Salomé con la cabeza del Bautista, Los Martes de Caravaggio
Realizado en 1609, es un óleo sobre lienzo de 116 X 140 cm. Se encuentra en el Palacio Real de Madrid.
La pintura se halla en buen estado de conservación tras su reciente restauración por Patrimonio Nacional, la segunda tras la efectuada en 1951. La intervención ha permitido determinar con claridad la posición de la espada que empuña el verdugo, que está de espaldas. A las usuales tonalidades pardas que componen el fondo oscuro, Caravaggio decide añadir un verde oscurísimo que ahora resulta particularmente visible sobre todo en la zona en sombras de la izquierda.
Sobre la mención más antigua del lienzo, ya no es posible aceptar su identificación con la obra que envió Caravaggio a Alof de Wignacourt, gran maestre de la Orden de Malta, tras el regreso del pintor a Nápoles en 1609. De las dos versiones conocidas del tema, la que aquí se examina y la que se conserva actualmente en la National Gallery de Londres, la historia de la obra de Madrid parece excluir su paso por Malta.
El lienzo debe ser relacionado con toda probabilidad con una mención del inventario de los bienes de García de Avellaneda y Haro, conde de Castrillo y virrey de Nápoles entre 1653 y 1659. A comienzos de 1657, el virrey poseía ciento ochenta y tres pinturas, entre las que se cita: “Un cuadro de la degollación de San Juan con la mujer que recibe la cabeza del Santo, el verdugo y una vieja al lado de seis palmos con marco negro de peral es original de Caravacho”. A este respecto, hay que precisar que el inventario utiliza la unidad de medida local (un palmo napolitano = 26,367 cm), y por consiguiente las dimensiones del lado vertical del cuadro (con marco incluido) serían 158,202 cm, lo que resulta compatible del todo con la longitud del cuadro del Palacio Real de Madrid. La historia de la colección del virrey y las menciones de inventario sucesivas apoyan tal identificación.
García de Avellaneda y Haro, conde de Castrillo, era un personaje de cierta relevancia en el ámbito del mecenazgo artístico de mediados del siglo XVII. En efecto, sabemos que Felipe IV encargó a Diego Velázquez en 1656 que organizase el traslado a El Escorial de cuarenta cuadros, entre ellos algunos de los “que dio a Su Majestad don García de Avellaneda y Haro, conde de Castrillo”. Si efectivamente la misión se llevó a cabo en 1656, nuestro lienzo no debía de formar parte de este lote.
Volviendo ahora a la procedencia de la Salomé, el lienzo aparece en la relación de bienes de los reyes españoles a partir de 1666, cuando se incluye en el primer inventario del Alcázar redactado tras el regreso de Castrillo a España, con el número 242: “Otra [pintura] del Caravacho de la degollación de S. Joan Bautista de vara y media de largo y de alto vara quarta [tasado] en 100 duc[ado]s de plata”.
Veinte años después de la mención de 1666, la Salomé vuelve a ser recordada en el mismo lugar, con la misma estimación y atribución, y también en el inventario de los bienes redactado en ocasión del testamento de Carlos II, el 26 de septiembre de 1700. En 1734 el Alcázar quedó devastado a causa de un incendio, tras el cual se preparó una lista de las pinturas no destruidas, en el que aparece afortunadamente nuestro lienzo con el número 876.
La obra debe relacionarse también con el inventario del Palacio Real de 1794, donde con el número 354 vemos una Herodías anónima. La coincidencia del número de inventario indica que se trata sin duda de la Salomé, que en la época se hallaba aún en Madrid. Debo añadir aquí que la obra seguía aún in loco en 1814 cuando en el inventario de los bienes reales nuevamente vemos con el número 354 una Herodías “con la cabeza del Bautista, su madre y el tirano” sin atribución alguna.
La primera mención de la pintura en la Casita del Príncipe de El Escorial se debe a José Quevedo, que en 1849 la citaba en la Sala del Barquillo. Ocho años después aparece de nuevo en el meticuloso inventario de Poleró con el número 702.
El número 354 indica la pertenencia de la obra al lote de pinturas inventariadas y nuevamente numeradas a partir de 1787, durante el reinado de Carlos IV, que sumaba en la época un total de 418 piezas. El lienzo pudo gozar de renovada fama entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX, cuando se dibujaron dos copias de este: la más antigua es la que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, realizada por Pau Montaña entre 1795 y 1798; una segunda copia en dibujo fue realizada por Miguel Berdejo en 1798 y se conserva actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
La pintura se expuso en la exposición milanesa de 1951, entrando definitivamente en el circuito de los estudios caravaggescos, hasta que entró en escena para complicar la cuestión la Salomé con la cabeza del Bautista de la National Gallery de Londres.
Las dos Salomé tienen una estrechisima relación con Nápoles, documentable no solo desde un punto de vista estilístico. Empero entre las dos pinturas existe una notable diferencia estilística e iconográfica: la versión londinense se remite al modelo leonardesco —y por consiguiente lombardo, mucho más difundido— del verdugo que deposita la cabeza del Bautista en la bandeja que sostiene Salomé con el brazo extendido. Por su parte, el óleo madrileño enmarca la escena situando la bandeja con su macabro botín en el centro del grupo de los personajes mientras el verdugo envaina la espada: todo está en calma, no se trata ya de mostrar el horror sino de tomar conciencia de él. Este segundo modo de entender la escena es precisamente lo que deja una huella indeleble en la pintura napolitana de las primeras décadas del Seicento.
Las numerosas versiones del cuadro ponen de manifiesto la continuidad de la presencia de la pintura en Nápoles y, por consiguiente, la extrema dificultad para identificar esta obra con la enviada a Malta. La crítica ha detallado prolijamente las afinidades de los personajes de la obra con algunos de los protagonistas de los años posromanos de Caravaggio. Más allá de los detalles morfológicos, creo que las mayores dificultades para datar el cuadro en su segunda estancia napolitana tienen que ver con la película pictórica, más espesa y pastosa, y con la paleta aún rica en múltiples matices cromáticos, que se vuelve mucho más oscura en obras como la Santa Úrsula de la colección Intesa Sanpaolo o el San Juan Bautista de la Borghese, todas ellas caracterizadas por una gama discretamente trabajada de colores pardos.
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