Reyes de España: Felipes coronados

Siguiendo el orden, seis son los reyes españoles que han recibido el nombre de Felipe. Cuatro de ellos serán Austrias y los otros tres Borbones.


El primero en llevar ese nombre será Felipe I de Castilla, el Hermoso, duque de Borgoña, Brabante, Limburgo y Luxemburgo, conde de Flandes, Habsburgo, Henao, Holanda y Zelanda, Tirol y Artois, y señor de Amberes y Malinas, y rey iure uxoris de Castilla por su matrimonio con Juana I de Castilla, hija y heredera de los Reyes Católicos. Pese a la leyenda de príncipe codicioso y marido insensible, dejó buen recuerdo entre muchas de las personas que lo trataron. Según el cronista Lorenzo de Padilla, Felipe era “de alta estatura y abultado, tenía muy gentil rostro, hermosos ojos y tiernos, la dentadura algo estragada, muy blanco y rojo. Las manos por excelencia largas y albas y las uñas más lindas que se vieron a persona”. Así mismo era “muy diestro en todos los ejercicios de las armas, así con ballesta como con escopeta, cabalgaba muy bien a caballo a todas sillas, era muy buen justador, jugaba a todos juegos de pasatiempos y era más aficionado a la pelota que a otro ninguno”

Aunque no todo eran virtudes, pues sufría un enojoso problema en una pierna: “En su andar mostraba sentimiento algunas veces por causa que se le salía la chueca -rótula- de la rodilla, la cual él mismo con la mano arrimándose a una pared la volvía a meter en su lugar”.

Pero, a juicio de Padilla, sobresalía por su delicado carácter. “Era muy amigo de sus criados y muy afable a todos, era templado en su comer y beber”. Y a pesar de su afición al galanteo, el cronista afirma que el rey sintió verdadero afecto por su esposa. “Quiso mucho a la reina; sofríale mucho y encubría todo lo que podía las faltas que de ella sentía acerca del gobernar”.

Aunque su vida fue fugaz, ya que murió cuando tenía tan sólo 28 años, no podemos dejar de lado a un personaje que ostentó los títulos más elevados de la Europa de su tiempo, e introductor en España de la dinastía de los Habsburgo. El rey Felipe moría el 25 de septiembre de 1506, de forma totalmente imprevista. Unos días antes, hallándose en Burgos, después de comer quiso jugar un partido de pelota con un capitán vizcaíno de su guardia. Durante el juego bebió un jarro de agua fría y poco después comenzó a sentirse mal. Se recuperó un tanto, pero a los pocos días enfermó gravemente y, a pesar de la intervención de los mejores médicos del reino, nada se pudo hacer para salvarlo.

Las primeras sospechas apuntaron hacia la posibilidad de que hubiera sido envenenado, sin embargo, la mayoría de especialistas actuales consideran que la causa del fallecimiento fue el brote de peste que comenzaba a extenderse por toda la Península ese mismo año de 1506. Con su muerte comenzaba su leyenda. Una mitología en torno a la locura de amor de su esposa, escenificada sobre el propio cadáver. Rota por el dolor, la reina Juana, que estaba embarazada, obsesionada con la idea de que alguien pudiera robar el cuerpo de su difunto marido, antes de partir, en la cartuja de Burgos, la reina ordenó que se abriera el ataúd y se expusiera públicamente el cadáver, obligando a todos los presentes a que contemplasen al yacente.

Todo lo demás es leyenda, ésa que escenifica a una reina enloquecida, abrazada al féretro donde yacía un cadáver en plena descomposición. Un mito romántico, ilustrado en multitud de novelas, obras de teatro y cuadros, que ha servido para eclipsar más, si cabe, la historia de un rey de Castilla que, aunque fue soberano de extensos territorios e introdujo una nueva dinastía en España, tuvo la desgracia de morir joven y de aparecer como un mero convidado de piedra entre algunas de las más importantes personalidades de nuestra historia.


