La fragua de Vulcano de Velázquez
Realizado en 1630, es un óleo sobre lienzo de 223 X 290 cm, y lo podemos admirar en el Museo del Prado de Madrid.
El impacto de una sorprendente revelación, explorado en clave de historia sagrada en La túnica de José (Patrimonio Nacional, Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial), tiene su complemento mitológico en La fragua de Vulcano, el otro lienzo que Velázquez trajo a Madrid después de su estancia en Italia, adquirido con su pareja para las colecciones reales en 1634 y destinado al Buen Retiro hasta que, ya en época de Carlos III pasó a decorar el nuevo Palacio Real.
Cuenta Ovidio en las Metamorfosis (IV) que Apolo, el resplandeciente dios del sol, fue al taller del herrero de los dioses del Olimpo, Vulcano, para darle la humillante noticia de que su mujer, Venus, estaba cometiendo adulterio con el dios guerrero Marte. Velázquez representa la reacción del estupefacto y airado esposo, así como la turbación de quienes le asisten en la fragua, esos cíclopes míticos a los que el pintor ha concedido un segundo ojo.
La intención de dar a la escena un tratamiento realista, pero no ridiculizante -en contraste con la irreverencia de nuestro Siglo de Oro literario ante el Parnaso-, resulta clara si tenemos en cuenta el grabado de Tempesta del que partió Velázquez para su composición, pues reduce los elementos sobrenaturales del tema para potenciar su dimensión costumbrista, solo traicionada por los atributos clásicos del divino Apolo. Como en La túnica de José, el pintor se interesa por captar un momento crítico de alto contenido emocional que le permite desplegar con brillantez toda una variedad de actitudes y gestos en el mismo lienzo. Respecto a Los borrachos, su única incursión en el mito clásico antes del viaje a Italia, La fragua presenta importantes avances en el arte de la narración pictórica: mostrando a todos los personajes pendientes del mensajero, Velázquez conecta sus reacciones, haciéndolos actuar entre sí. La eficaz ligazón entre figuras que se mueven con libertad en el espacio no es la única novedad que esta obra comparte con La túnica de José: aquí también se combina el estudio del natural -modelos en parte repetidos en ambos cuadros- con ecos de la escultura grecorromana, y van disminuyendo el espesor del pincel y el grado de acabamiento de las formas a medida que estas se alejan del espectador en sucesivos planos. Los análisis técnicos han revelado el uso de una base gris distinta a la capa marrón rojiza utilizada hasta entonces por Velázquez; se quiere atribuir esta innovación al deseo por parte del artista de producir una impresión general más clara, semejante a la que pudo apreciar en los cuadros de Reni o Guercino durante su viaje a Italia. Las radiografías de La fragua muestran que Velázquez modificó las cabezas de Vulcano y uno de sus ayudantes, intensificando la actitud de sorpresa y enfado del esposo engañado. Tales intervenciones confirmarían que este fue un ejercicio de expresión pictórica de las pasiones según los cánones del género histórico que su autor vio practicar a sus colegas italianos, respondiendo así al estímulo que de ellos recibió durante aquella estancia. Al leer esta fábula en paralelo con su pareja bíblica, los críticos han querido encontrar un sentido unitario para ambas: el efecto de los celos y el engaño, según Justi; el poder de la palabra sobre los sentimientos y acciones del prójimo para Julián Gállego, quien, como Tolnay, ve la contraposición de Apolo, con su gesto de orador, al sudoroso Vulcano y sus atónitos herreros como una plasmación de la superioridad de la idea sobre el trabajo manual, teoría en la que Velázquez basó su defensa de nobleza de la pintura sobre los oficios mecánicos a lo largo de toda su carrera.
Fuente e imagen: Museo del Prado
Ramón Martín
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