Ignacio hijo del artista sentado de Ignacio Pinazo Camarlench


Realizado en 1887. Óleo sobre lienzo, 65 X 53 cm.


El gusto de Ignacio Pinazo por los motivos infantiles le llevó a realizar con frecuencia apuntes, tanto dibujados como al óleo, de sus dos hijos, José e Ignacio. La belleza física del menor, Ignacio, cuyas delicadas facciones enmarca un rizado cabello castaño, y su expresividad, atrajeron en mayor medida la atención del pintor, que lo representó en numerosas obras, de las que el Prado guarda un amplio elenco. En ésta aparece representado con apenas cuatro años, a pesar de lo cual muestra una marcada personalidad. El primer biógrafo del artista, González Martí, tituló esta obra como El niño pensativo. El niño, acaso algo cansado de posar para su padre, se recuesta con cierta languidez en su silla de madera y enea, mientras sostiene unas manzanas con las que apenas se entretiene, pero mira a su padre con atención risueña.

La acusada inclinación de la cabeza y el empleo de una luz intensa desde la izquierda, que produce una marcada diferencia con la parte en sombras, dan una gran vivacidad al rostro, en contraste con la indolencia que la postura del cuerpo parece transmitir. En la mitad de la cara que no recibe la luz directa existen pinceladas de distintos tonos que, en los labios, resaltan la boca entreabierta. El contraste entre iluminación y sombra se hace mayor en los ojos, lo que da una intensa animación a su rostro. El artista empleó también este recurso en varios autorretratos, entre ellos los dos que conserva el Prado, donde resalta con cierto dramatismo aquella oposición.

También es muy propio de Pinazo el uso de los negros, en enérgicas pinceladas que definen con rotundidad los pliegues, así como su contraste con el verde oscuro, presente en la mancha del fondo. La factura, muy libre, deja algunas partes de la anatomía apenas abocetadas, como la mano izquierda, en tanto que la derecha, en cambio, más próxima, aparece mucho más resuelta. La amplitud de la pincelada y la sobria entonación en grises y castaños, en la que resalta el brillo dorado de la manzana que sostiene en su mano derecha, recuerdan el gusto del artista por la tradición del siglo XVII español. Además, es afín a aquella tradición la preferencia por la naturalidad de la actitud, captada en su más inmediata espontaneidad por el artista.

Esto último es característico de sus retratos, principal aportación del arte de Pinazo, que en su discurso de ingreso a la Academia de Bellas Artes de San Carlos señalaba que las mejores obras de los pintores pertenecían a ese género, piedra de toque para conocer el mayor o menor grado de talento, observación y sentimiento de cada artista. Este último aspecto, el del sentimiento, se refleja con claridad en obras como ésta, producto de una efusión inmediata y muy directa ante el motivo.

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