El Asedio de Gerona
Durante el trascurso de la guerra de 1808 a 1814, se produjeron en las comarcas gerundenses un gran número de escaramuzas, pero lo más fundamental fue sin duda la guerra de sitios. El emperador Napoleón había dejado claro a su Estado Mayor que era preciso, para la buena marcha de las operaciones en España, mantener expedita la comunicación entre Barcelona, ocupada y controlada, y la frontera francesa, para lo que debía tomarse la plaza de Gerona, pequeña y mal fortificada, situada en mitad del trayecto, complemento de la de Figueras. Las guarniciones francesas en la Ciudadela de Barcelona y Figueras, gobernadas por los generales Duhesme, jefe del ejército francés en Cataluña, y Reille, eran insuficientes para oponerse a las fuerzas del marqués del Palacio, Mariano Domingo Traggia y Uribarri (Capitán General de Cataluña, desde el 6 de julio de 1808) y del general Francisco Dionisio Vives y Planes. Los franceses continuaban sin poder dominar el territorio y sin asegurar sus comunicaciones. Por eso era indispensable conquistar la plaza de Gerona.
En las comarcas gerundenses se dieron un gran número de sitios, uno de ellos, el que se produjo en Gerona durante mayo y diciembre de 1809, fue de los más largos de todas las guerras napoleónicas. El importante número de asedios se explica por el elevado número de fortificaciones que protegían la ruta de entrada a la Península: Roses (con su ciudadela y el Fuerte de la Trinitat), Figueres (con Sant Ferran), Girona, y Hostalric (a medio camino de Barcelona). A excepción de Sant Ferran, ninguna de estas fortalezas se entregó sin combatir, lo que implicó que el ejército francés las tuvo que tomar después de sitiarlas. Roses resistió un primer ataque en julio de 1808 y se rindió el 6 de diciembre de 1808 Tras un mes de asedio. Hostalric fue evacuado por la guarnición española el 12 de mayo de 1810, después de resistir cuatro meses y del saqueo de la villa en noviembre de 1809. Sant Ferran cayó sin disparar un solo tiro en marzo de 1808 pero fue recuperado por los resistentes catalanes con un golpe de mano en abril de 1811. Los franceses asediaron el castillo y lo volvieron a tomar en agosto. Tres episodios componen la odisea resistente de Gerona. El primero de ellos es un ataque directo, de un día; el segundo y el tercero son propiamente sitios.
Asalto inicial contra la plaza de Gerona en junio de 1808
Duhesme, reunida una fuerza de cinco mil soldados, partió de Barcelona hacia Gerona por el camino de la costa. A la altura de Montgat tuvo su primer percance al topar con los efectivos del somatén, a los que intentaron coparlos, pero los paisanos escaparon de la escabechina. Escabechina que practicaron los invasores en la zona para que cundiera el ejemplo. Continuó la tropa hacia Gerona, y doquiera que pasaban aquellos soldados de nación blasonada como el culmen de la civilización universal, reinaban el pillaje y los estragos. Los pueblos a su paso padecieron la codicia y el desprecio, y nada hizo su atildado jefe para evitarlo. Era otra su prioridad, Gerona, ante la que se presentó el día 20.
La plaza estaba guarnecida por trescientos hombres del Regimiento de Ultonia, al mando de el capitán Alonso Carrillo y unos pocos artilleros con sus piezas; nimia fuerza para oponerse a la de enfrente. Pero recibieron ayuda, y con qué traza, nobles y plebeyos, seglares y eclesiásticos, jóvenes y ancianos; todos acudieron a coger las armas y a colocarse en los puestos asignados. El enemigo fue recibido a cañonazos, un saludo que no era de bienvenida, por lo que Duhesme ordenó un repliegue sobre las casas y aldeas vecinas, que saquearon y quemaron degollando a sus moradores. No tardaron los franceses en volver al punto de mira de los gerundenses tras las murallas, torres y castillo; y acometieron con empeño por tres puntos diferentes. Asaltos continuos, sin ningún éxito. Amparados en la oscuridad de la noche, los asaltantes alcanzaron los muros, los defensores derribaron a los pioneros y éstos arrastraron a los que tras ellos ascendían. La fusilería y el cañoneo desplazaron al sigilo, hasta que en la madrugada, el considerable y nada previsto número de bajas, muertos y heridos, obligó a suspender su maniobra de los asaltantes.
