La cueva de la mora


Cuentan en los alrededores de la Pedriza del Manzanares, que por aquello terrenos existió, hace muchos siglos, la ostentosa vivienda de un árabe famoso por sus riquezas, y también por tener una hija de gran belleza y discreción, a quién ninguno de sus pretendientes moros había logrado conquistar. 

Un día llegó hasta allí un caballero cristiano que se enamoró perdidamente de la joven, y fue correspondido por ella con idéntica pasión. Secretamente se veían a diario, prometiéndose amor eterno. Pero aquella situación se fue haciendo más difícil por momentos para la doncella mora, a causa de las diferencias de credo y raza que les separaban. 

De buen grado la enamorada hubiese renunciado a sus creencias religiosas, por amor al caballero cristiano para unirse a él en matrimonio, pero su familia no quiso consentir en lo que creían un terrible desatino, y una transgresión a las sagradas normas del Islam, y prohibieron a la muchacha, terminantemente, que prosiguiera sus relaciones. Secuestrada la doncella en la casa de sus padres, no pudo nunca más encontrarse con su amante, y éste, desesperado ante la situación, marcho a la guerra contra los sarracenos, abandonando para siempre aquellos lugares. 

En vano esperó la bella árabe el regreso de su caballero, ni recibió tampoco noticia alguna de su suerte. Nunca pudo saber si su desesperación le había impulsado a buscar la muerte en el combate o si la habría olvidado entre los brazos de otra mujer. Pero, no obstante, se mantuvo firme en sus sentimientos y continuó esperando año tras año la vuelta de su galán, sin olvidar nunca la fecha de su partida. 


Intentaron sus familiares casarla en varias ocasiones, pero la muchacha, siempre fiel a sus recuerdos, se negó obstinadamente a obedecerlos. 

Un día el padre la amenazó con castigarla si persistía en su empeño de permanecer soltera, pero nadie pudo amilanar a la valerosa árabe que estaba dispuesta a sufrir todas las desgracias de que la hicieron víctima antes que ser fiel a su promesa. 

Para corregir tal actitud, el padre ordenó que fuera encerrada en una cueva de aquellos parajes, convencido de que con aquella medida podía vencer la voluntariosa tenacidad de la muchacha. Pero ella aceptó dócilmente el castigo, se dejó encerrar en la cueva y siguió llorando su desventura, la pérdida de su amado, con la esperanza siempre puesta en su regreso. 

Dicen que allí pasó unos cuantos años y que por fin murió de pena en la gruta que hoy se conoce con el nombre de Cueva de la Mora. Cuentan también que su alma, siempre esperanzada, vaga todavía por aquellos entornos, aguardando la vuelta del caballero cristiano, y que todos los años, en el mismo día de su partida, el espíritu de la mora, sale a pasear por la Pedriza, oteando el horizonte por donde siempre espera ver regresar al único amor que conoció en vida. 

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