Real Monasterio de La Encarnación en Madrid


La fundación de la iglesia y el monasterio se deben a la reina Margarita de Austria Estiria, esposa de Felipe III, quien quiso tener un monasterio cerca del Alcázar. Había conocido a Mariana de San José en Valladolid durante los años en que la Corte estuvo en la ciudad castellana. La reina insistió al rey para comprar los terrenos y costear la construcción, de su propio peculio y no cargándolo en impuestos. La primera piedra se colocó el 10 de junio de 1611 y fue bendecida por el cardenal arzobispo de Toledo, con la presencia de los reyes. Fue, pues, una fundación real, puesta al servicio y bajo la autoridad de la Iglesia católica. Sin embargo, la reina no pudo ver terminada la obra, ya que fallecería en San Lorenzo de El Escorial el 6 de octubre de 1611, a consecuencia de complicaciones en el parto del último de los ocho vástagos que tuvo con el rey Felipe III. Sería por tanto el monarca quien, llevaría a buen término la fundación conforme a las directrices marcadas por la reina. Se creó una fundación que se dedicaría al culto del Santísimo Sacramento, dentro de las pautas que marcó el Concilio de Trento mediante la aprobación de bulas y breves otorgados por los Papas, cuyo objetivo era establecer comunidades contemplativas que aseguraran sufragios perpetuos en beneficio de los monarcas fundadores y sus descendientes. 

El monasterio está constituido por los bienes donados por Felipe III y sus sucesores, tanto de los monarcas de la Casa de Austria, como de los Borbones, lo que propició que a lo largo de los años el Real Monasterio llegara a albergar entre sus muros una gran cantidad de obras de arte de gran calidad e importancia. Un auténtico museo del arte, principalmente del siglo XVII, donde podemos contemplar pintura, escultura, vestuario litúrgico, relicarios… obras en su mayoría procedentes de donaciones realizadas por miembros de la realeza y la nobleza. En la actualidad el Real Monasterio de la Encarnación está habitado por monjas de la orden de las Agustinas Recoletas que viven en él en régimen de clausura estricta.

Dos fueron los arquitectos que intervinieron en la construcción de este Real Monasterio: Juan Gómez de Mora y las sugerencias de fray Alberto de la Madre de Dios; y Ventura Rodríguez. Es un edificio de estilo barroco con importantes influencias herrerianas, fiel reflejo de la sobriedad de la arquitectura española de la primera mitad del siglo XVII. El edificio formaba parte de un amplio complejo unido al Alcázar de los Austrias, con el que se comunicaba por un pasadizo subterráneo entre uno de los laterales de la fachada principal del convento y la Casa del Tesoro, contigua al Alcázar.

El 2 de julio de 1616, se organizó la procesión desde la vecina Casa del Tesoro hasta el monasterio, llevando la priora una cruz de madera que aún se conserva. Por la tarde se trasladó el Santísimo Sacramento con la presencia del rey y su familia, bajo la presidencia litúrgica del patriarca de las Indias Occidentales y con la asistencia del cardenal Trejo y otros diez arzobispos y obispos. Al día siguiente volvieron el rey con sus hijos, el nuncio del Papa y otros prelados, y se celebró una Misa con la liturgia de la dedicación de la iglesia, quedando el Santísimo expuesto durante todo el día. 

Tras el incendio que destruyo el Alcázar en la Nochebuena de 1734, ambos edificios dejaron de estar comunicados, aunque el pasadizo siguió existiendo hasta el reinado de José I, que ordenó la remodelación de la plaza de Oriente y el derribó del pasadizo. A partir del año 1844 se parceló la huerta del convento para construir nuevos edificios, lo que obligó a realizar una redistribución del espacio interior, siendo así como ha llegado hasta nuestros días: un rectángulo en cuyo centro se encuentra la iglesia rodeada por el claustro, la huerta, el coro, el relicario y las casas de alrededor orientadas hacia el convento.

La fachada es un rectángulo enmarcado por unas pilastras lisas, rematado por un frontón triangular en el que se pueden contemplar los escudos de los reyes Felipe III y Margarita de Austria y un relieve de La Anunciación obra del escultor Antonio de Riera. En cuanto al claustro está formado por 28 arcos de medio punto en la planta baja y 28 arcos rebajados en la planta superior inspirados en la arquitectura de Juan de Herrera.

La iglesia es el auténtico corazón del complejo monástico, con las viviendas del sacristán y los capellanes a la derecha y el espacio de clausura extendido alrededor del patio, situado a la izquierda de la iglesia. Construida con planta de cruz latina, es de una sola nave y nártex bajo el coro que se comunica con el exterior a través de una sencilla portada de triple arcada. Era el clásico ejemplo de iglesia de la Contrarreforma, con una larga y espaciosa nave, sin capillas, atravesada por otra transversal sobre cuyo cruce se alzaba la cúpula. El Coro de las monjas se encuentra al lado del presbiterio y el Relicario tras el altar mayor.

Tras un incendio ocurrido en 1755, fue reconstruida por Ventura Rodríguez entre 1761 y 1763, gracias a la donación que la reina Bárbara de Braganza cedió al convento en su testamento. Ventura Rodríguez mantuvo la traza original de Fray Alberto de la Madre de Dios y conservó los grandes lienzos pintados por Vicente Carducho que apenas sufrieron daño alguno. La nave de la iglesia presenta una bóveda decorada con frescos que representan escenas de la vida de San Agustín, realizados por Luis y Antonio González Velázquez, mientras los frescos del presbiterio son de Francisco Bayeu. En los brazos podemos ver los altares de San Felipe y Santa Margarita con pinturas de Vicente Carducho, realizadas en 1616. También son dignos de mención los ángeles de Pascual de Mena, que se encuentran en los retablos que realizó Ventura Rodríguez en 1760.

