Napoleón I, emperador de Francia de 1804 a 1814 y 1815
DINASTÍA BONAPARTE
Nacimiento: El
15 de agosto de 1769 en Ajaccio.
Fallecimiento: El
5 de mayo de 1821 en Santa
Elena.
Padres: Carlo
Buonaparte y María Leticia Ramolino.
Gobierno: Desde el 18 de mayo de 1804 al 11 de abril de 1814 y desde el 20 de marzo al 22 de junio de 1815.
Fue Primer
Cónsul y Emperador de Francia, rigió los destinos de Europa durante
tres lustros. En definitiva, un genio indiscutible del arte militar y un
estadista capaz de construir un imperio bajo patrones franceses. Fue,
para sus admiradores, el hombre que fijó las grandes conquistas de la Revolución
Francesa de 1789 a 1799, dotando a Francia de unas estructuras de poder
sólidas y estables, poniendo fin al caos político precedente. Mientras que, sus
enemigos, vieron en él la encarnación del espíritu del mal, un déspota
sanguinario que traicionó la Revolución, sacrificando la libertad de los
franceses a su ambición desmedida de poder, al organizar un sistema político
autocrático.
Napoleón
nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en una
familia numerosa integrada por cinco varones: José, Napoleón,
Lucien, Luis y Jerónimo, y tres niñas: Elisa, Paulina
y Carolina. Fueron sus padres: Carlos María Bonaparte y María
Leticia Ramolino. El padre siempre tuvo agobios económicos, que, a duras
penas, lograba sobrellevar al poseer algunas tierras. Dificultades que, se
vieron agraviadas, al tomar partido por la causa nacionalista de Córcega frente
a su nueva metrópoli, Francia. Causa que fue derrotada en la batalla de
Ponte Novu, en 1769, el mismo año en que nació Napoleón. Por su parte, la
madre, era una mujer de notable personalidad, de firme carácter y ardiente,
que, a causa de la derrota y de la consiguiente persecución, tuvo que sufrir las
incidencias de las huidas por la abrupta isla. Sojuzgada la revuelta, el
gobernador francés Louis Charles René, conde de Marbeuf, quiso atraerse
a las familias patricias de la isla. Carlos María Bonaparte, que presumía
de pertenecer a la nobleza, aprovechó la oportunidad y viajó, recomendado por Marbeuf
hacia la metrópoli para acreditar su hidalguía, logrando que, sus dos hijos
mayores, José y Napoleón,
entraran como becarios en el Colegio de Autun. Gracias a los méritos
escolares en matemáticas de Napoleón, le facilitaron su ingreso en la Escuela
Militar de Brienne. De donde saldría con 17 años, con el grado de subteniente
y destinado a la guarnición de la ciudad de Valence.
Por
aquellos años, Napoleón presentaba un aspecto semisalvaje y apenas hablaba otra
cosa que no fuera el dialecto de su añorada isla. Sus compañeros, mayormente hijos
de la aristocracia francesa, le veían como un extranjero, blanco de toda clase
de burlas; aunque su carácter indómito y violento imponía respeto entre sus
camaradas y profesores. Llamando la atención, su temperamento y su tenacidad. Al
poco tiempo, falleció su padre, motivo por el cual, se trasladó a Córcega y recibió
la baja temporal en el servicio activo. Su etapa juvenil transcurrió entre idas
y venidas a Francia, un nuevo destino en Auxonne, diversos acontecimientos de
la Revolución Francesa (violencias durante una estancia en París) y los
conflictos independentistas de Córcega.
Napoleón en el Asedio de Tolón
Con
motivo de los enfrentamientos de las banderías insulares, pronto se creó
enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Pasquale Paoli. Este
líder independentista había sido amnistiado en 1791 y nombrado gobernador de la
ciudad corsa de Bastia; a los dos años rompería con la Convención Republicana
y proclamaría la independencia, mientras que, el entonces joven oficial
Napoleón Bonaparte se decantaba por las facciones afrancesadas. Entre los
componentes de la familia Bonaparte, la desconfianza hacia los seguidores de Paoli,
ido transformando en furiosa animadversión. Napoleón, mediante intrigas, se
alzó con la jefatura de la milicia y pretendió ametrallar a sus
adversarios en las mismas calles de Ajaccio. Pero aquella reacción fue un
fracaso y tuvo que huir junto a los suyos, para evitar una muerte casi segura a
manos de sus enfurecidos compatriotas.
