Hundimiento del Transatlántico Sirio
El Sirio fue la
apuesta de la prestigiosa naviera italiana Reggio para disputarse con las
compañías españolas los beneficios de la emigración al continente americano en
los albores del siglo XX. Se trataba de un buque de 115 metros de eslora
por 12 m. de manga y 7 m. de puntal. El Sirio alcanzaba una velocidad máxima de
15 nudos (27'78 km/h), tenía 7.000 toneladas de
desplazamiento y capacidad para 1.300 pasajeros.
El Sirio había sido
botado el 26 de marzo de 1883 en Glasgow (Escocia). La compañía propietaria
trasladó el buque desde Glasgow a Génova (Italia). El Sirio protagonizó su
primer viaje transatlántico entre Génova y Buenos Aires en 1883 o 1884. La ruta
incluía escalas en Barcelona, Cádiz, Canarias, Cabo Verde, Río de Janeiro y
Santos.
La propiedad del Sirio
pasó a la Compañía General de Navegación Italiana en 1885. Esta empresa se
encargaba de la organización de los viajes transoceánicos de pasajeros con
rumbo al Nuevo Mundo. Sus puntos de destino eran Buenos Aires (Argentina),
Montevideo (Uruguay) y Río de Janeiro (Brasil). La compañía fue fundada en la
ciudad mediterránea de Génova en el año 1881.
El buque había zarpado
de Génova el 2 de agosto de 1906, con destino a la Argentina con escalas en Barcelona y Cádiz. Los
viajeros se distribuían en tres áreas del Sirio: los de primera clase iban en
la popa con toda clase de lujos; los de segunda viajaban cerca del puente de
mando con bastantes comodidades; y los de tercera, hacinados y con toda clase
de penurias en las zonas interiores de la embarcación. El interior del vapor
Sirio empeoró su situación de hacinamiento con la subida a bordo de los
inmigrantes ilegales españoles. El 91% del pasaje viajaba en tercera clase.
Entre la tripulación del
Sirio destacaban el capitán, Giuseppe Piccone; el segundo comandante, Ángel
Amézaga; el segundo oficial, Padobagli; el tercer oficial, Cayetano Tarantino;
el comisario, Nicolás Dodero; y el jefe de máquinas, Domingo Trassino. El
capitán Giuseppe Piccone tenía 68 años y acreditaba una gran experiencia al
mando de barcos transatlánticos que realizaban la ruta entre Italia y América.
Al día siguiente
atracó en la Ciudad Condal, donde incorporó alrededor de 90 viajeros, y siguió
viaje con sus 120 tripulantes y 731 pasajeros, de los que 661 se hacinaban en
tercera clase, la mayor parte de ellos emigrantes sin recursos que viajaban con
sus familias en busca de una vida más desahogada.
Estos números
constituyen la lista oficial del barco, sin embargo la cantidad real de
pasajeros debió de ser sensiblemente mayor, si tenemos en cuenta la costumbre
muy extendida en la época de embarcar
pasaje de forma ilegal a costa de sobornos a las autoridades en puerto, marineros,
oficiales e incluso a los capitanes. Hoy sabemos que después de tocar en
Barcelona, el Sirio fondeó frente a Alcira y que tenía previsto embarcar más
emigrantes en Águilas, Almería y Málaga. En el momento de su hundimiento es probable que doblara la cantidad de
pasajeros declarada por el capitán Giuseppe Picone, un viejo lobo
de mar con más de 46 años de servicio a sus espaldas.
El viaje resultaba
prohibitivo para la economía de la mayoría de emigrantes que, irónicamente y
para tratar de escapar de la pobreza, debían invertir en un billete los ahorros
de toda una vida. Pero había otro recurso: bastaba el pago de una pequeña cantidad al capitán para ser admitido a
bordo, un engaño en cualquier caso, pues ese pequeño
dispendio ponía en marcha otros, como el pago a los remeros que los recogían en
la playa, a los cocineros por un bocado o a los marineros por un saco de paja
para dormir en la bodega rodeados de ratas. En el puente de gobierno, el
capitán Picone hacía la vista gorda mientras calculaba el rumbo a la siguiente
playa donde pudiera encontrar cualquier infeliz desesperado con un poco de
dinero en los bolsillos.
El tiempo soleado y la
mar tranquila invitaban a los pasajeros a una apacible tarde de sábado; sin
embargo, mientras la mayoría descansaba después del almuerzo, el barco dio una
sacudida tremenda y quedó varado sobre unas rocas. Al ruido ensordecedor de las
planchas de la quilla al abrirse siguió el del agua penetrando violentamente a
bordo. En pocos segundos el Sirio quedó detenido en seco y la cubierta se llenó
de grietas por las que escapaban espeluznantes chorros de vapor de agua.
En apenas diez minutos
la popa quedó completamente sumergida y empezó a tirar del resto del barco
hacia el fondo; aprovechando la confusión, el capitán Picone agarró la caja fuerte y embarcó en un bote con los
oficiales, abandonando al pasaje a su suerte. El pánico se hizo dueño
del barco, los pasajeros no habían sido adiestrados para ese tipo de
emergencias y sin nadie que los guiara corrían como locos por el barco entre
gritos, llantos y maldiciones. Se vivieron algunas escenas de heroísmo, aunque
para desgracia de muchos se impuso la parte más sórdida del género humano y los más débiles, incluyendo mujeres y niños,
fueron desposeídos de sus salvavidas a la fuerza.
Desde la playa muchos
veraneantes fueron testigos improvisados del naufragio, que tuvo lugar a
escasas tres millas de la costa. De manera espontánea se organizaron para
auxiliar a los náufragos que trataban de llegar a tierra agarrados a cualquier
objeto que flotara. Cuando la noticia llegó a la vecina Cartagena, una docena
de lanchas de pesca salió en auxilio de las víctimas. Entre los pescadores y el farero de la isla
consiguieron salvar a más de 600 personas. Lamentablemente y
mientras el barco permaneció en sondas accesibles, otros se dedicaron al
pillaje y al bochornoso saqueo de los equipajes. Cuando al fin pudo organizarse
el rescate la mayor parte de los objetos de valor había desaparecido.
Cartagena se volcó en
el apoyo a los náufragos a base de donativos, comida y ropa. Desde el primer
momento la ciudad fue testigo de escenas de intensa emoción cuando los supervivientes
se encontraban con sus familiares o conocían la fatal noticia de la muerte de
un ser querido. Un joven contaba emocionado como había salvado la vida gracias
al obispo de Sao Paulo, que le había dado la bendición antes de entregarle su
chaleco salvavidas. El cuerpo de este religioso apareció un mes más tarde en
las playas de Argelia. Una anciana
que había acudido al muelle de Barcelona a despedir a su familia se suicidó al
saber que todos habían muerto ahogados.
En el juicio que
siguió al hundimiento el capitán Picone atribuyó la desviación del rumbo a las
corrientes y a la alteración de la brújula como consecuencia de las minas de
hierro en tierra, sin embargo la comisión italiana encargada de la
investigación del siniestro concluyó que, desde tiempo atrás, los tripulantes
del Sirio venían lucrándose con el embarque clandestino de emigrantes. La
temeraria desviación de la derrota que terminó por encallarlo y hundirlo se
debió al intento de recuperar el tiempo perdido en el fondeo de Alcira y a la
búsqueda de alguna otra playa en la que hacer más lucrativo el repugnante
negocio del capitán.
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