Al amanecer del día 21 de junio, había 700 hombres yacentes en el campo de batalla. Razón suficiente para regresar a Barcelona, eso sí, sin perder el hábito devastador en el regreso, aunque los somatenes hacían pagar un precio por tales iniquidades. El castigo más notable aconteció en Mataró. En esta localidad del litoral barcelonés había quedado parte de la fuerza expedicionaria francesa, sintiéndose seguros. Otro error. El hostigamiento al invasor crecía gracias al esfuerzo de los paisanos, al extremo que los tres mil quinientos hombres acabaron por huir dejando tras de sí la artillería de acompañamiento. La expedición de conquista se había saldado con un notorio fracaso.
Primer sitio, en Julio de 1808
La guerra contra el ejército napoleónico en Cataluña carecía de un plan y de una estructura militar consolidada. Los somatenes y paisanos, en pequeñas partidas, perseguían a los imperiales en la medida de sus posibilidades, mientras se adecuaba el ejército nacional. También protagonizaron episodios de audacia y valor, como la gallarda defensa de Rosas, rechazando a los franceses y derrotándolos en su retirada, y como el intento de reconquista del Castillo de Figueras, ocupado al inicio de la invasión.
La Junta General del Principado, reunida en Lérida, acordó formar un cuerpo de cuarenta mil hombres. Al mismo tiempo llegaban a Tarragona, procedentes de Mahón, cuatro mil seiscientos hombres mandados por el marqués del Palacio. Esto atemorizó al general Lechi, que por aquel entonces mandaba en la guarnición de Barcelona por ausencia del mariscal Duhesme, también tenía a la vista dos fragatas inglesas, con cuyo auxilio los somatenes habían recuperado Montgat.
Duhesme, resentido por su fracaso en Gerona, quería reivindicar su honor con la toma de aquella plaza, apremiado por el emperador que la requería como llave de paso franco. Dio la orden de marcha el 10 de julio, a la cabeza de seis mil hombres y trece cañones. A las afueras de Barcelona comenzaron sus tribulaciones: los somatenes y las partidas de Francisco Miláns del Bosch y Joan Clarós acechaban con eficaces golpes de mano. Camino de la plaza de Gerona, los franceses intimaron la rendición al gobernador del Castillo de Hostalrich, cuya respuesta fue digna y briosa. Con Gerona a la vista, a la tropa de Duhesme se unió un refuerzo de dos mil hombres y artillería al mando de Reille. La guarnición que se oponía a los ocho mil franceses era de dos mil militares, completados por la población civil nuevamente dispuesta a cooperar activamente en la defensa.
Ningún movimiento hicieron los sitiadores hasta el 12 de agosto; fecha en la que conminaron a la rendición. Sin resultado. A medianoche rompieron el fuego, continuado los días 14 y 15. Los sitiados reparaban con prontitud los estragos que hacía la artillería en la muralla, e impedían de este modo que quedasen abiertas brechas practicables. Avisado del asedio, el marqués del Palacio envió en socorro de la plaza al conde de Caldagués con cuatro compañías, a las que se unió el guerrillero Joan Baiget (Joan de la Creu Baiget i Pàmies) y los también guerrilleros Juan Clarós (Joan Pau Clarós i Presas) y Francisco Miláns del Bosch (militar del ejército español), siempre pendientes de los exploradores y de las retaguardias del enemigo para asestar sus golpes. El día 15 Caldagués con diez mil hombres, determinó atacar a los franceses al día siguiente por la mañana. Pero los sitiados no esperaron. Animados por el refuerzo, salieron impetuosos hasta pisar las trincheras enemigas. Toda la jornada fue de ardua lucha, quedando tan mal parados los franceses que al amanecer del 16 Reille regresó a Figueras, y Duhesme a Barcelona, perdiendo bagajes y artillería.