El retablo del altar mayor es obra de Ventura Rodríguez realizado en 1759. Utilizó para decorarlo el cuadro de la Anunciación de Vicente Carducho que estaba en el retablo original. En cuanto al Relicario, posee una valiosa colección de más de 700 piezas, entre las que destaca de forma especial la ampolla que contiene la sangre de San Pantaleón, que se licua de forma milagrosa todos los años entre los días 26 y 27 de julio.

El Real Monasterio de la Encarnación posee también una Sala de esculturas con importantes imágenes del siglo XVII: el Cristo atado a la columna y el Cristo yacente de Gregorio Fernández o la Dolorosa del escultor José de Mora entre otras importantes obras. 

Por último, en el Salón de Reyes se exponen retratos de miembros de la Casa de Austria vinculados con el convento.


Y ahora pasemos a hablar de la reliquia de San Pantaleón y el “milagro de la sangre”.

San Pantaleón fue un médico nacido en Nicomedia (actual Turquía) en el siglo IV al que acusaron de practicar magia. Fue decapitado tras negarse a renegar de la fe cristiana, a la que se había convertido, durante las persecuciones ordenadas por el emperador Diocleciano. Condenado a morir devorado por las fieras, la tradición cuenta que los animales se amansaron ante su presencia, por lo que finalmente fue decapitado el 27 de julio del año 405. Tras su muerte varios de sus discípulos recogieron su sangre con pequeños algodones y la fueron guardando en ampollas de cristal que posteriormente se distribuyeron por Italia y otros países de la cuenca mediterránea para su culto.


La ampolla en la que se guarda la sangre de San Pantaleón fue una donación al Real Monasterio de la Encarnación realizada por D. Juan de Zuñiga, virrey de Nápoles y conde de Miranda en el siglo XVII, cuando su hija Aldonza ingresó en el convento como novicia. La donación incluía también un hueso del mártir cristiano y procedía de un monasterio situado en Ravello (Italia), donde también se venera una reliquia con la sangre de San Pantaleón.

Una de las primeras referencias al “milagro de la sangre” la encontramos en las palabras del Obispo auxiliar de Toledo Manuel Quintano Bonifaz quien aseguraba que en el “religiosísimo y Real Monasterio de la Encarnación de Agustinas Recoletas de esta Imperial villa y corte de Madrid, reinando el muy católico Rey y Señor Felipe V, la sangre se vuelve fluida, perdiendo su natural condensación”. Y continúa asegurando que “también se produce la licuefacción en los sucesos prósperos o infaustos, como ha acreditado diversas veces la experiencia, con la diferencia portentosa de que cuando es feliz el color es alegre y rubicundo, y cuando infausto, triste y macilento”. 

El 28 de enero de 1724, Miguel Herrero Esquera, Arzobispo de Santiago de Compostela, capellán mayor y juez ordinario inquisidor, dio orden de que se abriera un juicio a la Sangre de San Pantaleón. Un proceso que duro desde 1724 a 1730 y en el que declararon importantes testigos entre los que se encontraban la priora del convento de la Encarnación, Sor Agustina de Santa Teresa; el Obispo de Cuenca, Juan de Alancastre; el calificador de la Santa Inquisición, Agustín de Castejón, y los doctores de la corte real, Fernando Montesinos y Juan Tornay. Todos ellos, intachables e ilustres personajes de la época, que acudieron cada 27 de julio durante siete años consecutivos para dar fe del milagro.

En un manuscrito que se guarda celosamente en el Real Monasterio de la Encarnación titulado: “Información sobre la licuación de la sangre del glorioso mártir San Pantaleón”, con fecha de 30 de agosto de 1729, se confirmó ante el notario Vicente Castro Verde y el juez comisionado Álvaro de Mendoza la veracidad del misterioso fenómeno: ”Su señoría, señor juez, declara y confiesa haberla visto líquida y fluida dicho día de San Pantaleón, veintisiete de julio, y después de su festividad condensada y dura, todo repetidas veces en el tiempo de diez años. Y conformándose con el parecer de los expresados teólogos, canonistas y médicos, lo tienen y veneran por prodigio y maravilla, alabando a dios Nuestro Señor por las obras sus santos”.

Lo que realmente hace que esta reliquia sea un misterio, es que durante todo el año la sangre se encuentra en estado sólido pero, la víspera de la muerte de San Pantaleón, el día 26 de julio empieza a licuarse poco a poco hasta que el día 27 de julio está en estado totalmente líquido. Y lo más misterioso es que este fenómeno ocurre simultáneamente en Ravello. Hasta hace unos años, la ampolla con la sangre de San Pantaleón se podía ver de cerca, incluso algunos feligreses la besaban, hasta que un día, a una señora que tenía la reliquia en sus manos se le cayó al suelo. Afortunadamente no se rompió, pero desde entonces dejó de ir de mano en mano colocándose en una urna para evitar accidentes. La tradición asegura que si la sangre pasa del estado sólido al líquido podemos estar tranquilos, de no ser así, es un mal augurio, el anuncio de una desgracia, como se asegura que sucedió en 1914, 1936 y 1939.




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