Se instaló,
junto a su madre y sus hermanos en Marsella, donde malvivieron entre grandes
penurias económicas, rozando la miseria; pero los Bonaparte no estaban faltos
de coraje ni recursos. La madre María Leticia Ramolino, se convirtió en
amante de un comerciante acomodado de la ciudad, François Clary. El
hermano mayor, José, se
casó con una hija de dicho mercader, Marie Julie Clary;
mientras que, el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée Clary, no
prosperó. Más, pronto las estrecheces empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre,
Agustín, les prestó su apoyo y protección. Napoleón consiguió su reincorporación
a filas con el grado de capitán, adquiriendo renombre con ocasión del asedio
a la base naval de Tolón, en 1793, donde logró sofocar, gracias a su plan
de asalto, basado en una inteligente distribución de la artillería, una
sublevación contra la Revolución apoyada por los ingleses. En
reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, siendo destinado
a la comandancia general de artillería en el ejército de Italia en Génova.
Los
contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales, una
vez que callera, el 27 de julio de 1794 (9 de Termidor en el calendario
republicano), el Terror Jacobino, ya que Napoleón fue encarcelado en la fortaleza
de Antibes, mientras se dilucidaba las sospechas que había contra él. Fue liberado
gracias a otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, y Napoleón,
con 24 años, sin oficio ni beneficio, tuvo que volver a empezar en París. Allí,
encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones,
oficina que posibilitaba el trato directo con las autoridades civiles que la
supervisaban; pudiendo acceder a los salones donde se mezclaban las
maquinaciones políticas y las especulaciones financieras, con las lides
amorosas y la nostalgia del Antiguo Régimen, dentro del esplendor que
había sucedido al implacable moralismo de Robespierre.
Allí se
encuentra con una refinada viuda de reputación tan brillante como equívoca, Josefina
de Beauharnais (Josefina Tascher de la Pagerie); una dama criolla
oriunda de la Martinica que tenía dos hijos, y cuyo primer marido, el vizconde
y general de Beauharnais, había sido guillotinado por los jacobinos. Años más
tarde, Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por nada ni
por nadie, confesaría haberla amado apasionadamente, a pesar de ser cinco años
mayor que él. Entre los amantes de Josefina se contaba Paul
Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido a raíz de la nueva Constitución
Republicana de 1795; el cual andaba a la búsqueda de una espada que pudiera
manejar, a su conveniencia, para defender el repliegue conservador de la República
y protegerla de las continuas tentativas de golpe de Estado de los realistas,
los jacobinos y los radicales igualitarios. A finales de 1795, una de las temidas
insurrecciones de las masas parisinas, a la que se habían sumado los
monárquicos, fue reprimida por Napoleón con una operación de cerco y,
posterior, aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre. Asegurada,
por el momento, la tranquilidad interior, Paul Barras le encomendó en
1796 dirigir la guerra en Italia, donde los franceses peleaban contra
austriacos y piamonteses.
Días
antes de su partida, se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su
ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a Barras y a
otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y atormentado, la reclamaría,
imperiosamente, a su lado, en el mismo escenario de batalla.
Desde
marzo de 1796 hasta abril de 1797, su genio militar se puso de manifiesto en la
península italiana; Lodi, en mayo de 1796; Arcole, en noviembre
de 1796 y Rivoli, en enero de 1797, pasarían a la historia como los escenarios
de las batallas en las que derrotó a los destacados mariscales austríacos: Beaulieu,
Wurmser y Alvinczy. En Italia, el inexperto general llegado de
París en la primavera de 1796 despertó la admiración de todos los maestros en
estrategia, convirtiéndose en el terror de los ejércitos austriacos. En cuanto
a sus soldados, el recelo de los primeros días se transformó en entusiasmo,
llamándole «le petit caporal». En esos días victoriosos, Napoleón varió
la ortografía de su apellido en sus informes enviados al Directorio:
Buonaparte dejó paso a Bonaparte.
