surtió efecto y, a las pocas jornadas, toda Castilla y Aragón sabían que el monarca luso había huido del campo de batalla para salvar su vida. Con todo, la verdad es que, esta contienda marcó el principio del fin de las aspiraciones de Alfonso de arrebatar el trono a Isabel. Y es que, con el paso de los meses, todos los nobles díscolos que habían acudido a su región buscando la ayuda del portugués acabaron abandonando a la Beltraneja. El huido, por su parte, vio su fuerza mermada y, finalmente, renunció a subir sus reales al trono hispano en 1479 mediante el Tratado de Alcáçovas.
Ramón Martín

Comentarios

  1. Muy interesante. La víspera hubo combates en el castillo de Zamora inexpugnable para Fernando, y también en la puerta exterior del puente inexpugnable para Alfonso que había asentado sus reales en el convento de San Francisco. Desde Tordesillas Isabel ordena cortar el suministro en Fuentesaúco. De madrugada Alfonso emprende la marcha a Toro donde están los suyos (desde el destierro de Beatriz, allí desterrada y enterrada), la vanguardia de Fernando azuza y alcanza a la retaguardia de Alfonso y Juan en la vega de Peleagonzalo, y se enzarza la batalla. Más de mil muertos. … En memoria: S. Juan de los Reyes en Toledo, Monasterio de la Victoria en Salamanca, hoy en ruinas por la enajenación de Mendizábal. (Gracias por permitir mi intromisión, que no soy experto en nada, solo mero lector de tu web y alguna más). Aquí renació España para sí, para sus vecinos, para el mundo.

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