Habrían de pasar 21 años, para que un nieto de este Felipe, naciera, con su mismo nombre en Valladolid, concretamente un 25 de mayo de 1527, y que reinaría como Felipe II de España, el Prudente, duque de Milán, rey de Nápoles y Sicilia, soberano de los Paises Bajos y duque de Borgoña, rey de las Indias, de Portugal y los Algarves, y de Inglaterra e Irlanda iure uxoris, por su matrimonio con María Tudor.

Tras sus dos primeros matrimonios, que acabaron siendo un fracaso, Felipe II se casó con Isabel de Valois, con la que tuvo dos hijas: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. El monarca quedó destrozado cuando esta falleció, y fue en aquel tiempo cuando se gestó la leyenda negra de su reinado. Don Carlos de Austria, primogénito de Felipe II y de su primera esposa, María Manuela de Portugal, sufría una enfermedad, consecuencia de la consanguinidad de la unión de sus padres. Consciente de las reticencias que mostraba su padre sobre sus derechos dinásticos, fue acrecentando su odio, apoyando las reivindicaciones de la nobleza flamenca. Su padre ordenó encarcelarlo en el torreón del alcázar de Madrid, donde falleció en extrañas circunstancias, en 1568. Su trágica muerte y las supuestas relaciones que mantuvo con su madrastra, Isabel de Valois, hicieron del príncipe un héroe romántico para los forjadores de la leyenda negra, que acusaron al monarca español de haber ordenado el asesinato de su hijo. 

En 1579 Felipe II acusó a su secretario Antonio Pérez de tener tratos con herejes y de conspirar contra él en connivencia con la princesa Ana Mendoza de La Cerda: a ella la mandó encerrar en Pastrana; Antonio Pérez consiguió huir a Francia. Desde allí difundió folletos contra Felipe II. “¿Ha hecho algo España en el mundo, como no sea quemar herejes y perseguir eminencias científicas, destruir civilizaciones y dejar por doquier huella sangrienta de su paso?”, se preguntaba Julián Juderías en su libro La leyenda negra. En sus panfletos, los creadores de aquella campaña propagandística concluían que España era una nación gobernada por déspotas que utilizaron la Inquisición para someter a sus incultos súbditos, y Felipe II era el peor de todos ellos. 

La historiografía contemporánea desmiente la leyenda negra, cuyos tópicos retrataban a los españoles como crueles, atrasados, altivos y poco dotados para las artes y las ciencias. Esa era la imagen que los enemigos del imperio español difundieron por el mundo.


Habrían de pasar 51 años desde el nacimiento de Felipe II, cuando fruto de su matrimonio con Ana de Austria, nacería en Madrid el que sería heredero de la corona, y que reinaría con el nombre de Felipe III el Piadoso. Ostentaba los siguientes títulos: rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalen, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante, Milán, y de Lerma, Conde de Habsburgo, de Flandes, de Tirol y de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina.

Con su llegada al trono, se interrumpió la estirpe de Reyes españoles que gobernaron sin necesidad de delegar en validos o favoritos. Dominado durante casi dos décadas por el oscuro Duque de Lerma, Felipe III se reveló como un gobernante apático con muy poco interés en los asuntos de estado, y sin la formación adecuada para ello. Además, al igual que otros miembros de la familia Habsburgo, desarrolló un comportamiento compulsivo con los juegos de azar.

La salud de Felipe III fue siempre precaria. “Dios, que siempre me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos”, afirmó en una ocasión Felipe II, la educación del joven príncipe fue descuidada y el Rey Prudente prestó mucha más atención en esos años de formación a su hija predilecta, Isabel Clara Eugenia. Frente a un padre extremadamente exigente, la indolencia de Felipe III se tradujo en un joven perezoso sin ningún interés por los asuntos de Estado. El médico psiquiatra Francisco Alonso-Fernández lo describe como una persona “de dotación intelectual escasa o mediocre, casi en el umbral de la deficiencia mental. Si no fuera por su fervorosa entrega al divertimento, la imagen de Felipe III podría ser equiparada a la de los monjes medievales atacados por una especie de pereza melancólica, la acedía”.

