Castillo de Alba de Aliste


Abrimos aquí un nuevo hilo referente a los castillos y fortalezas templarias en la Península Ibérica. Su llegada a España se debe a la simpatía que les demostró el rey aragonés Alfonso el Batallador. Llegaron a poseer más de diez mil fortalezas y conventos por toda Europa, una gran flota y una poderosa banca, lo cual trajo consigo las envidias y la impopularidad, que fueron excusa para que Felipe el Hermoso, rey de Francia, deseoso de apoderarse de sus bienes, les acusara ante la Inquisición. Empezaremos, al azar por este Castillo, situado como su nombre indica en Alba de Aliste, provincia de Zamora.

En realidad fue una fortaleza inexpugnable construida sobre un antiguo castro vettón, en la que podemos encontrar, en la actualidad, algunas aras con inscripción latina tanto en la fortaleza como en el pueblo, que nos hablan de una romanización. Tiene una longitud de 78 metros y una anchura de 30 metros. Los muros están fabricados con mampostería de gruesos cantos, procedentes de las canteras cercanas, como la de Fonfría. De los restos de la torre principal, podemos conocer su forma rectangular, con tres pisos. Una segunda, situada al norte, torre protegía la entrada con un revellín en el que se abren saeteras de cazoleta. El lienzo del oeste tiene un doble baluarte espolonado, producto de las reformas del siglo XV. 

En la construcción de la fortaleza podemos distinguir dos etapas: la estructura general del siglo XII, y la duplicación del baluarte y la reforma de la torre norte con el revellín del siglo XV. La construcción se remonta al reinado de Fernando II de León, entre 1157 y 1188, ante la necesidad de defender las fronteras ante la aparición del reino de Portugal. 

En 1189, el monarca zamorano Alfonso IX, hijo de Fernando II, le entrega la fortaleza a su consejero Pedro Fernández, luego sería parte de la dote en la boda de Alfonso con Teresa, hija de Sancho I de Portugal, celebrada el 15 de febrero de 1191, y anulada por el Papa Celestino III, al ser parientes; Alfonso casaría luego con Berenguela, hija de Alfonso VIII de Castilla, matrimonio que de nuevo sería declarado nulo, aunque legitimada su descendencia. La fortaleza de Alba de Aliste pasa a manos de Fernando III, el Santo el día 26 de marzo de 1206 con el Tratado de Cabreros.


El 27 de septiembre de 1220 a través de una concordia firmada en Villafáfila por Alfonso IV fue entregaba la fortaleza a los templarios, los cuales ya la habían habitado antes pues se trataba de una devolución: "Yo, el Señor Alfonso, Rey, restituyo por medio de este documento al Maestro y a la Orden Militar del Temple, Alba de Aliste con todos sus derechos y posesiones". Aquí permanecieron los templarios durante 92 años, hasta que fue suprimida la Orden por el Papa Clemente V en el Concilio de Vienne. Tras la extinción de la Orden del Temple, pasó a la Orden de San Juan. 

Durante los siglos XIV y XV, con los sucesivos enfrentamientos de la corona con los nobles, sufrirá continuos cambios de posesión, en 1430 paso a ser propiedad del infante don Pedro de Aragón, de quién pasó a don Álvaro de Luna y, de éste, a su sobrino del mismo nombre. En 1445, fue cedido a don Enrique Enríquez de Mendoza, que ostentó el cargo de conde de Alba de Aliste desde 1449 y debió de construir la torre principal de la cual sólo permanece un ángulo. El castillo y el pueblo del mismo nombre se convirtieron en cabecera del señorío jurisdiccional de los Condes de Alba de Aliste, que, más tarde, construyeron un esbelto palacio en la ciudad de Zamora, actual parador de turismo. 


Enrique Enríquez de Mendoza, primer conde de Alba de Aliste, contaba por ascendencia materna con la nobilísima sangre de los Ayala y Mendoza, emparentado por ella con la más alta nobleza castellana del siglo XV. Por parte paterna, procedía de los reyes de Castilla, ya que era biznieto de Alfonso XI, pero por su abuela paterna tenía sangre judía. Paloma, que así se llamaba, era natural de la sevillana Guadalcanal y su padre Alonso fue quién tomó el apellido Enríquez, en agradecimiento a su tío Enrique II, que le repuso en sus dignidades. La belleza de la joven Paloma ha sido relatada en las más diversas crónicas. De estos Enríquez, que no han de confundirse con la saga de Salamanca, desciende también doña Juana Enríquez de Córdoba, reina de Aragón, madre de Fernando el Católico y prima del segundo conde de Alba de Aliste. Además, varias hijas de don Alonso Enríquez dejaron descendencia en muchas de las más nobles casas de Castilla. El absentismo de los condes de Alba de Aliste en la cabecera de su señorío y la pobreza del terreno, ayudaron al deterioro de esta bella fortaleza y al empobrecimiento, aún palpable, de la población. 

La paz de Castillo de Alba contrasta, enormemente, con el trasiego diario que en este lugar debió de darse cuando era cabecera del señorío de los Alba de Aliste. Hoy día, el amplio surco de agua que es el río Aliste sigue protegiendo el promontorio de Castillo de Alba. Mientras, por el lado contrario, un arroyuelo, muchas veces desecado, completa el cinturón de esta fortaleza, en tiempos, inexpugnable. Su perfil, a pesar de la ruina, todavía se muestra insolente, dando fe del poderío que debió ejercer en pasados siglos. Así, su elegante torreón conserva todo el sabor del medievo y deja entrever que, desde lo alto, más de un guardián avistó, con premura, al enemigo. Enemigos que, no tuvieron fácil el asalto del castillo. La situación de Castillo de Alba fue codiciada desde los vettones, que construyeron sus hogares en el promontorio, y por civilizaciones posteriores, así los romanos ocuparon el lugar y ejercieron su influencia sobre aquéllos, del mismo modo que el Condado de Aliste decidió situar en este cerro el centro de operaciones de su señorío.


Mas, ya no existen amenazantes ejércitos y, por ello, menos costoso resulta para el viajero acceder al castillo tras una pequeña excursión. Desde sus ruinas, es posible contemplar una bella vista de las tranquilas aguas del río Aliste y del pequeño pueblo. Aunque, bajando del castillo por una imperceptible vereda, aún resuenen los ecos de la ilustre sangre de esta saga numerosa. Un eco silencioso que, también, se repite en el pueblo, cómplice de historias no desveladas. De secretos imaginados que hacen de la paz y el sosiego, seguramente, el mayor tesoro del lugar. 


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