La expulsión de los moriscos de España


La minoría morisca en España se originó en 1501, cuando a los antiguos mudéjares –musulmanes que vivían en territorio dominado por los cristianos– se les obligó a decidir entre, recibir el bautismo o ser expulsados de los reinos peninsulares. La mayor parte de ellos aceptó el sacramento, con lo que, oficialmente, se convertían en cristianos. Desde entonces se pasó a conocerles como moriscos o cristianos nuevos, distinguiéndoles de quienes descendían de familias cristianas sin musulmanes entre sus antepasados, los llamados cristianos viejos. No era solo una distinción religiosa, ya que establecía importantes diferencias sociales: les privaba de acceder a cargos, honores o distinciones, a cursar estudios en las universidades, donde, para ingresar, se exigía de sangre, con ausencia de antecedentes judíos o musulmanes en las cuatro generaciones previas. Un gran y eterno enemigo de la Monarquía Hispánica, como era el cardenal Richelieu, escribió refiriéndose a la expulsión de los moriscos de España: “es el acto más bárbaro de la historia del hombre”. Importante frase, viniendo de un estadista, que no se distinguía precisamente, por ser un defensor de musulmanes, a la vez que no era, fácilmente impresionable. Así, la decisión de Felipe III de expulsar a más de 300.000 moriscos, hizo retumbar la Islamofobia que reinaba en Europa. Además de acarrear unas consecuencias económicas y demográficas desoladoras. 

Con la llegada de Carlos I, en 1526, los moriscos lograron frenar la iniciativa impuesta por el rey de abandonar idioma y costumbre, mediante el pago de 40.000 ducados. Consiguieron una prórroga de cuarenta años. Expirado el plazo en 1566, los moriscos pensaron que una nueva contribución resolvería el problema, pero erraron en sus cálculos. Sin embargo su hijo, Felipe II prefería perder un reino a ser señor de herejes. La intransigencia en materia religiosa había crecido de tal manera que llegó a prohibirse a los estudiantes acudir a universidades extranjeras por temor a una contaminación intelectual. En Europa, el luteranismo y otras corrientes reformistas habían ganado muchos adeptos, Felipe no estaba dispuesto a tolerar disidencias, ni siquiera en el caso de la indumentaria o la gastronomía. Se propuso eliminar definitivamente los resquicios musulmanes de «la diócesis menos cristiana de toda la Cristiandad» –como la definía el Papa– eliminando así, la posibilidad de que ayudaran a los turcos, en un posible ataque. Las amenazas realizadas desde la Corte de Madrid, ocasionaron el levantamiento del día de Navidad de 1568, que se extendió por las montañas granadinas. La llamada Rebelión de las Alpujarras, fue de extrema violencia, extendiéndose a lo largo de dos largos año. Mayo tiempo del previsto por Felipe. Esto fue debido a la descoordinación existente entre los marqueses de Vélez y Mondéjar, agregado a la mala calidad de las tropas, ya que las unidades de élite, estaban en Flandes. Motivo por el cual se enviaron tropas desde Italia, y se puso al mando de ellas a don Juan de Austria junto a Luis de Requesens. 

Vicente Mostre - La expulsión en Denia 

La lucha fue dura y Juan de Austria logró la victoria en 1571, lo que trajo consigo la deportación de unos 80.000 moriscos granadinos hacia otros lugares de Castilla. La imagen de miles de moriscos, cargando con sus pertenencias provocó la compasión del hermano del Rey, que llegó a afirmar: “No sé si se puede retratar la miseria humana más al natural, que ver salir a tanto número de gente, con tanta confusión y lloros de mujeres y niños, tan cargados de impedimentos y embarazos”. La deportación dispersó aún más la población morisca por España. Según análisis realizados del ADN de la población actual de España, hay casi total ausencia de cromosomas africanos en Andalucía Oriental, pero es fuerte la presencia en Galicia, León y Extremadura. 

Pero dispersar a los moriscos, no acabaría con los problemas sociales y religiosos. Muchos consejeros instaron a Felipe II a expulsarlos de la península, pero el riesgo de provocar una nueva insurrección armada, hicieron desistir al rey, que dejó que fuera su hijo Felipe III quien lo llevara a cabo cuarenta años después. 

El reinado de Felipe III, es recordado, entre otras cosas, por los procesos de paz cerrados con Inglaterra, Francia y Holanda, que dieron un respiro al exhausto Imperio, aunque de fronteras para dentro, la expulsión de los moriscos fue su medida más célebre. Al poco de acceder al trono en 1598, Felipe III realizó un viaje a Valencia acompañado del duque de Lerma, que era defensor de mantener la situación como estaba. Allí pudieron observar que la abundante población morisca, funcionaba como un núcleo aislado. Lerma se opuso, ya que mantenía importantes negocios con comerciantes moriscos, pero el rey, prometió compensaciones económicas para todos los nobles que se vieran afectados por la deportación masiva. Entonces el duque pasó de ser el máximo defensor de esta minoría social, a ser el mayor impulsor del plan de expulsión. Mucho influyó en la decisión del rey la posición del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, que consideraba a los moriscos herejes desde el punto de vista religioso y traidores desde el político. A su vez señalaba que la Corona obtendría importantes beneficios económicos con su expulsión. 