La abulia del Rey fue aprovechada por Francisco de Sandoval y Rojas, perteneciente a una familia noble con más deudas que rentas hasta que Felipe III elevó su condado a Ducado de Lerma en 1599. En el año 1601, el Duque de Lerma, nacido en Tordesillas, convenció al Rey para que trasladara la corte de Madrid a Valladolid. Previamente, el noble castellano y su red clientelar habían adquirido terrenos y palacios en Valladolid para después venderlos a la Corona. No conforme con unos beneficios que le convirtieron en el hombre más rico del Imperio español, el duque de Lerma volvió a persuadir a Felipe III para restaurar la corte a Madrid solo seis años después. 

Mientras personajes como Francisco de Sandoval y Rojas o el dominico Luis de Aliaga conducían el reino sin timón hacía sus aguas particulares, Felipe III ocupaba sus horas en fiestas, jornadas de caza interminables –afición que heredó de su padre–, la cría de caballos, la danza, la música y los juegos de naipes. En el caso de esta última afición, el Rey desarrolló una fuerte adición, que fue considerada una ludopatía adictiva. Jugando a las cartas perdió grandes sumas de dinero ante importantes cortesanos, entre ellos el propio Duque de Lerma, y modificó de forma caótica sus horarios. Existen otros casos de personalidades adictivas en la familia de los Habsburgo: el Príncipe Carlos, hermanastro de Felipe III, era aficionado a apostar a la mínima ocasión; Felipe II, un obseso compulsivo y coleccionista enfermizo; y Felipe IV, un sexoadicto.

Con el fallecimiento de la Reina Margarita de Austria-Estíria en 1611, que servía de obstáculo a quienes ambicionaban utilizar al Rey como mero títere, las luchas por hacerse con el control del reino se intensificaron entre el Duque de Lerma y el confesor Luis de Aliaga. Con ayuda del Duque de Uceda –hijo del Duque de Lerma– y del Conde-Duque de Olivares –futuro valido de Felipe IV–, Luis de Aliaga consiguió que el hombre de confianza del valido, Rodrigo Calderón de Aranda, fuera ejecutado por corrupción en la Plaza Mayor de Madrid en 1621. El mismo Francisco de Sandoval y Rojas tuvo que solicitar de Roma el capelo cardenalicio para protegerse de cualquier proceso judicial, puesto que el clero gozaba de inmunidad eclesiástica.

Felipe III, que se había limitado a observar la contienda sin tomar completo partido por ninguno de los bandos, quedó sumido durante aquellos años en un estado de melancolía que le hacía lamentarse de haber llevado una vida tan superficial. Murió una década después que su esposa –a la que no había buscado remplazo, ni en la cama ni en el altar–, a los 43 años, de unas fiebres causadas por una infección bacteriana de la dermis. A diferencia de sus antecesores y de los últimos Austrias, Felipe III y su esposa sí dejaron una amplia descendencia a través de ocho hijos, de los cuales cinco llegaron a una edad avanzada.


Felipe Domingo Víctor de la Cruz, al que conoceremos como Felipe IV de España, el Grande o el rey Planeta, nació el 8 de abril de 1605 en el Palacio Real de Valladolid. Fue el tercero de los ocho hijos habidos entre Felipe III de España y su prima segunda la archiduquesa Margarita. A las siete semanas de nacer fue bautizado en la iglesia conventual de San Pablo de Valladolid. Ostentando los títulos de rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Paises Bajos y conde de Borgoña.

