Motín de Esquilache

 



El Madrid de Carlos III y Esquilache en 1759 era una ciudad sucia, sin un sistema que la librase de sus inmundicias. Ante lo que tuvieron que tomar cartas en el asunto. Esquilache era un hombre de ordeno y mando, por lo que, haciendo uso del poder que Carlos III había puesto en sus manos: mandó abrir pozos negros en las casas, prohibió arrojar inmundicias por la venta y obligó a limpiar las calles. Su intención era la de reformar el Estado por dentro, al tiempo que cambiaba el escenario, ya que Madrid era la ciudad desde donde se dirigía uno de los mayores estados del mundo. También modelaba el país y al paisanaje en clave moderna, lo que obligaba a modificar ciertas costumbres tradicionales.

El motín de 1766


Desde el día 10 de marzo de 1766, se habían producido tumultos y protestas populares que, en un principio, se solucionaron con multas y arrestos. Pero fue el 23 de marzo de 1766 —Domingo de Ramos—, cuando, el gobierno de Carlos III, llegó a temblar durante 48 horas. Todo dio comienzo a las cinco de la tarde,





cuando un embozado se presentó frente al cuartel de la plazuela de Antón Martín. El oficial de guardia le recriminó su atuendo contrario a las últimas disposiciones que obligaba a recortar la capa y los sombreros de la población madrileña. Cesaron las palabras y salieron a relucir las espadas. El oficial dio la alarma, acudiendo algunos soldados, mientras que el personaje anónimo hizo lo propio, apareciendo tres decenas de paisanos armados que, redujeron, sin mucho esfuerzo, a los sorprendidos soldados. Tras lo cual, los paisanos se fueron por la calle Atocha gritando y dando vivas al rey y a España y mueras al ministro Esquilache. Daba así comienzo el motín propiamente dicho. Según el embajador de Saboya, el motín implicó a una muchedumbre de tres o cuatro mil personas en torno a la casa del marqués de Esquilache, con la intención de matarlo a él y a su familia y quemar el edificio. Al no encontrarlos en casa, destrozaron cristales y enseres del edificio. Se trataba de “revolución” popular sin liderazgo claro.
    La multitud —haciendo gala de una furia desatada—, destrozó cuanta farola encontró a su paso, así como varias ventanas de edificios principales, además de detener el tráfico de carruajes, obligando a sus ocupantes, bajo amenaza, a declarar su deseo por la muerte de Esquilache y el triunfo de la protesta popular. A aquellos carruajes que no paraban, les arrojaban piedras. Proyectiles que, paradójicamente, eran obtenidos de los empedrados que el propio Esquilache había hecho colocar en las calles de la ciudad. Se dirigieron, a continuación, a Palacio al grito de “¡Viva el sombrero redondo! ¡Viva España!”. A pesar de las dudas sobre cómo reaccionar para frenar aquella masa enfurecida, Carlos III desechó la idea de reprimir el motín, como le aconsejaron algunos allegados, dispuesto a evitar una carnicería que le mostrase como un monarca autoritario; por lo que, hizo caso a sus consejeros más prudentes y envió al duque de Medinaceli y el jefe de la Guardia de Corps, duque de Arcos. Esta medida impidió el asalto al Palacio Real, aunque los amotinados no cejaron en su empeño, expresando su determinación de hablar con el rey para comunicarle sus exigencias.
    En las primeras horas del lunes 24 de marzo la situación se radicalizó, registrándose un primer choque entre la Guardia Valona y los paisanos, que dejó varios muertos por ambas partes. Ante la quietud de la Guardia de Corps que prefirió mirar hacia otro lado, la revuelta se había cobrado diecisiete muertos y una treintena de heridos de más o menos gravedad.

