Marroquíes
Óleo sobre tabla, 13 x 19 cm.
Pintada entre 1872 y 1874, muestra
su dominio de un tipo de pintura, el tableautin,
representada con éxito en Francia por artistas como Jean-Louis-Ernest
Meissonier aunque según una ejecución muy distinta, más minuciosa y dibujada.
La importancia de las experiencias norteafricanas de Fortuny, desde sus
primeras estancias para pintar allí la guerra hispanomarroquí, resulta capital
en su pintura. El conocimiento directo de la luz, el ambiente y el paisaje de
Marruecos llevaron a Fortuny a tratar de captar con veracidad los sorprendentes
efectos atmosféricos que allí pudo observar.
La composición es consecuencia de un
viaje que realizó al norte de África en octubre de 1871, allí realizó varios
dibujos en los que aparecen distintas figuras. En uno de ellos se ve, además,
que la composición era en origen algo distinta, pues en lugar del grupo de la
mujer con su hijo aparece un árabe sentado, limpiando su espingarda. Esa
figura, que no se incluyó en el cuadro final, se ve con mayor claridad en otro
dibujo, junto a un perro en postura diferente a la del cuadro. En cada uno de
estos dibujos se incluyen, además, dos apuntes para el grupo de la madre con su
hijo. Éste debió de despertar el interés del artista, pues se decidió a
introducirlo en el centro de la escena, junto a un pote de cerámica árabe que
puede verse en fotografías de su estudio romano y que ya había aparecido en
otras obras como Encantadores
de serpientes, para la que realizó un dibujo de ese objeto
sobre un plato.
La composición, muy sencilla,
recorta las diferentes figuras sobre un muro encalado, recurso que Fortuny
empleó en diferentes obras. Los tipos son marroquíes. La composición capta un
momento de quietud. Entre las figuras resalta sobre todo la del árabe a
caballo, debido al colorido de sus ropas y de los jaeces de su caballo. Éste
aparece a pleno sol, en total inmovilidad, lo mismo que el perro, que mira a su
dueño como en espera de una orden. También el árabe en pie le mira, lo que da a
la escena un aire de calma expectante y tensa, que acentúan las armas que
llevan los hombres. La pintura revela ricas calidades en todas las superficies.
El artista, amante y coleccionista de armas, que llegó él mismo a cincelar en
esta época, representó aquí con maestría la espingarda y el pomo y el tahalí
del alfanje. También las telas están tratadas con mucha habilidad y sin
preocupación por la minucia, a través de ricos empastes. Destaca la destreza en
la captación de la luz sobre la tapia a pleno sol, asunto que le interesó mucho
durante su estancia en Granada entre 1870 y 1872. El artista llega a colorear
las sombras, como ocurre en la del caballo y la de la espingarda, ésta de
bordes azulados cuyo trazo, con ligeras ondulaciones, revela una fina
observación del natural, pues traduce no sólo las irregularidades del muro sino
también la atmósfera de calígine propia del mediodía norteafricano.
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