Segundo sitio en mayo de 1809
Unos meses después tras los dos intentos, Gerona seguía fuera del poder invasor y en Cataluña la resistencia al francés napoleónico no cejaba. Apremiado, por la Junta Central de Defensa Nacional que le había conferido el mando militar en Cataluña, el general Joaquín Blake y Joyes entraba en Tortosa. En el resto del territorio, guerrillas y somatenes incomodaban al invasor; y hasta se quiso recuperar Barcelona con un arriesgado proyecto que no cuajó por haberlo descubierto, y que costó la vida a varios de sus autores, uno de los ajusticiados era un mozo llamado Juan Massana, que al ser tildado de traidor por la autoridad usurpadora respondió a ese general que el traidor era él "que con capa de amistad se ha apoderado de nuestras fortalezas".
Dada la urgencia por asegurar las comunicaciones con la frontera francesa, y el orgullo herido al no poder doblegar la resistencia de una plaza con reputación de poca defensa, volvió a la carga el ejército imperial. Para la defensa de Gerona, la oposición a la fuerza invasora se antojaba difícil y penosa. Por lo que, el general Gobernador Mariano Álvarez de Castro, secundado por los voluntarios, dispuso a toda prisa una reserva compuesta por ocho compañías, vecinos de la ciudad, aprestadas con lo imprescindible. La amalgama resultaba tan pintoresca como entusiasta: paisanos, seglares y eclesiásticos, jóvenes con ancianos y el bautizado Batallón de Santa Bárbara, compuesto por mujeres, con Lucía Conama y Fitzgerald al mando como coronela, que se dedicaría a suministrar alimento y munición a la tropa, y llegado el caso, a tomar las armas tapando los boquetes por donde pudiera colarse el enemigo; más la asistencia a los heridos y agonizantes.
Álvarez de Castro, era un curtido militar de sesenta años, que ya se distinguió por su valor en la defensa del Castillo de Montjuich en Barcelona, hombre de indomable espíritu y patriota ejemplar, y a su lado descollaron el teniente de rey Julián Bolívar, el coronel de Artillería Isidro de Mata, el de Ingenieros, Guillermo Minali y el intendente Carlos Beramendi; sin restar mérito al resto de la oficialidad y la tropa. En abril de 1809, consciente de lo que se les venía encima, Álvarez de Castro promulgó un bando en el que anuncia su intención de resistir hasta la muerte, y advierte a quien piense en pasarse al enemigo o proponer rendición que será ejecutado.
El día 6 de mayo se presentaron los franceses ante Gerona, iniciando las tareas del sitio inmediatamente, a las que apenas pudo oponer otro impedimento la guarnición de la plaza, dados sus efectivos, que provocar alarma y mínimo retardo con algunas salidas en las que participaron vecinos de las inmediaciones. El 31 de mayo cayó al ermita de Los Ángeles, tras una enconada resistencia, anticipo de lo que iba a suceder con la plaza. Y a principios de junio, los sitiadores culminaron el cerco enfilando Gerona dieciocho mil soldados. El día 12 se presentó un parlamentario intimando la rendición. La respuesta del Gobernador, castellano viejo, fue contundente: desde ese momento recibiría a cañonazos a los enviados enemigos de su Patria. La suerte estaba echada y a cada cual le correspondía jugar con sus cartas.
El primer bombardeo, por parte francesa, tuvo lugar del día 13 al 14; con tal acierto que el hospital general, el más importante de la ciudad, fue incendiado y destruido. Al amanecer de ese día 14, acometieron los artilleros y luego la infantería las torres de San Luis y San Narciso, que los defensores tuvieron que abandonar el 19 por no haber en ellas cobijo de tanto estrago ocasionado; por la misma razón, el 21 evacuaron la de San Daniel. Antes, la noche del 14 al 15 los atacantes se apoderaron del Arrabal de Pedret, exterior de la Puerta de Francia, y allí se atrincheraron. Pero una salida de los sitiados los desalojó del parapeto y de todo el arrabal.
