La Séptima Cruzada, El final de la presencia templaria en Tierra Santa
Corre el año 1206 y a orillas del río Onón, en el norte de Mongolia, se reúnen los clanes mongoles, es una asamblea de jetes o kuríltai, en el que deciden nombrar a Temujín, más conocido como Gengis Kan, del clan de los borchigmnes, gran kan de todos los pueblos de las estepas. Entre 1206 y 1227, conquistan China, Asia Central y llegan hasta el corazón de Europa, venciendo a cuantos ejércitos encontraron a su paso. Cuando llegaron a Europa las primeras noticias, hubo quienes creyeron que ese kan, era el monarca del fabuloso reino oriental, que relataba una antigua leyenda.
Gengis Kan no era cristiano, pero entre los mongoles había muchos cristianos nestorianos, convertidos por monjes llegados a Asia Central desde Iraq, el norte de Paquistán o incluso la India. A mediados del siglo XIII varios embajadores cristianos viajaron a la corte del gran Kan, describiendo como era este pueblo e ideando una alianza con los mongoles para derrotar al Islam. En 1227 murió Gengis Kan y dos años después fue elegido nuevo gran Kan su tercer hijo, Ogodei. Una figura como la de Gengis Kan, cuya autoridad fue absoluta, era irrepetible, y a la muerte de Ogodei el imperio se dividió entre sus nietos, aunque siempre sometidos a la autoridad nominal y teórica del gran Kan.
El Islam, en 1247, atrapado entre cristianos y mongoles, parecía abocado a su desaparición. La irrupción de los mongoles, que nadie había imaginado siquiera, trastocó por completo la situación. Luis IX, rey de Francia, se embarcó en una nueva cruzada, la Séptima. Estaba obsesionado con las reliquias y con triunfar sobre el islam. En 1248 Luis IX había ordenado su construcción para guardar en ella varias reliquias que había comprado, entre ellas la Vera Cruz y la corona de espinas.
Con la Santa Capilla recién terminada, Luis IX juró sus votos de cruzado, concentró a su ejército y se hizo a la mar. En su ejército iba una compañía de templarios al mando de Reinaldo de Vichiers, preceptor del Temple en Francia. En la primavera de 1249 desembarcó en el delta del Nilo, y el 5 de junio conquistó la ciudad de Damieta. Durante varios meses, los cristianos se mantuvieron en las zonas pantanosas del delta, preparando un ataque Nilo arriba hacia El Cairo.
Los templarios acudieron prestos a la llamada del rey de Francia y se presentaron en el delta, con su maestre al frente de al menos trescientos caballeros. El maestre del Temple era el francés Guillermo de Sonnac, elegido en 1247, a los dos años de la muerte del anterior maestre, el normando Ricardo de Bures, que sólo ocupó el cargo seis meses. Sonnac quería recuperar cuanto antes el tiempo perdido. Los templarios querían demostrar que seguían siendo sus principales valedores en Tierra Santa, y en esa cruzada, tenían una oportunidad inmejorable.
A finales de 1249 Luis IX decidió avanzar hacia la ciudad de Mansura; cuando llegaron ante ella, Baibars, el general del ejército egipcio, les tendió una trampa. Dejó abiertas las puertas y los cruzados, con trescientos templarios en vanguardia, entraron en la ciudad sin tomar precauciones. Cuando una buena parte de ellos estaba dentro, comenzaron a dispararles desde las azoteas, causando una gran matanza en los cristianos, que apenas podían maniobrar en las estrechas callejuelas, convertidas en una verdadera ratonera. Doscientos ochenta y cinco templarios murieron allí, y sólo escaparon cinco, entre ellos el maestre Sonnac, que resultó malherido y falleció a las pocas horas; era el 8 de febrero de 1250.
Baibars contraatacó desde Mansura tres días después y se entablándose una gran batalla el 11 de febrero. Miles de muertos por ambos bandos cubrieron de cadáveres el campo de batalla; entre ellos estaba el maestre del Temple, quien ante la vergüenza sufrida por la muerte de sus hermanos en la encerrona de la ciudad, prefirió lanzarse a la muerte que vivir con aquel pesar. Su cuerpo fue recogido por los pocos templarios que quedaron vivos tras la batalla de Mansura. Unos días después se rindió el ejército cristiano, y el rey Luis fue capturado. Pudo ser liberado, en el acuerdo se contemplaba la entrega de Damieta a los musulmanes, cosa que se hizo efectiva el 6 de mayo de 1250.
