Recuerdos de Granada de Antonio Muñoz Degrain


Realizado en 1881, es un óleo sobre lienzo de 97 X 144,5 cm. 

    Además de su interés por las panorámicas naturales, Muñoz Degrain mostró durante su madurez como paisajista una especial predilección por la recreación de vistas urbanas y, muy particularmente, por las ciudades de Venecia y Granada, que inspiraron al artista las visiones más sugerentes de su irrefrenable fantasía creadora. Así, junto a sus numerosos rincones de la laguna veneciana, casi siempre ambientados bajo nocturnos a la luz de la luna, el maestro valenciano caería rendido al encanto de la ciudad de Granada, recreando en gran cantidad de lienzos la ensoñación evocadora de su pasado nazarí, que tuvieron casi siempre como escenario la Alhambra y sus aledaños, así como los rincones más pintorescos de la ciudad. De la especial fascinación de Muñoz Degrain por esta capital andaluza es sin duda máximo testimonio este espléndido paisaje, quizá el más famoso del artista y también una de las obras emblemáticas de este género en las colecciones del siglo XIX del Museo del Prado. 

    Conocido tradicionalmente como Chubasco en Granada, figuró sin embargo en la Exposición Nacional de 1881 como Recuerdos de Granada, título original dado por el pintor que, en efecto, responde con mucha mayor precisión a la naturaleza de esta vista urbana que, lejos de pretender una reproducción fiel y literal de un rincón concreto de la ciudad granadina, se trata por el contrario de una recreación absolutamente transformada por la fantasía del artista de la esquina de la calle que bordea el Darro y que sube hacia el barrio del Albaicín. Efectivamente, la visión del caserío en una desapacible tarde de tormenta, con las calles absolutamente desiertas, las ramas retorcidas de los árboles, la tromba de agua escurriendo por canalones y tejados -deformados en sus perfiles con una imaginación casi de escenografía de novela gótica-, subrayan una vez más la impronta romántica que subyace en la personalidad de Muñoz Degrain, así como la visión subjetiva que envuelve siempre su interpretación de la realidad, en la que reside el atractivo fundamental de su obra y a la que no es ajena su profunda formación literaria, infundiendo así al paisaje una arrebatada melancolía de gran lirismo. 

    Por otra parte, y a diferencia de otros paisajes de estos años, el artista utiliza aquí su técnica más atenta y detenida, extraordinariamente cuidadosa en la descripción de los diferentes elementos de la composición, como las arquitecturas, las nubes rasgadas por la cortina de agua, la luz del farolillo del callejón o las salpicaduras del chorro del canalillo movido por el viento en el balcón de la portada de piedra tallada. Precisamente en estos detalles se degustan los matices más sutiles de la personalidad creadora de este maestro y su especial instinto para sugerir la atmósfera emocional de sus paisajes, que parecen productos de una ensoñación, cautivando sin reservas la atención del espectador. 


FUENTE: Museo de El Prado

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