Aunque la balanza se inclinaba del lado atacante, la determinación de los defensores ofuscaba el anhelado horizonte de victoria. En esto llegó al campo enemigo el general Saint-Cyr, trayendo consigo un refuerzo que incrementó hasta treinta mil el número de sitiadores. La mañana del 3 de julio dio comienzo el ataque al Castillo de Montjuich, primero la artillería, luego los infantes. Los cañonazos causaron gran destrozo en el castillo, pese a lo cual, la guarnición compuesta por 900 hombres mandados por el brigadier de Infantería Guillermo Nash aguantaba el asalto. Estaba enarbolada la bandera española en un punto de la fortaleza que se desmoronó de tanto impacto de cañón, cayó al foso, lo vio el subteniente Mariano Montoro y allá que se dirigió para recogerla, subirla y colocarla otra vez en el muro.
El día 4, a las diez y media de la noche, dieron el asalto los sitiadores, siendo rechazados. El 8 repitieron el asalto por tres veces, con el mismo resultado. Hubo un cuarto asalto que acabó como los tres anteriores, más la herida del coronel Muff, jefe de los atacantes, dos mil bajas vistas, entre ellas las de sesenta y seis oficiales heridos y once muertos. En otro frente, la artillería francesa voló la torre de San Juan, sita entre la ciudad y el castillo, pereciendo la mayoría de españoles en ella apostados. Saint-Cyr se propuso privarla de cualquier aliento exterior de localidades. Con este fin tomó una tropa y la dirigió en dos direcciones a San Feliu de Guixols y Palamós, conquistando ambas plazas con abundante derramamiento de sangre. Continuó ahora por el sur, destinando el día 12 una brigada contra los somatenes y partidas que hormigueaban desde Hostalrich hasta Gerona; y por el norte, en operativos de control y limpieza entre Figueras y la raya de Francia.
Era un segundo cerco, más amplio y de igual modo eficaz, que aunque restaba efectivos al asedio ganaba en disuasión. Debido a esta maniobra de aislamiento, el auxilio encabezado por el coronel Rodulfo Marshall, militar irlandés al servicio de España, con un convoy con atención básica para la población y suministros para la guerra, enviado por la Junta Central de Cataluña, fue descubierto, interceptado y atacado.
La resistencia de los defensores del Castillo de Montjuich proseguía indeleble, era un bastión construido en la montaña de ese nombre por orden de Felipe IV en 1653, para garantizar la seguridad de los accesos a la llanura de la ciudad desde el norte, conjuntamente con cuatro torres de defensa: San Juan, San Daniel, San Narciso y San Luis. Fue acabado en 1675. El 31 de julio murió un gran número de franceses en la zona de la torre de San Luis, volados por una bomba arrojada desde la plaza y rematados por una salida de los resistentes en el castillo. Éstos mismos valientes sufrieron el 3 y el 4 de agosto sendos ataques contra el antepecho del castillo, que tuvieron que abandonar por orden de Álvarez de Castro. Los napoleónicos habían posicionado diecinueve baterías para batir el castillo, durante dos meses castigaron sus muros, y aunque abrieron brechas y la guarnición era menor que los atacantes, necesitaron ocho semanas para doblegarla.