Luis IX no podía regresar así a Francia, decidió quedarse en Acre para ganar tiempo y mitigar en lo que fuera posible el desastre de Mansura. La mayoría de los nobles regresaron a Francia; con Luis IX se quedaron tan sólo unos mil quinientos hombres. El Temple había perdido a su maestre, y era necesario elegir a su sustituto. Luis IX influyó para que el cargo recayera en la persona de Reinaldo de Vichiers. El Capítulo General del Temple, pese a la incompetencia del rey, aceptó su propuesta y Reinaldo de Vichiers, fue elegido nuevo maestre.
Desde su fortaleza en Acre, Luis IX procuró alcanzar algún éxito que le permitiera regresar a Francia con el orgullo y la estima recuperados. Trató de conseguir del sultán de Egipto la cesión de Jerusalén, aprovechando las disputas entre los musulmanes, y jugó a incidir en la confusión entre las diversas facciones del islam para debilitarlo desde dentro. Pero los cristianos estaban igual de divididos; templarios y hospitalarios seguían profesándose un desprecio mutuo y en 1251 volvieron a enfrentarse violentamente. Por su parte, los templarios seguían negociando, como acostumbraban, por su cuenta. El maestre Vichiers había cerrado un acuerdo con el emir An-Nasir Yusuf, señor de Alepo, quien, enemistado con los mamelucos de Egipto, había ocupado Damasco. El pacto consistía en el reparto de unos territorios en Siria entre templarios y An-Nasir. Cuando Luis IX supo de la existencia de este tratado, ordenó al maestre que lo rompiera. Y para que no quedara duda de su autoridad, en presencia de todo el ejército obligó al maestre a romper ese pacto, humillándolo ante sus caballeros. Desde luego, para ellos fue una afrenta terrible, pues su autonomía quedaba absolutamente deshecha ante la subordinación del maestre al rey de Francia. Un cronista que escribió medio siglo después de este episodio lo narró del modo siguiente:
Fracasado el intento de recuperar Jerusalén, Luis IX en 1254, tras seis años de cruzada, decidió que era hora de regresar a Francia. El Capítulo del Temple eligió en 1256 como maestre a Tomás Berard, a quien creyeron con carácter suficiente para no dejarse influir por ningún soberano. La Orden quería volver a recuperar la autonomía perdida, pero a partir de 1254 las órdenes militares se quedaron solas.
En 1253, en un kurihai celebrado en el curso alto del Onón, los jefes mongoles encargaron al príncipe Hulegu la conquista de Jerusalén. La formidable maquinaria de guerra del ejército mongol se puso en marcha. Miles de soldados atravesaron las cordilleras de Asia Central irrumpieron en territorio musulmán. En 1256 destruyeron el castillo de Alamut, en el norte de Irán, donde desde finales del siglo XI estaba la fortaleza en la que tenía su sede la secta de los «Asesinos», en 1257 ya estaban a las puertas de Europa y al año siguiente, en febrero, tomaron y arrasaron la ciudad de Bagdad, sede del califato abbasí y orgullo de la civilización islámica desde hacía cinco siglos.
Lo que no habían logrado las siete grandes cruzadas organizadas por los cristianos desde 1095 hasta 1248, es decir, el fin del islam, parecía que estaban a punto de lograrlo los mongoles. Desde que cayera bajo el protectorado de los turcos a mediados del siglo XI, el Imperio abbasí ya no había vuelto a convertirse en la gran potencia que fue en los siglos IX y X, y la ciudad de Bagdad, aun manteniendo buena parte de su población, de su influencia económica y de su desarrollo cultural, no disfrutaba ni mucho menos de la brillantez de la época del califa Harum ar-Rachid, cuya figura inspirara la colección de relatos reunidos bajo el título de Las mil y una noches, pero ambos seguían siendo un referente para los musulmanes.
