El pintor Francisco de Goya de Vicente López Portaña




Datado en 1826, es un óleo sobre lienzo de 94 x 78 cm. 

    En el año 1826 el aragonés hizo un rápido viaje a Madrid desde su exilio en Burdeos para arreglar su pensión como pintor de cámara; ocasión que aprovechó el maestro valenciano para pintarle esta efigie -sin duda la más emblemática del genio de Fuendetodos-, con destino al Museo Real, como homenaje y reconocimiento a su figura, que quedaría así consagrada para siempre entre los muros del Museo del PradoGoya posa ante López sentado en una butaca, con las piernas cruzadas, vestido con levita y pantalón gris verdoso, chaleco a rayas y corbata de chorreras. Está retratado de medio cuerpo, sujetando la paleta en la mano izquierda y en la derecha el pincel, ante un lienzo sobre un caballete, en el que se lee la dedicatoria. Este retrato, en el que Goya tiene ochenta años, es sin duda la efigie más difundida del genial aragonés, incluso por encima de sus propios autorretratos. Por ello es también la obra que ha dado mayor fama a Vicente López, aunque más por la identidad del retratado que por la indiscutible excelencia de su calidad pictórica. 

    Unánimemente considerada como una de las obras cumbre de la producción de Vicente López y de toda la retratística decimonónica española, no hay razón alguna para mantener como cierta -ni siquiera como probable- la leyenda que atribuye la estremecedora sensación vital del retrato y la frescura y jugosidad de su técnica a un ruego del propio Goya a López, pidiéndole que dejara la obra inconclusa, sin extremar el virtuosismo de su factura, habitual en sus retratos de encargo. Aunque realmente es tan cierta como sorprendente la libertad palpitante e inmediata de pincel con que López ha resuelto el retrato -en cuyo rostro se cristaliza toda la energía, la compleja personalidad y la desesperanza resignada del ya anciano y cansado Goya-, no lo es más que en otras efigies de personajes próximos a Vicente López, sobre todo en el caso de artistas, resueltas siempre con la más absoluta franqueza de su lenguaje pictórico. Bien al contrario, debido a su destino público, éste es uno de los retratos pintados por López de más académica y convencional compostura, tanto en la disposición algo hierática y distante de la pose del aragonés como en la atildada etiqueta de su indumentaria y en la colocación de sus atributos de pintor. 

    Aunque por la dedicatoria pudiera pensarse que el retrato fuera un regalo de despedida de López a su amigo Goya, no hay indicios de que llegara a pertenecer nunca al aragonés, ya que procede de las colecciones reales y en 1828, al poco de pintarse, ya colgaba en la entrada a la gran galería del museo, dedicada entonces a los autores semicontemporáneos, ingresando por tanto en el Prado nada más pintarse. 

    Así, la etiqueta de la pose y la indumentaria responden en realidad a la intención de López de ejecutar este retrato desde un principio con el fin de perpetuar la efigie del aragonés en el Real Museo, resolviéndolo por tanto bajo esquemas compositivos e iconográficos especialmente adecuados a su especialísimo destino y, por tanto, a la contemplación pública entre las grandes obras de la historia de la pintura 


Fuente: Museo del Prado 
Imagen: Foro Xerbar

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