Privada la plaza del baluarte de Montjuich, se resintió la defensa en aquella zona, entonces sólo cerrada por una muralla débil y amparada por muy pocos fuegos. Ante esta perspectiva, los sitiadores levantaron buen número de las baterías presentes; pero pronto las devolvieron visto que en Gerona no aparecían señales de ceder. El día 19 enfilaron los cañones hacia la Puerta de San Cristóbal y la muralla de Santa Lucía, que era el sitio más alto y débil de la plaza, causando gran destrozo. El 25 intentaron ocupar las casas de Gironella, pero una salida de los sitiados lo impidió. Estas salidas eran efectivas, pero reducidas a la mínima expresión porque las bajas habían mermado tanto la guarnición que las impedían, y sólo en caso de extrema necesidad recibían autorización. Con todo, no faltaba el coraje ni la provisión del infatigable Gobernador, inamovible en su propósito de no capitular ni retroceder ante el enemigo. "Al cementerio", respondió a un oficial encargado de una salida, que le preguntaba a dónde se dirigiría en caso de retirada. No se descuidó tampoco Álvarez de Castro de pedir socorro por diferentes conductos. Al general Joaquín Blake le cupo el honor de proporcionar a la plaza el alivio solicitado. Por medio de un movimiento bien ejecutado por los generales Enrique O'Donnell y Manuel Llauder, el contingente de auxilio español burló las precauciones de Saint-Cyr, causando muchas bajas y la muerte del general Hadeln a manos de un miguelete, consiguiendo entrar en Gerona con dos mil acémilas custodiadas por cuatro mil infantes y dos mil caballos al mando del general Jaime García Conde; en este contingente figuraban los voluntarios de Miláns, Baget y Clarós, que ya habían participado en la liberación de Gerona en el verano de 1808. Una vez aprovisionada la plaza, este general se retiró a Hostalrich. Era un respiro pero resultaba equívoco creer que los refuerzos decantarían la balanza solucionado el hambre ya que ahora había que alimentarlos.
Repuestos de la sorpresa, los imperiales reanudaron sus trabajos de asedio y las acometidas. Así el día 6 de septiembre volvieron a ocupar la ermita de los Ángeles, y mataron a cuantos la defendían menos a tres oficiales y al general que escaparon por una ventana. El 11 de septiembre bombardearon intensamente la muralla por los sectores que presentaban brechas. Prestos al asalto, los sitiadores prefirieron intimar a la rendición una vez más. La respuesta de Álvarez de Castro fue la consabida: negativa y descargas. Saint-Cyr, apremiado por Napoleón, quería poner fin al sitio cuanto antes, y como por la vía de la capitulación era imposible, dispuso el asalto a viva fuerza: cuatro columnas de dos mil hombres cada una tenían la misión de penetrar las murallas y poner pie en el recinto interior de la plaza.
La demostración de artillería, no consiguió amedrentar al Gobernador, quien se dispuso a recibirlos: toque de generala y repique de campanas. La tropa y los paisanos acudieron a sus posiciones defensivas. Ascendía una columna enemiga por la brecha de Santa Lucía, donde mandaba Rodulfo Marshall, que por dos veces fue repelida a la bayoneta. El general fue herido de gravedad, muriendo al cabo con estas palabras en la despedida: "Muero contento por esta causa y por Nación tan valiente". Por las brechas del cuartel de los Alemanes y el baluarte de San Cristóbal quisieron penetrar otras dos columnas, que también fueron repelidas. La columna que ascendía por la torre de Gironella, la cuarta de las desplegadas, corrió la misma suerte. El balance de muertes francesas registró dos mil hombres; el de españolas 350, aproximadamente, entre paisanos, militares, oficiales distinguidos por su valor y mujeres del aguerrido Batallón de Santa Bárbara. Niños y ancianos, clérigos, frailes y monjas, hombres y mujeres ocuparon el puesto que asignado por el Gobernador, omnipresente durante el conflicto.
No les cabía duda alguna a los franceses sobre el enemigo al que se enfrentaban, que antaño menospreciaron o simplemente dieron por débil, al punto que Saint-Cyr ordenó un repliegue táctico, transformando el sitio en bloqueo, confiado a que el hambre, las enfermedades y las inclemencias, alcanzaran el éxito que a sus armas le estaba siendo vetado. Por segunda vez quiso Joaquín Blake socorrer y proveer a los esforzados gerundenses. Al mando de doce mil hombres el 26 de septiembre ocupó las alturas de La Bisbal, a dos leguas de Gerona. Iba en vanguardia el general Enrique O'Donnell y a continuación el general Luis Wimpffen, de origen suizo, con el convoy compuesto por dos mil acémilas y ganado lanar. Saint-Cyr observó la maniobra y rápidamente se interpuso entre O'Donnell y Wimpffen para interceptar el convoy y arremeter contra los españoles. Tuvo éxito su movimiento y tras derrotar al contingente español, a Gerona sólo entraron 170 cargas. Además, las enfermedades, la escasez y el hambre apoyaban a los sitiadores; el sitio era excesivamente largo para los almacenes de la plaza, y para los hospitales. Y por si fueran pocas penalidades, los franceses obtuvieron nuevas refuerzos. Por tercera vez intentó Blake socorrer a los angustiados defensores de Gerona sin éxito.