Cuando Felipe III fallece, el 31 de marzo de 1621, es proclamado rey con dieciséis años recién cumplidos. Tuvo un reinado muy largo, con más de cuarenta y cuatro años de gobierno. Inmediatamente se despreocupa de los asuntos de Estado, cediendo todo el poder a su valido, el conde duque de Olivares. En este tiempo, Felipe IV se dedica en cuerpo y alma a los placeres que le ofrecía el sexo. Como relata José Deleito y Piñuela en su libro “El Rey se divierte”, nos muestra su obsesión por el sexo y dice “con los primeros hervores de la adolescencia, cuando cabalgó sin freno por todos los campos del deleite, al impulso de pasiones desbordadas. Su tiempo pues estaba destinado al libertinaje, la caza como afición y a las correrías nocturnas por Madrid”. Es curioso cómo en la elección de las mujeres, no hacía distinción de clase social alguna. Otra característica de Felipe IV era la poca duración de sus relaciones. Entre sus amantes podemos contemplar toda clase de mujeres: casadas, viudas, solteras, doncellas, damas de la alta nobleza, monjas y actrices. Un rey que pasaba desde el Alcázar a la mancebía, pasando por el corral de la comedía. No había límites para sus ardores, sus preferencias iban más a las mujeres humildes que a las de alta cuna.

No se sabe, con certeza, el número exacto de hijos que tuvo Felipe IV, fuera de sus dos matrimonios. Las cifras se mueven entre 20 y 40, aunque ninguno de sus contemporáneos tuvo el atrevimiento de contar los resultados de su promiscuidad sexual. Paradójicamente, el Rey que más hijos ha tenido en la historia de España, 13 legítimos, murió sin ser capaz de dar más heredero varón que el enfermizo Carlos II el Hechizado. Un castigo casi bíblico para un Monarca –culto, inteligente, amigo de Velázquez y gran mecenas del arte–, que desatendió los asuntos de su reino hasta que éste comenzó a desmoronarse.

El Rey acostumbraba a frecuentar de incógnito los palcos de los teatros populares de Madrid, como El Corral de la Cruz o El Corral del Príncipe, en busca de aventuras amorosas. En una de estas incursiones, Felipe IV conoció a una joven actriz llamada María Inés Calderón, a quien apodaban “la Calderona”, la cual había mantenido también relaciones con el duque de Medina de la Torres. El Monarca quedó admirado por la belleza de la joven y, con la excusa de felicitarla por su actuación, pidió reunirse en privado con ella. El niño que nació fruto de esta relación fue bautizado como “hijo de la tierra” (forma en que se inscribían en el libro de bautizados a los hijos de padres desconocidos), en la parroquia de los Santos Justo y Pastor. Conocido como Don Juan José de Austria, este hijo de Felipe IV terminó convirtiéndose en una de las figuras políticas más importantes del reinado de su hermanastro Carlos II. Por su parte, “la Calderona” ingresó pocos años después del parto en el monasterio benedictino de San Juan Bautista en Valfermoso de las Monjas, Guadalajara. 

Lejos de lo que cabría pensar, la adicción al sexo de Felipe IV no fue una rara avis en la piadosa familia Habsburgo. Felipe III y su padre Felipe II, que encargó a Tiziano una colección de pinturas eróticas y mantuvo varias relaciones ilícitas en su juventud, no engendraron ningún hijo ilegítimo, otros miembros de la familia tuvieron numerosos vástagos fuera de sus matrimonios, Carlos I de España tuvo como mínimo cuatro hijos y su abuelo Maximiliano unos doce. A su vez, Don Juan de Austria, el más famoso de los hijos bastardos de la dinastía, tuvo al menos dos hijos sin estar casado.


Tras el fallecimiento de su hijo Carlos II el Hechizado, sin descendencia, las principales potencias europeas, habidas de ocupar el trono que quedaba vacante, se lanzaron a toda clase de movimientos ara ocuparlo, inclusive la guerra. Guerra que sentó en el trono de las Españas al primer Borbón. Me refiero, como todos sabéis, a Felipe V de España, el Animoso, rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán y soberano de los Paises Bajos.