Gabriel Puig. La expulsión de los moriscos 

El espectacular aumento demográfico de esta población, que en general seguía practicando el Islam en secreto, amenazaba con facilitar invasiones extranjeras. Según informes de la Corona, los moriscos de Aragón, habían contactado con el rey de Francia, Enrique IV, para llevar a cabo una sublevación, con apoyo de la marina francesa. El plan podía no ser cierto, pero aún se recordaba, cuando Felipe II sospechó que los moriscos conspiraban con el Imperio Otomano para invadir España. 

Por toda la Europa Cristiana se alzaron voces críticas, aunque la expulsión también obedecía a la sospecha sobre la discutible cristiandad de España, causada por la permanencia de los moriscos. La Monarquía Hispánica buscaba con esta medida sacudirse la fama de país de conversos y de herencia musulmana. 

La reina Margarita de Austria, sentía aversión contra los moriscos y, es posible que, su opinión pesara en Felipe III. El duque de Lerma, creyó que, capitanear la propuesta, mejoraría su mala relación con la reina, y la apoyó con firmeza. El rey firmaba en abril de 1609, en el Alcázar de Segovia, el decreto de expulsión. Resultaban evidentes las similitudes con el rubricado un siglo atrás por los Reyes Católicos para expulsar a los judíos. En los meses siguientes, con mucho temor a que los moriscos se rebelasen, se llevaron a cabo los preparativos para poner en marcha la operación. El 22 de septiembre de 1609, el virrey de Valencia, el marqués de Caracena, ordenaba que se pregonase el bando de expulsión, que acusaba a los moriscos de herejes y traidores, a la vez que hacía pública la clemencia del monarca, Felipe III les perdonaba la vida y les permitía llevarse sus bienes muebles con algunas limitaciones. En el bando se decía: “En conciencia [el Rey Felipe III de España] estaba obligado para aplacar a nuestro Señor, que tan ofendido está de esta gente […]; y aunque podía proceder contra ellos con el rigor que sus culpas merecían...”. El cinismo se sumaba a la intransigencia religiosa y política, un fanatismo que expulsaba a gentes cuyos antepasados en la península, se remontaban a muchas generaciones. Las protestas de la nobleza valenciana, perjudicada en sus intereses materiales, no sirvieron de gran cosa. Se les ofreció, como compensación, una parte de los bienes raíces de los expulsados. Fue una marcha penosa, a las dificultades del camino se añadieron los asaltos, robos y extorsiones a que fueron sometidos. 

José Alberto Cepas Palanca - La expulsión de los moriscos 

A continuación siguieron los de Andalucía, el 10 de enero de 1610; Extremadura, el 10 de julio de 1610), Castilla y Aragón, el 29 de mayo de 1610. Los moriscos que sobrevivieron a los episodios de violencia que acompañaron a su expulsión, se dispersaron por el norte de África, Turquía, y otros países musulmanes. Muchos se vieron obligados a convertirse en piratas berberiscos, que utilizaban su conocimiento de las costas mediterráneas, para perpetrar ataques. 

Si la expulsión ha levantado una gran polvareda historiográfica, no ha sido menor la de las consecuencias. Estas interpretaciones oscilan entre las que afirman que apenas tuvo repercusión, como afirmaba el Consejo de Castilla en 1619, y las que la consideraron una catástrofe. Sin embargo, desde el momento de la expulsión se manifestó el temor a que ciertas actividades quedasen seriamente dañadas. En Valencia se señalaba: “Para que se conserven las casas, ingenios de azúcar, cosechas de arroz y los regadíos y puedan dar noticia a los nuevos pobladores que vinieren, ha sido Su Majestad servido a petición nuestra que en cada lugar de cien casas queden seis con los hijos y mujer que tuvieren, como los hijos no sean casados ni lo hayan sido...”. Más allá de consideraciones éticas, los efectos económicos fueron importantes en algunas comarcas. La expulsión permitió al duque de Lerma embolsarse la fabulosa cifra de 500.000 ducados procedentes de bienes de los moriscos de sus dominios. 

La expulsión tuvo un impacto negativo sobre la población, continuando con la que representaba la epidemia de peste que asoló la península ibérica entre 1598 y 1602, causando alrededor de medio millón de víctimas. El número de los expulsados, puede situarse en torno a las 300.000 personas, en unos reinos que tenían una población entre siete y ocho millones. Era una que ejercía, además de labores agrícolas, importantes actividades artesanales consideradas por los cristianos viejos, degradantes. 

En cualquier caso, más allá de los efectos económicos y demográficos, muy importantes en Valencia y Aragón y, en menor medida, en Castilla, si bien los perjuicios económicos, no se notaron a corto plazo, la despoblación agravó la crisis demográfica, ya que este reino se mostraba incapaz de generar la población requerida para explotar el Nuevo Mundo y para abastecer a los ejércitos repartidos por Europa. La expulsión era éticamente condenable, aunque contase con el apoyo de dignidades eclesiásticas y de una parte de la población, que veía en ellos una peligrosa minoría. Consideraban que podían crear graves problemas políticos, aunque la realidad fue que los expulsados aceptaron el destierro con una resignación que no deja de llamar la atención. 


Fuentes: WikipediA. Historia y Vida. Imágenes Pinterest.

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