Los despropósitos de una monarquía: Episodio Primero

Las peleas familiares de una monarquía decadente


Desde que en 1561 Felipe II , trasladó la corte a Madrid, sus calles se han visto llenas de desfiles y manifestaciones. Es cierto que la ciudad se vio compensada por una serie de mejoras, que convirtieron, ese pueblo manchego pequeño y sucio, coronado por un castillo árabe que protegía el camino a Toledo; primero en un pueblo más importante donde, alguna que otra vez, se convocaban Cortes de Castilla, donde tras la conquista por parte de Alfonso VI, rey de León en 1063, algunas cabezas coronadas lo visitaron, disfrutando de sus bondades. Ha sido capital hasta nuestros días, exceptuando desde 1601 a 1606 en que se trasladó la capitalidad a Valladolid; desde 1729 a 1733, en que se trasladó a Sevilla por “ordeno y mando” de Isabel de Farnesio: también estuvo en Sevilla en 1808 la Junta Suprema durante la Guerra de la Independencia; en 1810 el Consejo de Regencia se estableció en Cádiz; finalmente, aunque no dejase de ser la capital de la España republicana, durante la Guerra Civil, se trasladó el gobierno republicano, en noviembre de 1936 a Valencia y un año después a Barcelona, hasta la caída de Cataluña, en que el gobierno de Juan Negrín se trasladaba a Alicante. Mientras tanto el gobierno de los sublevados, se instalaba en Burgos hasta el 18 de octubre de 1939 en que volvió a Madrid. 


    Después de este repaso a los periodos vividos como capitalidad, sigamos con esas manifestaciones y desfiles; el 18 de julio de 1803 se celebra la entrada, con inusitada brillantez, de los Príncipes de Asturias: el príncipe don Fernando y la princesa napolitana doña María Antonia de Nápoles uno desde el Palacio hasta el Santuario de la Virgen de Atocha. Cinco horas tardó la comitiva en recorrer la distancia. No estaba el país para estos alardes, y menos aún en la vecina Francia, donde en su capital París, han rodado las cabezas de Luis XVI y María Antonieta.


    Mientras, se suceden las guerras con Francia, Portugal, o Inglaterra, desangrando España, el Palacio Real es un nido de intrigas, discordias y rivalidades. Consecuencia, pienso yo, de la desidia, el desinterés, la apatía, la pereza, el exceso de tiempo dedicado a los oficios religiosos; vamos el no tener nada de provecho en que ocupar el tiempo. Esto se plasma en dos bandos palaciegos, de una parte los Reyes y su “válido” Manuel Godoy, y de otro el Príncipe de Asturias, su esposa y un grupo de aristócratas. El enfrentamiento más notorio es entre la reina María Luisa de Parma y la infanta María Antonia de Nápoles, y este no acabará hasta que cansada y aburrida fallezca ésta última en el Palacio de Aranjuez el 21 de mayo de 1806.

    Más la Corte de Madrid, sigue sin preocuparse lo mas mínimo de los acontecimientos, ni dentro ni fuera de sus fronteras. Cada caso se afronta, las más de las veces sin dedicarle demasiado tiempo. Las arcas se vacían en fiestas y jolgorios. Pocos días después se conoce la noticia: en Trafalgar el 21 de octubre de 1805, los ingleses nos han vuelto a tocar los morros a la flota combinada hispano-francesa. Pero ni por esa, el orgullo patrio se ve afectado lo más mínimo. “Una escaramuza más” -dirá algún ilustre cortesano. La Gaceta de Madrid, días después, añade: “Los ingleses han tenido también desgracias de consideración en este combate, en el cual murieron el lord Nelson y otros oficiales de distinguido mérito, según avisan en Gibraltar”. Cierto, pero los ingleses conservan una gran parte de su marina, la nuestra ha quedado demasiado dañada, en medios y sobre todo en mandos. ¿Quién protegerá nuestras costas? ¿Quién protegerá los convoyes, cada vez de menos valor, que vienen de las posesiones al otro lado del Atlántico?


    La situación en Palacio se sigue deteriorando. Un día, en El Escorial, Carlos IV encuentra un anónimo, que una mano desconocida ha dejado sobre su pupitre, justo el que utiliza para desmontar y montar relojes, mientras su amada esposa, posiblemente, ocupe su tiempo haciendo ejercicios de Kamasutra, con el Primer Ministro. El papel, con esmerada caligrafía dice: “El Príncipe Fernando prepara un movimiento en el Palacio, la Corona de Vuestra Majestad peligra; la Reina María Luisa corre riesgo de morir envenenada; urge impedir tales intentos sin dejar perder los instantes; el vasallo fiel que da este aviso no se encuentra en posición ni en circunstancias para poder cumplir de otra manera sus deberes”. El Rey no puede mirar para otro lado, como hace habitualmente, y se lo cuenta al gobernador interino del Consejo, este quiere subir en el escalafón, y se pone inmediatamente “manos a la obra”. Se practican varios arrestos que acaban en prisión, incluso Fernando es arrestado en sus habitaciones.