Napoleón I por Jacques-Louis David
Aquel
general de 27 años transformó a unos desarrapados en una formidable máquina de
guerra, que trituró el Piamonte en menos de dos semanas y repelió a los
austriacos más allá de los Alpes. Sus campañas en Italia pasarían a ser motivo
de estudio en las academias militares. Pero tanto o más significativas que sus
victorias en el campo de batalla, fue su reorganización política de la
península italiana, refundiendo las divisiones seculares y los viejos estados
en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia. El genio de la guerra se
revelaba como el genio de la paz. Pero lo más inquietante era el carácter
autónomo de su gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios criterios y no
según las orientaciones de París, por lo que el Directorio comenzó a
irritarse. Una vez Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya era imposible
controlar a un caudillo alzado a la categoría de héroe legendario, que mostraba
una amenazadora propensión a ser: la espada que ejecuta, el gobierno que
administra y la cabeza que planifica y dirige; tres personas en una misma
naturaleza de inigualada eficacia. Por tanto, el Directorio estudió la
posibilidad de alejar esa amenaza. Por ello, aceptaron su plan de cortar las
rutas vitales del poderío británico, más concretamente, la que unía el Mediterráneo
y la India, con una expedición a Egipto.
Así, el
19 de mayo de 1798, Napoleón ponía rumbo a Alejandría, y a los dos meses, en la
batalla de las Pirámides, dispersaba a los mamelucos, guerreros
mercenarios que explotaban el país en nombre de Turquía, para internarse después
en el desierto sirio. Pero todas las posibilidades de éxito se esfumaron cuando
la escuadra francesa fue derrotada en Abukir, a manos del almirante Horacio
Nelson. Este revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia debido a las
noticias que recibía del continente, puesto que, en Europa, la segunda
coalición de las potencias monárquicas había recobrado las conquistas de
Italia, y en el interior de Francia, hervían las conjuras y los candidatos a
asaltar un Estado. Finalmente se decidió a regresar en el primer barco que pudo
evitar el bloqueo de Nelson. Recaló en su isla natal, repitiendo, una
vez más, el trayecto Córcega-París, ahora como héroe indiscutido.
En
pocas semanas organizó el golpe de Estado del 9 de noviembre de 1799 (18 de
Brumario), para el que contó con la colaboración de Emmanuel Joseph Sieyès y
de su hermano Luciano, que le ayudaron a disolver la Asamblea Legislativa
del Consejo de los Quinientos. El golpe barrió al Directorio, a su
antiguo protector Paul Barras, al Consejo de Ancianos, a los
últimos clubes revolucionarios y a todos los poderes existentes, e instauró el Consulado,
consistente en un gobierno provisional compartido por tres titulares, aunque, en
realidad era la cobertura de su régimen autocrático, que era sancionado por la
nueva Constitución Napoleónica del año 1800. La cual, aprobada bajo la
consigna de «la Revolución ha terminado», restablecía el sufragio
universal, recortado por la oligarquía del Directorio tras la caída de Robespierre.
El Consulado terminaba con una larga etapa de anarquía y desórdenes.
Napoleón, con el poder en sus manos, demostró que no era solamente un general
audaz, sino que estaba interesado en procurar bienestar a sus súbditos,
pudiendo actuar como un brillante legislador y administrador. En los años siguientes
a su proclamación como cónsul, la reforma, recuperación y reparación que
realizó fue espectacular. Introdujo cambios en la administración, con instituciones
que han llegado hasta nuestros días, como el Consejo de Estado, las prefecturas
y la organización judicial, acabó con las guerras civiles de la zona
oeste del país e instauró una política financiera eficaz, poniendo fin al
déficit acumulado durante la Revolución.
En el
exterior, el 14 de junio de 1800 volvió a obtener un gran éxito militar, al
aplastar a los austríacos en una batalla que adquiría renombre, la batalla de Marengo, donde les obligó a
firmar la Paz de Lunéville. En 1801, firmó con el papa el concordato,
reorganizaba la Iglesia de Francia, además de favorecer el resurgimiento de la
vida religiosa tras los desmanes cometidos en el período revolucionario. Tampoco
se contentó con alargar la dignidad de Primer Cónsul a diez años; y dos
años después, en 1802, la convirtió en vitalicia. Pero aún era poco para el
advenedizo que embriagaba a Francia con triunfos y emprendía una deslumbrante
reconstrucción interna. Desmanteló la heterogénea oposición a su gobierno, mediante
drásticas represiones, a raíz de los fallidos atentados contra él; así el 20 de
marzo de 1804. Arrestó y ejecutó al duque de Enghien, un príncipe
emparentado con los Borbones, acusado de participar en un complot para
asesinarle e restaurar la monarquía. Fue un castigo ejemplarizante y
amedrentador, que tuvo como consecuencia que, al día siguiente, le fuera
ofrecida la corona imperial, por parte del Senado. La ceremonia de coronación tuvo
lugar el 2 de diciembre de 1804 en Notre Dame, a la que asistió el papa Pio
VII, pero donde, Napoleón se ciñó la corona a sí mismo y después se la
impuso a Josefina. Sus enemigos describieron aquella magnificencia como «la
entronización del gato con botas», mientras que, sus admiradores
consideraron que nunca antes Francia había alcanzado mayor grandeza. Ese mismo
año, una nueva Constitución reafirmaba su omnímoda autoridad.