Había nacido Felipe de Borbón, duque de Anjou, en el Palacio de Versalles, el 19 de diciembre de 1683, era el segundo de los hijos de Luis, Gran Delfín de Francia y de María Ana de Baviera. Por tanto, era nieto del rey francés Luis XIV y María Teresa de Austria, infanta de España, y bisnieto de Felipe IV de España.

Pondremos en su haber una serie de “locuras” que le caracterizaron durante toda su vida. Era Adicto al sexo, practicaba el coito a diario hasta conseguir orgasmos múltiples. Para no perder el tiempo llegó a celebrar los Consejos de gobierno en su alcoba, con su segunda esposa, Isabel de Farnesio, siguiéndolos desde la cama. 

Era un Obseso por la sangre, de camino a España para ocupar el trono, tuvo conocimiento de una corrida de toros, tras un inicial rechazo, pronto acabó atrapado por el ritual. Después del emperador Carlos I, Felipe V fue el primer monarca que pisó un campo de batalla, un morboso escenario en el que disfrutaba oliendo y viéndose manchado de sangre ajena. 

Angustiado por su cargo, se negó siempre a aceptar su destino de rey. La mayor parte de su reinado estuvo marcada por el deseo continuo de abdicar. El 27 de julio de 1720, firmó un voto secreto, en el que se comprometía a dejar el trono antes de Todos los Santos de 1723. Los días 15 de agosto de los siguientes tres años renovó por escrito su solemne promesa. Hasta que el 10 de enero de 1724 sorprendió a Europa al firmar un decreto de abdicación por el que cedía a su hijo Luis, de dieciséis años, todos sus reinos y señoríos. Al fallecer Luis I de España se vio obligado a volver a reinar. En junio de 1728 redactó un nuevo testamento renunciando a la corona, que entregó al presidente del Consejo de Castilla. Pero la Farnesio abortó la operación de inmediato. 

Remordimientos enfermizos, la educación recibida del obispo Fénelon, hizo de él un joven atemorizado por el pecado y obsesionado por los remordimientos que le causaba la continuada práctica del onanismo. Le atraía el sexo aun sabiendo que cada vez que se masturbaba era condenado moralmente por ello. Entre una vez y otra, descargaba la culpa con su confesor. 

Pócimas afrodisíacas, a diario tomaba su plato favorito: gallina hervida. La acompañaba con pócimas cuyas propiedades estimulaban su vigor sexual. Cada mañana, antes de levantarse, desayunaba cuajada y un más que dudoso preparado de leche, vino, yemas de huevo, azúcar, clavo y cinamomo. 

Fobia al sol, las cortinas de palacio siempre debían impedir la entrada de luz, vivía obsesionado porque ningún rayo de sol le tocara. Creía enloquecido que el sol le penetraba el cuerpo hasta alcanzar los órganos vitales con intención de destruirlos. Al trasladar la corte a Andalucía, entre 1729 y 1733, invirtió los horarios. Cenaba a las cinco de la mañana, a las siete u ocho se iba a la cama, a las doce del mediodía tomaba su brebaje para el vigor sexual y una hora más tarde comenzaba a vestirse. El día, para él, se iniciaba con la caída del sol. Sus colaboradores, y la propia reina, no podían seguir su ritmo. 

Pasión por los relojes, se pasaba horas manipulando relojes. En 1725 adquirió una verdadera joya: el reloj astronómico de Las cuatro fachadas, obra del maestro formado en Lieja Thomas Hildeyard. Una maravilla de cuatro caras, planta cuadrada y una cúpula acristalada en cuyo interior se encierra el universo. 

