Los despropósitos de una monarquía: Episodio Segundo

Llegan los franceses, un nuevo rey y … Napoleón




En la Primera Parte, habíamos dejado a Fernando tras su entrada triunfal en Madrid. Carlos IV y María Luisa, emprenden viaje a Bayona, a donde se traslada también Fernando VII. Esperan encontrarse allí con Napoleón que ha salido de París con ese propósito. Mientras en Madrid ya no queda apenas nadie de la familia real. Durante la ausencia de los reyes, ejerce la regencia el infante don Antonio, tío de Fernando. Por las calles y en el “Diario de Madrid”, aparecen avisos para que se prepare alojamiento a los oficiales franceses, incluso con un innecesario servilismo, se les ha entregado la espada que Carlos I tomó a Francisco I, tras vencerle en la batalla de Pavía.

    Las tropas francesas se han distribuido estratégicamente a lo largo y ancho de la ciudad: la artillería de la Guardia Imperial en el Retiro; la Caballería, los mamelucos y los lanceros, en el Pósito, junto a Recoletos; los fusileros en la calle de Alcalá.


    Siguiendo órdenes del Emperador, a las siete de la mañana, se hallan ante Palacio dos carruajes de camino, para trasladar al resto de la familia real. A las ocho y media suben en uno, la ex reina de Etruria, sus hijos, un aya y un mayordomo; en el otro coche la servidumbre. Arrancan los coches ante la indiferencia de los grupos de madrileños que se han ido reuniendo en la plaza. Los grupos de gente van aumentando ante la puerta de Palacio. A eso de las diez y media aparece el infante don Francisco. Alguien de entre los grupos grita: “¡Nos le quieren llevar!”. La gente se agita, son desenganchados los caballos, se corre, se amenaza. Al fondo de una calle se ven brillar los cascos de los coraceros de la Guardia Imperial. Es la mañana del 2 de mayo de 1808.


    El grito de los madrileños es ahogado en sangre. Pero no importa. Ese grito tendrá eco en los días inmediatos. Eco de gloria, rabia, llanto, luto, fusilamientos, … dolor. Desde un balcón unas niñas arrojan un tiesto de claveles, que impacta en la cabeza de un general francés. Es Legrand, el golpe es tan certero que, herido de muerte cae desde el caballo al suelo. Y los claveles se tiñen de sangre.

    Mientras Madrid lucha, grita y muere, se van recibiendo noticias de Bayona. Fernando VII ha renunciado a la Corona en favor de su padre, y este a su vez ha renunciado en favor de Napoleón. “… He cedido a mi aliado y caro amigo el Emperador de los franceses, todos mis derechos sobre España e Indias, habiendo pactado que la Corona de España e Indias ha de ser siempre Independiente e íntegra, cuál ha sido y estado bajo mi soberanía …” Para completar el plantel, los infantes don Antonio y don Carlos renuncian también de sus derechos.


    Napoleón ha conseguido lo que quería, y lanza la siguiente proclama a los españoles: “Españoles: Después de una larga agonía, vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la Corona de las Españas; yo no quiero reinar en vuestras provincias, pero quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra posteridad. Vuestra Monarquía es vieja: mi misión se dirige a renovarla; mejoraré vuestras instituciones y os haré gozar de los beneficios de una reforma sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones…”


    A los pocos días le pasa el Trono de España a su hermano José Bonaparte. El decreto imperial manda que la proclamación se haga pública. En Madrid, de acuerdo con ese decreto, pregones, octavillas, bandos, dan a conocer que España tiene un nuevo Rey. Es éste el primogénito de los Bonaparte, al que Napoleón había dado en un principio el reino de Nápoles y las dos Sicilias, ahora le daba el Trono de España. José llega a Vitoria y lanza la siguiente proclama: “… Pasiones ciegas, voces engañadoras e intrigas del enemigo común del Continente, que solo trata de separar las Indias de España, han precipitado a algunos de vosotros a la más espantosa anarquía; mi corazón se haya despedazado al considerarlo; pero mal tamaño puede cesar en un momento. Españoles: reuníos todos; ceñíos a mi Trono; haced que disensiones intestinas no me roben el tiempo ni distraigan los medios que únicamente quisiera emplear en vuestra felicidad”

    José no es torpe, es inteligente y sensible, sabe escuchar, su trato es cortes y siente la amistad; pero hay en él un fondo de recelo y desconfianza. Pero sobre todo hay una condición suya que resalta sobre todas las demás: la vanidad, el afán de grandeza. Ama la buena mesa y es poco bebedor, aunque el odio popular le llame “Pepe Botellas”, y lo pongan en coplillas: 

“-Pepe Botellas,
Baja al despacho,
-No puedo ahora,
Que estoy borracho.
-Pepe Botellas,
No andas con tino,
-Es que ahora estoy
Lleno de vino”.

    Le atacan con la bebida, que no está en su condición, y sin embargo si está su inclinación al eterno femenino. Había casado quince años atrás, en Marsella, con Julia Clary, hija de un rico negociante; que era francamente fea: pequeña, sin gracia en la figura, chata y ancha de nariz, aunque no todo iban a ser defectos, era sencilla, inteligente, hogareña y piadosa. Así mientras ella estaba en París, José en Nápoles andaba en amoríos con una duquesa, con la que tuvo dos hijos. Ahora, con su condición de don Juan, Madrid es un guiño y una promesa.

    Pero algo quiebra el ritmo de sus primeras horas en Madrid: el ejército francés ha sido derrotado en Bailén, Dupont, el general francés, ha entregado su espada a Castaños. La noticia cae como una bomba (nunca mejor dicho), en Madrid, a la vez que renace la esperanza en los que se sublevaron el 2 de mayo. Apenas han estado diez, cuando José Bonaparte dispone la salida de Madrid, el pueblo sale a la calle riendo y cantando. La ciudad es ahora regida por una Junta Suprema Central, radicada en Aranjuez.


    Poco dura la alegría, pues Napoleón se acerca, trae dieciocho mariscales, trescientos generales y cuatrocientos mil soldados. Está dispuesto a acabar con los revoltosos, pero Madrid no está dispuesta a ponerle las cosas fáciles y se apresta a la defensa: fortines, barricadas aparecen por todos los lugares estratégicos.

    Ya ha pasado Somosierra y pocos días después ha acampado en Chamartín, y él se ha instalado en el Palacio del duque del Infantado.





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