    Tras estos enfrentamientos, cargados de violencia, el rey se alarmó más, convocando a sus consejeros. Unos proponían actuar con mano dura, mientras otros eran contrarios, ya que querían evitar un baño de sangre. Fueron estos últimos los que convencieron al monarca, y Carlos III salió a un balcón para calmar al pueblo. Entre tanto, había surgido un curioso personaje, con la cabeza cubierta de ceniza, una soga al cuello y un crucifijo en las manos, que fue identificado como el padre Cuenca, y que ejercía de intermediario entre el rey la multitud. Se trataba de un fraile franciscano del convento de San Gil, un misionero popular que apareció, en un balcón de la Plaza Mayor con la intención de calmar al pueblo madrileño.
    Las reivindicaciones que los amotinados le transmiten al rey eran claras: querían mantener la vestimenta española, el cese de los políticos extranjeros (especialmente el marqués de Esquilache), la supresión de la guardia extranjera y su alejamiento de Madrid, la rebaja de los precios de los alimentos básicos, la anulación de la Junta de Abastos, el acuartelamiento de las tropas y que el rey concediera estas gracias al pueblo personalmente. El mensaje era, al tiempo, reivindicativo y amenazante, ya que se conminaba a aceptar las peticiones en un tiempo determinado; por miles de hombres que aseguraban, en el mismo escrito, que estaban dispuestos a destruir el Palacio Real si sus demandas no eran atendidas en tiempo y forma.
    El rey, partidario de buscar una salida política, inicialmente aceptó las peticiones populares logrando calmar el tumulto. Aunque lo hizo con desagrado, forzado por un pueblo que lo estaba humillando, además de desagradecido por todas las mejoras que había intentado introducir en el reino.
    Mientras, pasaba el día y llegaba el martes 25 de marzo, las dudas de Carlos III, entre reprimir brutalmente el motín o seguir la senda paternalista, junto al peligro vivido el día anterior, le hicieron decidirse por abandonar Madrid durante la madrugada en dirección a Aranjuez. Algo que los madrileños interpretaron como un claro desprecio hacia sus reivindicaciones, lo que trajo como consecuencia, el 25 de marzo, del estallido de un nuevo y segundo motín popular. Motín que fue interrumpido por Diego de Rojas, presidente del Consejo de Castilla, que se encargó de mediar entre la Corona y el pueblo; consiguiendo sus objetivos mediante la exhibición de un documento oficial que garantizaba que el rey respetaría todos los acuerdos anteriores y las concesiones realizadas. El documento se hizo público, mediante su lectura, en la Plaza Mayor.
    Por lo demás, la madrugada del miércoles 26 de marzo la turba se dedicó a destrozar la casa de Sabatini, el arquitecto italiano que había materializado la reformas urbanísticas planificadas por Esquilache. Todo terminó a las siete de la mañana, con la lectura del despacho del rey, en el que éste mantenía sus promesas y otorgaba un perdón general siempre y cuando los amotinados depusieran su actitud y regresaran a sus casas. Los amotinados entregaron las armas incautadas, y, continuaron celebrando los actos y oficios festivos y religiosos propios de la Semana Santa, como si durante casi cuarenta y ocho horas antes no se hubiera pasado nada.






¿A qué se debió este motín?


