Leyenda de Artal y Oras
El año 1305, tras ceder don Guillermo de Angularia, el Señorío de Cullar a la Orden del Temple, del que formaba parte la población de Benasalí , junto a sus alquerías y habitantes cualquiera que fuese su ley, sexo y condición, los caballeros a las órdenes del Gran Maestre Berengasio de Cardona fijaron su residencia en el castillo de la Mola.
Dice la leyenda que, al regresar una tarde, de Cullar el templario don Artal de Asens cabalgaba éste, contemplando distraído los girones de niebla que flotaban en las hondonadas, cuando un rumor de pasos le hizo volver el rostro con enojo.
or un vecino sendero y en opuesta dirección, caminaba una joven mora de excepcional hermosura. Su talle y su figura complementaban un rostro iluminado por dos dulces ojos negros y unos labios rojos y hechiceros. Sus cabellos eran castaños, con ondulaciones armoniosas. La mirada del caballero se clavó en las pupilas de la joven, que saludó respetuosamente continuando su camino. Como sabremos después, era la hija de un moro adinerado, que vivía en un grupo de casas que rodeaban la que fue mezquita, ya consagrada, como ermita de Nuestra Señora de Gracia por el primer párroco de Benasal, Nadal de la Fitera.
Desde aquel día, las visitas del caballero templario a la ermita se sucedieron, procurando ver a la hermosa joven, la cual se esforzaba en parecer esquiva a los galanteos de Artal. Luchaba éste entre su ilusión y los deberes impuestos por sus votos. Lo que pudo ser, al comienzo, una ilusión pasajera, acabó por dominarle de tal manera, que, sin darse cuenta, vagaba continuamente por aquellos montes, simulando cacerías. En una de aquellas llegó sediento a un manantial que brotaba en una peña en la vertiente del Moncatil, y alimentaba una alberca orlada de musgo, yedras y violetas silvestres.
Quedó atónito Artal al encontrarse allí a la hermosa joven, que tras saludarle cortésmente, hizo ademán de partir; pero éste la detuvo preguntándole cuál era su nombre. A lo que ella, le contesto: “Oras, señor”. Artal, conmovido repuso: “Felices las pasaría si lograra ser dueño de tu corazón”.
El templario, tomó su mano, invitándola a sentarse sobre un tronco que había en la orilla de la alberca. Trémula y confusa calló la joven, mientras Artal, la contaba cómo desde el primer momento de conocerla, se había apoderado de su alma sin resistencia posible, dispuesto a sacrificarlo todo, en aras del ser correspondido.
La mora quedó silenciosa, abatida y con los ojos húmedos. Artal, contrariado por su silencio, le preguntó el motivo. A lo que ella contestó: “Porque no debo, señor, ya que al revelarme vuestro cariño me habéis hecho la más desgraciada de las mujeres, por ser imposible realizar esos ensueños que vehementemente acariciáis, porque yo os amo también. Asens, os ruego tengáis lástima de mí y tratéis de olvidarme. Si el Gran Maestre conociera vuestro amor tendría fatales consecuencias; y si mi padre supiera que amo a un cristiano, me mataría o se moriría de pena”.
A lo que el templario objetó: “Desecha pueriles temores, la única amargura para mí es la privación de tu cariño. Si crees que soy víctima de un sueño, dejadme soñar”.
Las entrevistas de los enamorados se sucedieron, a veces en el manantial, y a veces en la cueva de Antebrusco, favorecidos por la fidelidad de un esclavo que actuaba de intermediario. Transcurrieron los días y Artal recibió la orden de marchar precipitadamente a Peñíscola. Al amanecer del siguiente día se citaron para despedirse en la misma fuente donde tuvieron la primer entrevista.
Artal, al ver a la joven, dijo “Júrame, Oras guardar cariñoso culto a mi cariño”. A lo que la joven respondió: “No, Cristóbal, respeta mis temores, no exijas juramentos que no necesitas. Mira esa tranquila agua, cómo refleja nuestras imágenes; si te olvido, sean estas mismas aguas, testigo de nuestros amores, tumba a mi falsía”.
“Confío en ti, Oras, y ocurra lo que ocurra, tuyo soy siempre” – repuso Artal, al tiempo que depositaba un beso en los pálidos labios de su amada, tras lo cual saltó sobre su montura para desaparecer en el bosque.
Benassal de Antonio Porcar
Los incidentes precursores de las calumnias de las que fueron víctimas los cruzados del Temple obligaron al caballero a marchar desde Peñíscola a Francia. Allí, convencido de que se avecinaba un funesto desenlace para la Orden del Temple, por las intrigas de los poderosos interesados en extinguir la Orden.
Pero, la mente de Artal, estaba dominada por el recuerdo de Oras. Cumplida su misión, el regreso no se hizo esperar. Llegado a Benasalí, salió del pueblo cautelosamente por el camino de Cullar. Al llegar a la vertiente occidental del monte, le sorprendió una tormenta estival que en aquellos parajes son tan imponentes como peligrosas. La penumbra fue poco a poco cubriéndolo todo, una nube plomiza cubrió el espacio. Espacio iluminado sólo por los relámpagos, mientras los truenos retumbaban en las montañas; gruesas gotas de lluvia caían con violencia y el viento sacudía violentamente los troncos de los árboles. El caballero, mojado y maltrecho, busco cobijo en el repliegue que formaban las rocas junto a la alberca tantas veces objeto de su recuerdo. Allí guarecido pensó: Esperaré se disipe la nube y luego subiré a la ermita, daré gracias a la Virgen por mi feliz retorno y veré a Oras, porque todas estas gentes saldrán a saludarme después de tan prolongada ausencia.
Como si la naturaleza quisiera favorecer su proyecto, un girón de cielo apareció azulado y brillante. Sentado sobre el mismo tronco, que fue testigo mudo de su dicha, contemplaba el agua de la alberca. Así permaneció largo rato. Su corazón palpitaba apresurado, como si presintiera una desgracia. Dándose cuenta de su estado, se levantó resuelto a dominar aquella nerviosidad y proseguir su camino; pero el agua, ya tranquila y transparente, atrajo de nuevo su mirada, porque vio dibujarse entre los limos del fondo la imagen de la joven, y la de un joven moro que la recibía en sus brazos. Las aguas habían sido más fieles al caballero que la mujer.
Aquella tarde, cuando el ermitaño de Nuestra Señora de Gracia iba a tocar ánimas, encontró, tendido en las gradas del altar a un templario con el pecho atravesado por su propia daga, mientras oprimía entre sus fríos labios un medallón. Acercóse, y al incorporar el casi inanimado cuerpo, abrió sus vidriosos ojos y con voz tan apagada cual si saliera de una tumba dijo: “Tuyo soy siempre…” – y expiró.
quella modesta ermita, lugar del suceso, fue derruida por orden del Gran Maestre, que a expensas de la orden construyó otra más espaciosa, dándole la advocación de San Cristóbal, en memoria del nombre del malogrado caballero.
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