Paisaje del Pardo al disiparse la niebla de Antonio Muñoz Degrain
Realizado en 1866. Óleo sobre lienzo de 200 X 300 cm.
Muñoz Degrain conseguiría la obra cumbre de su producción paisajística juvenil con este espectacular Paisaje del Pardo al disiparse la niebla, de proporciones más monumentales que los anteriores y mucha mayor ambición plástica, con el que obtendría una 2ª medalla en la Exposición Nacional de 1866. El lienzo muestra el remanso de un río, de aguas plácidas y cristalinas, al que se acerca un guarda a caballo para dar de beber a su jumento. Tras ellos se despliega una tupida masa de arboleda, ante la que se yergue un imponente árbol de alta copa, que se recorta limpiamente sobre el fondo de un celaje cubierto con nubes espesas, de luces cambiantes, viéndose en la lejanía del horizonte las encrespadas cimas de la sierra de Guadarrama.
Este espectacular paisaje, pintado por Muñoz Degrain a sus veinticuatro años, anuncia ya la extraordinaria modernidad de este artista frente a sus contemporáneos, planteando algunas de las fórmulas estéticas que definirán su producción madura. En efecto, su personalísima interpretación de la naturaleza, abordada en origen desde planteamientos realistas, se transforma completamente por el tamiz de una desbordante fantasía y una visión exaltada del color, muy característica del estilo de este pintor, junto a la fluidez y riqueza plástica de su técnica, vehemente y arrebatada, y la intensidad expresiva de los valores puramente pictóricos por encima de cualquier intención verista.
Así, la naturaleza sobria de los parajes de monte bajo de la llamada sierra pobre de Madrid, que tanto seducirían después por su simplicidad a los paisajistas de fin de siglo, es absolutamente reinterpretada por la incontenible subjetividad creativa del joven pintor valenciano en un paisaje de una frondosidad exuberante, ante la que queda absolutamente empequeñecida la figura del jinete, desplegando una variadisima gama de entonaciones y matices del boscaje de muy diversas especies arbóreas, cuyas copas se reflejan en la espejada superficie del agua, llegando a evocar la estética del paisaje japonés. Por otro lado, Muñoz Degrain demuestra en esta gran pintura su sentido del espectáculo visual, del que hizo gala en los distintos géneros pictóricos que practicó, interpretando con una intensidad dramática de innegable atractivo la impresión de la luz en los elementos atmosféricos, como las densas masas de nubes que cubren el cielo, blancas y luminosas en la lejanía, plomizas y amenazantes las que bajan cubriendo la arboleda por el extremo derecho, así como su sentido escenográfico de la naturaleza, al estructurar todo el paisaje en torno al gran árbol que centra la panorámica, marcando el eje de su composición. Finalmente, este lienzo juvenil anuncia ya la visión exaltada del color en Muñoz Degrain, propia de su escuela pero que extrema este artista en fragmentos de gran audacia como en el azul intenso de las montañas o en las gamas de verdes de la frondosa vegetación. Con todo, el galardón que obtuvo esta pintura en su primera exposición pública quiso reconocer las conquistas que el artista había alcanzado en el camino hacia una interpretación realista de este género, en el que, sin embargo, Muñoz Degrain se delata ajeno a cualquier ortodoxia, en un lenguaje y unas inquietudes estéticas enteramente personales, y bien distintas a la nueva concepción realista que los paisajistas españoles empezaban a asimilar en torno a la figura de Carlos de Haes.
FUENTE: Museo de El Prado
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