La mayor
parte de la historia del Imperio (1804-1814) consiste en una recapitulación de
sus victorias sobre las monarquías europeas, que se iban coaligando contra
Francia, en muchos casos promovidas por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla
de Austerlitz, de 1805, abatió la tercera coalición; en la de Jena,
de 1806, anonadó a los poderosos prusianos, pudiendo reorganizar el mapa de
Alemania en torno a la Confederación del Rin; mientras que los rusos
eran contenidos en Friendland en 1807. Austria volvió a reincidir, con la
quinta coalición, volviendo a vencerla en Wagram en 1809. Nada
podía resistirse a su Grande
Armée, y a su mando operativo, que, según sus propias palabras,
equivalía a otro ejército invencible. Cientos de miles de cadáveres de todos
los países que se enfrentaron, pavimentaron sus glorias guerreras; y cientos de
miles de soldados supervivientes y sus adiestrados funcionarios esparcieron por
toda Europa los principios de la Revolución Francesa. En todas partes
los derechos feudales eran abolidos, y se creaba un mercado único
interior. Quedó implantada por todo el Imperio y sus dominios, la igualdad
jurídica y política según el modelo del Código Civil francés, al que dio
nombre. El Código de Napoleón o Napoleónico se convertiría en la
matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los anglosajones; se
secularizaban los bienes eclesiásticos, se establecía una administración
centralizada y uniforme y se reconocía la libertad de cultos y de religión, o
la libertad de no tener ninguna. Con estas medidas se reemplazaban las
desigualdades feudales por las desigualdades burguesas, y buena parte de las
sociedades europeas entraban en la Edad Contemporánea.
La obra
napoleónica, al liberar la fuerza de trabajo, constituye la victoria de la
burguesía en la Revolución Francesa; obra que se puede resumir en una de
sus frases: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un
solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado
en su patria común». Esta temprana visión unitarista de Europa, posible
clave de la fascinación ejercida sobre tan diversas corrientes historiográficas
y culturales ignoraba las peculiaridades nacionales. Así, una serie de
principados y reinos fueron adjudicados a sus hermanos y generales; con un
excluido, Luciano Bonaparte, a causa de una prolongada ruptura
fraternal.
Las
infidelidades conyugales de Josefina durante sus ausencias, al menos
hasta los días de la ascensión al trono, apenas fueron correspondidas por
Napoleón con algunas fugaces aventuras. Éstas se trocaron al conocer, en 1806,
a la condesa polaca María Walewska durante una campaña contra los rusos.
Relación que tuvo como fruto un hijo, León, lo que fue motivo de su
decisión de divorciarse de Josefina ya solicitar la mano de la
archiduquesa María Luisa de Austria, hija de Francisco II de
Austria, la cual cumplió con lo que se esperaba de ella, al dar a luz
en 1811 a Napoleón II, que sería proclamado heredero y sucesor por su
padre en sus dos sucesivas abdicaciones (1814 y 1815), pero que nunca llegó a
reinar. Al pasar el tiempo, María Luisa no compartiría con el emperador
su caída, y en 1814 regresó con el pequeño Napoleón II junto a sus
progenitores, los Habsburgo, haciéndose amante de un general austriaco, Adam
Adalbert von Neipperg, con quien contraería matrimonio a la muerte
de Napoleón.