    Fernando ante esta nueva situación maquina, dentro de sus cortas entendederas -poco dispuestas a nada que sea positivo- que lo mejor es pedir perdón a los papis: envía sendas cartas, rasgándose las vestiduras. Surge el efecto deseado y Carlos perdona: “… Perdono a mi hijo y le vuelvo a mi gracia cuando con su conducta me dé pruebas de una verdadera reforma en su frágil manejo”.

    Vuelve así Fernando a la real gracia, pero la cosa ha traído consecuencias para otros, son castigados el canónigo Escoiquiz, los duques del Infantado y San Carlos, toda la carilla contraria a Godoy. La calle se llena de rumores y miedos. Mientras esto sucede, en cumplimiento del Tratado de Fontainebleau, las tropas francesas atraviesan la Península camino de Portugal. El mariscal Dupont ya se ha instalado en Valladolid, y Moncey en Burgos. El duque de Berg viene a Madrid. Las fuerzas que se dan este ameno paseo son muy superiores a las pactadas. El rey desde Aranjuez pretende calmar los ánimos, y supongo que lo único que consigue es acrecentar el miedo y la inquietud.

“Tantos soldados franceses
en el riñón de la España,
sin tener otra compaña
que tomar los portugueses,
robando sus intereses
sin saber si a más se extiende,
¡aquí hay duende!

Todo es mandarnos callar, 
que nadie el bien dificulte,
aunque el francés nos insulte
y nos quiera atropellar.
¿Este bien el pueblo entiende?
¡aquí hay duende!

    La Corte se ha trasladado a Aranjuez, y allí se han trasladado muchas gentes, en torno al Palacio, el ambiente está cargado de malos presagios. Y la revuelta estalla, movida por Eusebio Eulalio de Guzmán Portocarrero, “el tío Pedro” aclamando al Príncipe de Asturias, llamándole rey Fernando VII. Se grita contra Godoy, y este no encuentra otra solución que esconderse en un desván, al final no tiene más remedio que salir, y sólo un pelotón de guardias de Corps le libra de la ira de la exaltada multitud.


    Ante la presión popular, el rey abdica. La Gaceta del día 25 publica el documento, que es todo un ejemplo de la forma de ser de un monarca que ya hace tiempo a perdido el Norte. Pero juzgar por vosotros mismos: “Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el gran peso del gobierno de mis Reinos, y me sea preciso, para reparar mi salud, gozar de un clima más templado, de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi Corona en mi heredero y muy caro hijo, el Príncipe de Asturias. Por lo tanto, es mi voluntad que sea obedecido y reconocido como Rey y señor natural de todos mis Reinos y dominios…”. Vamos todo un ejercicio de excusas y justificaciones a una actitud impropia, de cualquiera y más del dirigente de los destinos de un País.

    El nuevo Rey “emplumado cuál pavo real” hace su entrada en Madrid por la Puerta de Atocha. Desde el Jardín Botánico hasta el Palacio Real tarda la comitiva cerca de seis horas. Campanas y cohetes, flores y pañuelos, octavillas y palomas, capas y mantillas al suelo para que el caballo del Rey las pise. Cuando esta exaltación se apaga, lo madrileños pueden contemplar en las esquinas un bando que les llena, una vez más, de malos presagios: “Habiendo de entrar las tropas francesas en esta villa y en sus inmediaciones con dirección a Cádiz, se ha dignado Su Majestad comunicarlo al Concejo, mandando, entre otras cosas, se haga saber al público ser de su real voluntad que dichas tropas, en el tiempo que permanezcan en Madrid y sus contornos, sean tratadas como que lo son del íntimo aliado de Su Majestad, con toda la franqueza, amistad y buena fe…”.

    Creo, sinceramente que en estos párrafos, hay material suficiente para conocer, perfectamente el talante de Carlos IV, de María Luisa, de Fernando y de Manuel Godoy. Sus mentiras, sus mezquindades dejando a su país y a todas sus posesiones en manos de Napoleón. Pero, ¿a cambio de qué? ¿Era miedo? ¿Conocían, en realidad, la situación en que se encontraba su marina, su ejército, e incluso sus gentes?


    Próximamente seguiré en donde hoy lo dejo, para ver la evolución de los acontecimientos que nos llevarán a una lucha dura y cruel, por mantener a estos personajes, que no dudaron en abandonarlo todo.






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