La Bestia Humana, de Antonio Fillol Granell


Realizado en 1897, es un óleo sobre lienzo de 190 X 280 cm. No expuesto
 
    El pensamiento e ideario naturalista había calado hondamente en Fillol, que se concentra en un cuadro cuyo título zolesco lo ponía de manifiesto sin equívoco: La bestia humana. El escritor francés había publicado su obra en 1890 y Fillol debió leerla en el entorno de 1895-1897, un periodo de concentración y estudio al que él mismo alude: "Con el dinero que el Estado me dio por La gloria del pueblo me dediqué al estudio con más afán que nunca. Rodeado de lienzos y libros, me pasé una larguísima temporada sin que nada ni nadie distrajera mi atención… Y convencido de que el arte no debe ser un simple juego de nuestras facultades representativas, sino la expresión de la Vida, me lancé al palanque en la Exposición de 1897 con La bestia humana"

    Las pinturas naturalistas que habían abordado con anterioridad el tema de la prostitución lo habían hecho generalmente de un modo velado, presentando o sugiriendo situaciones desde una actitud conmiseradora, siendo el título una referencia imprescindible para descubrir el asunto tratado. Mucho más crudo fue el zolesco título del cuadro de Fillol. Obra en la que se refleja el compromiso del artista y su denuncia y desenmascaramiento de la explotación humana y la degradación personal, mostrando la prostitución como una realidad degradante. La pintura deja de ser un campo de representación neutral para convertirse en manos de Fillol en un arma de beligerancia y denuncia de la hipocresía social. 

    Abordar un tema como el de la prostitución para acudir a un certamen oficial era algo inconcebible unas décadas antes, y aunque el clima y la conciencia social estaban experimentando un cambio agudo, no dejaba de ser una opción atrevida y arriesgada en cuanto que formaba parte de aspectos tabú del comportamiento humano que no se deseaban desvelar con sentido crítico. Pero las lacras sociales y contradicciones en una época de profundas mutaciones no podían obviarse, cuando ya la misma iglesia pedía en la encíclica Rerum Novarum soluciones a los problemas sociales de explotación y desigualdad. Sorolla había sido el primer pintor español que abordó el tema de la prostitución en Trata de blancas, un cuadro que había pintado en 1895 y llevado a la Exposición Nacional de 1897, compartiendo espacio con Fillol. Pero Sorolla lo había visualizado de manera velada y aceptable, siendo el título el que daba el significado al cuadro, motivo por el que no resultó una obra tan polémica ni escandalosa. Sin embargo, la obra de Fillol tuvo un efecto contrario, y aunque premiada desde el punto de vista técnico en reconocimiento a sus valores plásticos y realismo, fue sancionada en el orden moral, privando a Fillol de la recompensa económica que le correspondía. 

    El análisis del cuadro de Fillol obliga a establecer continuos paralelismos con la obra de Sorolla para comprender los criterios del jurado y la profundidad y talante crítico que demostró el primero en este certamen. Mientras la pintura de Sorolla presenta una fase de transición, y nada se sabe del destino final de las mujeres que viajan; la de Fillol es una fase de acción previa, en un lugar concreto, con personajes que no pertenecen a un sector marginal ni bohemio de la sociedad. No hay desnudos ni actitud indecorosa, pero la iniciada en la prostitución podía ser la mujer o la hija de lo que se consideraba una familia de bien, y el cliente cualquiera de los miembros del jurado, un hombre normal que no pertenece a las clases populares. El escenario del cuadro de Fillol es frío, escueto y un tanto desangelado. Una casa semivacía con un mobiliario mínimo, un lugar sin vida. El brasero sin fuego con su cubierta destartalada, la silla de enea con el sombrero del visitante o cliente, la mesa con la botella de aguardiente y los pasteles que ha debido traer el hombre; los colores de las losas del suelo están gastados y la densa cortina es el único elemento de color. Cada uno de los detalles son de por sí excelentes naturalezas muertas. Sentada en un canapé, la joven llora afligida tapándose el rostro como avergonzada del camino que ha elegido o se le ha brindado como paliativo a una situación desesperada. No es una campesina o mujer de pueblo venida a la ciudad, sino una joven bien vestida, de la clase media urbana. Va vestida de negro con ropas cuidadas y a la moda, es una mujer viuda o huérfana, pero en ambos casos desamparada, sin recursos y sin valor para afrontar la situación. La alcahueta tiene un aire grosero y vulgar, de mujer sin escrúpulos ni moral. Con una mano impele a la joven a que deje de llorar y cumpla con lo convenido; la otra mano, entreabierta hacia arriba, expresa un gesto de sorpresa y rabia. El hombre es un ser gris y anodino, cansado y decepcionado, delgado y de aire enfermizo, que ha perdido todo atractivo, un propietario u hombre del medio burgués que no se inmuta por la situación que ha desencadenado las lágrimas de la mujer. 

    Desde el punto de vista compositivo y argumental la obra está perfectamente trabada, el resultado es una de las piezas maestras del naturalismo pictórico español del XIX. Como era de esperar, un cuadro de tal asunto no podía dejar indiferente al mundo de la crítica de arte, que en gran medida apreció la obra de Fillol y su valentía para denunciar la corrupción y el abuso. La prensa valenciana se hizo inmediatamente eco de las polémicas y valoraciones de la pintura de Fillol, y su entonces amigo Blasco Ibáñez fue uno de los primeros defensores del cuadro. La calidad del trabajo de Fillol y su talento fue puesto de manifiesto por casi todos los críticos, siendo positivamente valorada incluso por aquellos que pusieron reparos de tipo moral. Hay también un aspecto interesante que ponen de relieve los comentarios de la obra de Fillol, y es la evolución de la crítica de arte y la apertura hacia obras que suscitan un planteamiento más radical de la realidad. La controvertida pintura sería más tarde uno de los cuadros seleccionados para formar parte del conjunto de pinturas españolas enviadas a la Exposición de París de 1900. La pieza la adquirió el Estado en 1910. 


Texto: Museo del Prado 
Imagen: Museo del Prado 

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