El avance mongol con el apoyo de los cristianos de Armenia se fue cerrando como una tenaza sobre Siria. El papado recelaba de esos hombres de las estepas que permitían en sus tierras que se practicara libremente todo tipo de religiones y que no mostraban la menor sumisión hacia Roma. A esta animadversión se sumaban las viejas profecías, basadas en el libro de Ezequiel y en el Apocalipsis de San Juan, en las que se auguraba que la cristiandad sería destruida por las tribus de Gog y Magog, que llegarían de las tierras del este como una plaga aniquiladora.
Así, en 1259 los mongoles estaban a punto de invadir Tierra Santa, los musulmanes aguardando un destino que presentían trágico y los cristianos divididos entre los que se habían aliado con los mongoles y los que los contemplaban como enemigos peores si cabe que los propios musulmanes. Algunos príncipes cristianos, como Bohemundo VI de Antioquía, pactaron con los emisarios del gran kan y por ello fueron excomulgados por el legado papal. Pero ese año murió Mong-ka, el cuarto de los grandes kanes, y Hulegu tuvo que regresar a Mongolia para participar en el kurihai encargado de designar a su sucesor. El mando del ejército quedó entonces en manos de su lugarteniente, el general Kitbuka, un cristiano nestoriano con el que los cristianos de Tierra Santa podrían entenderse mejor; pero la marcha de Hulegu mermó considerablemente las fuerzas mongoles, que quedaron reducidas.
En enero de 1260 los mongoles y sus aliados cristianos tomaron la ciudad de Alepo y su formidable fortaleza en una sola semana, y el 1 de marzo entraban triunfantes en Damasco; Kitbuka lo hizo acompañado de sus aliados cristianos el rey Hetum I de Armenia y el príncipe Bohemundo VI de Antioquía y Trípoli. Pero entretanto, el príncipe cristiano Julián de Sidón atacó a unas patrullas mongoles; el resultado fue la destrucción de esa ciudad como represalia de los mongoles y la imposibilidad de alcanzar un pacto general entre éstos y los cristianos. Siria entera cayó en su poder, en tanto el islam oriental quedaba reducido a Egipto y a los desiertos de Arabia. Todo parecía presagiar que su fin estaba próximo.
Los mamelucos decidieron actuar de forma desesperada. Un ejército salió de El Cairo en el mes de julio de ese año 1260 avanzando hasta Gaza, donde aniquiló a un pequeño destacamento mongol que había llegado hasta allí como avanzadilla. Kitbuka decidió entonces ir directamente contra los mamelucos y dirigió su ejército hacia el sur bordeando el mar de Galilea por su orilla oriental. El sultán mameluco Qutuz salió al encuentro de los mongoles sabiendo que su ejército era muy superior en número.
La batalla se libró el 3 de septiembre de 1260 cerca del río Jordán, en un lugar conocido como El pozo de Goliat, Ayn Yaiut en árabe. El ejército mongol fue aniquilado y la cabeza de Kitbuka enviada a El Cairo como trofeo de guerra; cinco días más tarde los mamelucos entraban en Damasco como libertadores. La batalla fue sin duda una de las más importantes de la historia; la derrota mongol supuso el final de sus ambiciones en Oriente Próximo y nunca más volvieron a esta zona. Algunos historiadores han supuesto que, de haber ganado esa batalla el ejército mongol, la historia del mundo hubiera sido muy distinta. La población cristiana de Siria, fue aniquilada. El sultán Qutuz decidió regresar a El Cairo para hacer una entrada triunfal como salvador del islam, pero su general Baibars, lo asesinó en el camino. El propio Baibars asumió el sultanato mameluco y fue él quien entró victorioso en El Cairo.
La derrota mongol, la desunión de los cristianos y el ascenso de Baibars fueron los síntomas que anunciaron la agonía del reino cristiano de Jerusalén. En Europa las posturas sobre los templarios empezaban a enconarse; así, mientras en 1259 Jaime I declaraba que los templarios estaban bajo su protección, el influyente intelectual Roger Bacon acusaba a las órdenes militares de practicar «un celo brutal».
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