El mariscal Augereau, duque de Castiglione, sustituyó a Saint-Cyr en el sitio de Gerona; a la par que Verdier relevaba a Reille en el gobierno de Figueras, y el ejército francés extendía una línea de cobertura desde San Feliu de Guixols hasta Tordera para evitar que Gerona pudiera ser socorrida por el general español Joaquín Blake. Como primera providencia, Augereau retomó la vía de la intimidación para rendir la plaza. Utilizó a prisioneros, soldados y civiles, también a frailes para ablandar la resolución de Álvarez de Castro; en vano. Gerona ofrecía un panorama espantoso entrado noviembre. Era tal la carestía, que una gallina costaba 16 duros y un ratón 5 reales, una fortuna para la época. Faltaban las medicinas, el alimento y la lumbre para los enfermos y heridos; y sobraba contagio y hedor. La ciudad era la mansión donde se alojaban el dolor y la muerte. En tan horroroso trance se abatían hasta los más animosos. Algunos proponían salir y abrirse paso para llegar a zona libre, hubo quien optó por hablar de capitulación delante del Gobernador. "¡Cómo!", replicó éste con viveza, "¿sólo usted es aquí cobarde? Cuando ya no haya víveres nos comeremos a usted y a los de su ralea; y después resolveré lo que más convenga. Sepan las tropas que guarnecen los primeros puestos, que los que ocupan los segundos tienen orden de hacer fuego, en caso de ataque, contra cualquiera que sobre ellos venga, sea español o francés, pues todo el que huye hace con su ejemplo más daño que el mismo enemigo". Explicitado en un bando.
La noticia de la resistencia sobrehumana de Gerona y las penalidades que sufría su población, conmovieron a una Junta General. Reunida en Manresa, propuso un alzamiento popular allá donde los franceses no dominaran para obligarles a levantar el sitio o, al menos, a facilitar el auxilio de la plaza. Llegado a oídos de Augereau supo que, de realizarse aquella iniciativa, su situación ante la plaza se tornaría peligrosa, así que redobló las embestidas en la noche del 2 de diciembre, ocupando el Arrabal del Carmen en el que emplazó baterías para ensanchar las antiguas brechas en los dolientes muros gerundenses. Las piedras se quebraron con los impactos, pero los espectros tras ellas, aún imponían respeto a esos mismos franceses que se vanagloriaban de haber vencido a todos los pueblos del continente.
El día 7, una vanguardia atacante se apoderó del reducto de la plaza y de las casas de La Gironella, cortando la comunicación con los fuertes, cuya guarnición sólo disponía de alimentos para dos jornadas y munición para algo menos. Pese al desolador panorama, Álvarez de Castro pudo socorrerla con una remesa de trigo que cubriría otras tres épicas jornadas: no había otra reserva que suministrar. A media tarde, los imperiales volvieron a intimar la rendición sin conseguir que el Gobernador y su gente doblaran la cerviz. Augereau mandó destruir el puente de piedra, último acceso y pasillo de conexión con el entorno. Y ni por esas asomó en labio alguna la palabra capitulación.
Pero Mariano Álvarez de Castro estaba gravemente enfermo desde hacía días; las tercianas no aminoraban su espíritu, pero su cuerpo apenas se sostenía en pie, y ya el día 4 cedió a una calentura nerviosa que le mantenía postrado y en peligro de muerte. Siguió impartiendo órdenes y aliento hasta el día 8, fecha en que le sobrevino el delirio, y aún consciente, transfirió el mando al oficial Julián Bolívar, y él recibió la extremaunción.