Rechazo de la ropa blanca, en 1717, sufrió el delirio de que la ropa blanca irradiaba una luz cegadora debido a que el número de misas por el eterno descanso de su primera esposa, Mª Luisa de Saboya, había sido insuficiente. A pesar de mandar renovar todo el vestuario, llegó casi a enloquecer convencido de que lo estaban envenenando a través del blanco de la ropa. La confección de su ropa interior fue encargada a unas monjas, y no se la cambiaba hasta que acababa hecha trizas. 

Aversión por la higiene, el aseo personal no era su punto fuerte, podía pasar días enteros sin salir de la cama, y semanas y hasta meses sin afeitarse, ni cambiarse de ropa, ni lavarse. No permitía que le cortaran el pelo o las uñas, las de los pies llegaron a ser tan largas que se le enroscaron impidiéndole caminar con normalidad. Los embajadores temían las audiencias por el mal olor corporal que despedía y por su patética imagen. En una ocasión recibió a un diplomático vestido con un sucio y maloliente camisón que le dejaba las piernas al aire, y una peluca mal colocada sobre una grasienta cabellera. 

Paranoico antimedico, nunca se fió de sus médicos. Pensaba que sus decisiones tenían como fin último acabar con su vida. Su hipocondría le llevaba a imaginar todo tipo de males. Afirmaba padecer gravemente del estómago, aunque no se le conocieron problemas estomacales, acusando a los galenos de mentirle y retirar la sangre de sus heces para hacerle creer que estaba sano. Y en verdad lo estaba. De cuerpo, que no de mente.


De éste Felipe hemos de pasar al actual Felipe VI, que vendría al mundo el 30 de enero de 1968. Es el tercer hijo del matrimonio formado por Juan Carlos I de Borbón y Sofía de Grecia. Fue bautizado el 8 de febrero de 1968 en el Palacio de la Zarzuela, recibiendo los siguientes nombres: Felipe, en honor del rey Felipe V, el primer Borbón que reinó en España; Juan, por su abuelo paterno Juan de Borbón, conde de Barcelona; Pablo, por su abuelo materno el rey Pablo I de los helenos; Alfonso, en honor de bisabuelo el rey Alfonso XIII de España; y De Todos los Santos, como continuidad de la tradición borbónica.

A diferencia del rey emérito, Felipe es "accesible, cercano, cordial, y educado", pero hay una parte desconocida que merece ser explicada: Felipe adora el vino de lujo. Su obsesión llega a un extremo de lujo ridículamente caro, tiene una vinoteca inmensa, en la que se pisa arena de playa traída expresamente del Índico porque, según Felipe, tiene las condicionas perfectas para mantener la humedad. 

Se dice frecuentemente, que Felipe es seguidor del Atlético de Madrid, a lo que él contesta: "Es un sambenito que me han puesto. No me gusta el fútbol". Pero más interesante es cuando tumba el mito de su mote "El Preparao". Es licenciado en Derecho y Económicas y tiene la carrera militar. Felipe confiesa: "Tampoco hice exactamente la carrera. Me centré en asuntos puntuales que tenía que conocer. No estoy capacitado para ejercer de abogado".

Estuvo a punto de morir hasta en tres ocasiones. En 1987 haciendo prácticas en la Academia de Aviación casi explota su avión; ese mismo año, en otras maniobras en un buque, casi es aplastado por una lancha. La última es más reciente, el mismo día de su proclamación como rey en 2014, cuando un individuo, queriendo demostrar la falta de seguridad del monarca, le apuntó en la cabeza al rey con un AK-47 desde la habitación de un céntrico hotel, lo grabó en video y lo subió a internet. Fue juzgado y absuelto en 2016.

Aunque sus padres querían ponerle Fernando, el dictador Franco les impuso el nombre de Felipe. Su primer coche fue un Seat Ibiza, se lo regaló el rey Juan Carlos en 1986 al cumplir 18 años. Su primera novia fue una aristócrata que luego se convirtió en periodista, quince años después se casaría con una periodista. 

Ya tendremos tiempo de contar mas cosas de este, de momento, último Felipe.




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