Efectivamente hubo un descontento entre los súbditos madrileños del rey Carlos III. ¿Pero, a que se debió? Las causas fueron varias. En primer lugar, hay que tener en cuenta los varios años de sequía, subida de impuestos y carestía en los alimentos. Pero la acción que desatará todo, fue el bando dado el 20 de marzo de 1766, por el marqués de Esquilache, en el que prohibía el uso de sombreros de ala ancha, al tiempo que ordenaba recortar las capas largas para evitar la ocultación de armas. Esta medida insuficiente para justificar el motín contra Esquilache, si lo fue, al ser usada para canalizar el malestar preexistente, el cual explotaría el 23 de marzo y estaría activo hasta tres días después, cuando los amotinados depusieron su protesta y recibieron el perdón real. El motín fue, sin duda alguna, el detonante popular, dentro de proceso de crisis, que, iniciado anteriormente, daba señales del descontento que existía contra el régimen político, económico y social del Antiguo Régimen en España.
    Como digo anteriormente, parece bastante simplista pensar que tan solo una medida sobre la vestimenta, por mucho que incidiera en usos y costumbres tradicionales, provocase un tan gran episodio de desobediencia y violencia. Debemos considerar con rigor que, medidas anteriores como el comercio libre del grano junto a la escasez provocada por las malas cosechas que provocaron una subida general del pan; pueden explicar mejor este episodio de insurrección general. Más, a estos elementos se sumaron otros: la xenofobia o, mejor, el rechazo a los gobernantes extranjeros, y la conspiración ejercida por una parte de la aristocracia española que no estaba de acuerdo con las reformas hacendísticas del ministro italiano. Estos elementos nos demuestran que las causas fueron múltiples a pesar de que el detonante fuera el bando sobre la vestimenta. Otra línea de investigación señala la conspiración surgida entre el clero, en los sectores descontentos con el regalismo de Carlos III, destacando los jesuitas. A lo que añadiré, las divergencias entre los partidos reformistas (Ensenada y Aranda, si bien todos los políticos españoles eran partidarios de apartar a los extranjeros del poder.
    En este sentido, las quejas que llegaban al monarca no eran nuevas. Por todo ello debemos aceptar que, el reglamento contra la vestimenta actuó como detonante, pero la gasolina era la protesta general contra el cambio, la subida de precios del grano “y, en general, la oposición a la intromisión del gobierno en la vida privada”. En la operación del motín fue la facción del duque de Alba la que se aprovechó del disgusto popular para lograr echar a Esquilache y atraer a los jesuitas en la causa, eliminando sospechas sobre sí.

    El motín contra Esquilache se saldó con cuarenta muertos. La mitad de las víctimas eran del pueblo y la otra mitad militares, además de representar un serio revés para el rey. El rey, en venganza, estuvo ocho meses sin regresar a Madrid. Además de en Madrid, el motín contra Esquilache tuvo una amplia resonancia en el resto de España. Fueron protestas colectivas populares, protagonizadas por las capas populares. Los motines se extendieron hacia Aragón, Castilla y León, País Vasco, Andalucía, Castilla la Mancha, La Rioja y Cataluña.
    Carlos III se sintió defraudado con el pueblo madrileño tras los motines contra Esquilache. Para él, era una situación anormal, ya que, a sus desvelos reformistas le habían respondido con un motín. De ahí que, en un primer momento, estuviera tentado a abandonar Madrid y reprimir el motín violentamente. Esquilache fue primero desterrado a Nápoles y luego a Sicilia, no cesando de clamar al rey por la rehabilitación de la honra perdida en el motín y de pedir un cargo político que demostrase públicamente su inocencia. Lo que consiguió en 1772 cuando fue nombrado embajador de Venecia, cargo que ejerció hasta el final de sus días. El partido albista y el conde de Aranda fueron los mayores beneficiados del motín.

    El reinado de Carlos III se entiende como el culmen del absolutismo ilustrado, puesto que, su gobierno se asentaba sobre las bases del Despotismo Ilustrado y la monarquía absoluta. Lo ejercían los ministros con el rey y se distinguía de la fórmula anterior, que dejaba el gobierno de los grandes de España con el rey. Tras el motín y la expulsión de los jesuitas, los nuevos gobernantes ilustrados operaron, de acuerdo con Carlos III, para “magnificar la figura del rey”.

    En definitiva, en un principio, los motines contra Esquilache sirvieron para que el pueblo madrileño arrancase algunas prerrogativas al rey y el monarca no descuidase jamás el sentimiento popular ante las reformas ilustradas. De nuevo se impuso la fórmula política que caracteriza el Despotismo Ilustrado: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Sin embargo, a partir del 23 de marzo de 1766 en el reinado de Carlos III se tuvo que añadir: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo y nunca contra el pueblo”.

 

Ramón Martín

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