La primera providencia de Julián Bolívar fue nombrar una junta militar y reunir la municipal. Había que afrontar los hechos con el mayor realismo. Pesaba a todos el tener que plantearse la rendición, pero la defensa era ya inviable. El otoño se despedía con lluvias abundantes que encharcaron las calles; por ellas corrían en insalubre mezcolanza las aguas, la sangre y los detritus; y menudeaban los cadáveres insepultos, con las casas derruidas y los escombros por hogar. Siete eran las brechas abiertas, algunas muy anchas; habían muerto cerca de seis mil soldados y cuatro mil paisanos; sólo quedaban mil cien combatientes, escuálidos, casi cadáveres; las subsistencias reducidas a la mínima expresión; ningún alivio entre ataque y bombardeo, esfumadas las esperanzas de pronto socorro. Si Gerona hubiera estado provista, la defensa de sus maltrechos muros hubiera seguido, como en Zaragoza, y los arrogantes franceses, dominadores de Europa, humillados delante de una flaca y antigua muralla.
De acuerdo con las juntas, Julián Bolívar envió al campo de los sitiadores para tratar de la capitulación al brigadier Blas de Fournas, que fue bien recibido por Augereau, con quien ajustó una capitulación tan favorable a los defensores, militares y paisanos, como podía ser en tales circunstancias. Corría el 10 de diciembre de 1809. Los franceses se comprometieron a respetar la vida y hacienda de los supervivientes, así como la profesión de su fe católica, y lo incumplieron todo.
Los sitiadores entraron en la plaza el 11 de diciembre por la Puerta de Arenys. Habían precisado de cuarenta mil hombres y cuarenta baterías que arrojaron sesenta mil balas de cañón y 20.000 bombas y granadas, para vencer la resistencia de una pequeña y mal fortificada plaza defendida por una corta guarnición. Tanto poderío bélico no bastaron para obtener la rendición inmediata; fue el hambre quien abatió a los defensores. Una vez en el interior de Gerona, su primera reacción fue de asombro al contemplar los efectos de una resistencia que no hallaron en ninguna de sus guerras anteriores. El gobernador Mariano Álvarez de Castro seguía vivo, el 23 de diciembre lo sacaban los franceses de Gerona para conducirlo a Francia, en pésimas condiciones y custodiado al milímetro, lo depositaron en el Castillo de Figueras, donde se le encerró en un cuartucho desnudo y lóbrego en las caballerizas; primera posta de su particular vía crucis. Al cabo lo trasladaron al Castillo de Perpignan, estancia aún peor; segunda posta. Poco después, víctima ahora de una incomprensible desorientación, o de una venganza a plazos, lo devolvieron a España para encerrarle de nuevo en el Castillo de Figueras. Su morada última iba a ser un calabozo.
Si antes hubo razones para fomentar la leyenda, su cautiverio añadía otro capítulo denigrante para los captores. Puede que lo dejaran morir en condiciones innobles, puede que le arrebataran la vida al instante a golpes, ahorcado o envenenado; ambas opciones, qué duda cabe, por orden del vengativo Napoleón. En España, el proclamado héroe de Francia, actuó como un megalómano envidioso y ruin, ordenando, induciendo y aprobando asesinatos y vejaciones. La Junta Central de Defensa Nacional, y posteriormente las Cortes reunidas en Cádiz, decretaron honores al valor y lealtad de Mariano Álvarez de Castro. En 1815, concluida la guerra con la derrota del invasor, el capitán general de Cataluña, Francisco Javier Castaños y Aragorri, duque de Bailén, presidió en Figueras las honras fúnebres de su benemérito compañero de armas, y en una lápida que mandó fijar en la misma prisión que vio su muerte, transmitió su nombre y hazaña a las futuras generaciones.
Ramón Martín
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