Este
matrimonio, pareció señalar el cenit napoleónico en 1810. Los únicos estados
que todavía quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña. Por su parte, el
almirante Horacio Nelson había sentado, de una vez por todas, la
hegemonía marítima inglesa, en 1805, en la batalla de Trafalgar,
arruinando su proyecto de invadir Gran Bretaña. Como réplica, Napoleón intentó
asfixiar económicamente a Gran Bretaña, en 1806, decretando el bloqueo
continental, prohibiendo el comercio entre la isla y el continente y
cerrando los puertos europeos a las manufacturas británicas. A la larga, dicha
medida resultaría estéril y contraproducente. En primer lugar, por el activísimo
contrabando, pero, principalmente, por el hecho de que la industria europea, en
mantillas respecto a la británica, era incapaz de surtir la demanda. El bloqueo
continental condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su
llave de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en
beneficio de su hermano, José Bonaparte, mientras
la dinastía portuguesa huía a Brasil. España y Portugal, se levantaron en armas
y comenzaron una doble guerra de Independencia que los arruinaría por muchas
décadas; pero que obligaron a permanecer en la península a una parte importante
de la Grande Armée, diezmándola en
una agotadora lucha de guerrillas que se extendió hasta 1814, sin contar el
desgaste producido en las batallas que hubo de librar contra un ejército
enviado por Gran Bretaña. Por primera vez, la Grande Armée fue incapaz de controlar la situación,
puesto que, acostumbrados a rápidas contiendas, contra tropas de mercenarios no
pudieron acabar con aquellos guerrilleros que peleaban en grupos reducidos y
conocían a la perfección el terreno.
La otra
parte del ejército francés, donde Napoleón había enrolado a los contingentes de
las diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas en
la campaña de 1812 contra el zar Alejandro I, cuando un ejército de más
de 500.000 hombres se adentró en las llanuras de Polonia al tiempo que sus
enemigos se replegaban a marchas forzadas, obligándole a penetrar en las
estepas rusas. Tras las victorias pírricas de Smolensko y Borodino,
entraron en Moscú, aunque no pudieron permanecer en la ciudad a causa de la
falta de víveres y el desaliento de sus soldados. La retirada se convirtió en un
completo desastre: el hambre y el invierno se cebaron con los hombres, causando
más estragos que el acoso sistemático del ejército del zar. El 16 de diciembre,
tan sólo 18.000 hombres regresaban a Polonia; el emperador, cabizbajo sobre su
caballo blanco, parecía una triste sombra de sí mismo. La magnitud de la
catástrofe rusa propició la unión de todos sus enemigos. Europa se levantaba
unida contra el dominio napoleónico; en Francia, fatigada por la tensión bélica
y la creciente opresión, la burguesía resolvió desembarazarse de su amo. El
combate resolutorio de esta nueva coalición, la sexta, se libró en Leipzig
en 1813. También conocida como «la batalla de las Naciones», la de Leipzig
fue una de las grandes derrotas del emperador, prólogo de la invasión de
Francia, la entrada de los aliados en París y la abdicación del emperador en
Fontainebleau, en abril de 1814, forzada por sus generales. Las potencias
vencedoras le concedieron la soberanía plena sobre la isla italiana de Elba y
restablecieron en el trono francés a la dinastía que había sido expulsada por
la Revolución, los Borbones, en la figura de Luis XVIII. Su
confinamiento en Elba, aunque suavizado por la presencia de su madre y la
visita de María Walewska, era el de un león enjaulado. Además, a sus 45
años, se sentía capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los Borbones y
el descontento del pueblo le brindaron la ocasión para actuar. En marzo de 1815
desembarcó en Francia con un millar de hombres y, sin disparar un solo tiro, en
un nuevo baño triunfal multitudinario volvió a hacerse con el poder en París.
Pero el
18 de junio de 1815, fue completamente derrotado en la batalla de Waterloo
por los Estados europeos, que, recelosos, no habían depuesto las armas, atentos
a una posible reorganización napoleónica, poniéndole. De nuevo, en la
disyuntiva de abdicar. Así concluía su segundo período imperial, que, debido
a su corta duración, es conocido como el Imperio de los Cien Días, ya
que duró desde marzo a junio de 1815. Napoleón se entregó a los ingleses, que
lo deportaron a un perdido islote africano, Santa Elena, donde sucumbió el 5 de
mayo de 1821, sufriendo las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe.
Antes de morir, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena, en las que se describió a sí
mismo tal como deseaba que lo viese la posteridad.
Ramón Martín
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