La Cuarta Cruzada


Las posesiones de la Orden habían ido en aumento, disponían de miles de encomiendas y las rentas que generaban eran capaces de suministrar dinero y caballeros de refresco para mantener su presencia en Tierra Santa. Aún poseían castillos y fortalezas en la costa de Palestina, del Líbano y en el norte de Siria, y la llegada de caballeros procedentes de las encomiendas de Europa había suplido las enormes pérdidas sufridas en la guerra contra Saladino. Así a finales del siglo XII el Temple renacía de los tiempos oscuros en los que lo había sumido Gerardo de Ridefort. Gilberto de Erail era un hombre eficaz y cumplidor, muy distinto de Ridefort. 

El 8 de enero de 1198, tras varios papados de corta duración, fue elegido papa Inocencio III. Una de sus primeras decisiones fue convocar a los reyes de Europa a una nueva cruzada, la Cuarta. En 1199 publicó la bula Insolentía Templaiorum, en que criticaba algunas actitudes de los templarios y les pedía que actuaran con mayor humildad. Además, dictó una orden mediante la cual los obispos quedaban autorizados a perseguir de oficio a aquellos caballeros que, habiéndose comprometido temporalmente con el Temple, lo abandonaran antes de haber agotado el plazo. 

Los que acudían a la llamada de Inocencio III se iban reuniendo en Venecia en la primavera de 1202. Sin un objetivo claro y sin un líder fuerte, los cruzados embarcaron rumbo a Oriente, con la esperanza de recuperar los territorios perdidos. Pero en 1203 Tierra Santa fue sacudida por una serie de terremotos, que dejó en muy mal estado todas las fortalezas. Teniendo que dedicarse a reconstruir sus castillos, imprescindibles para la seguridad del territorio cristiano. Los cruzados fueron llegando a Constantinopla en los primeros días del verano de 1203, donde el emperador Alejo III había huido, con un buen tesoro entre las manos. El trono imperial fue pasando de mano en mano, del viejo y ciego Isaac Ángelus a su joven e inexperto hijo Alejo IV, ambos ejecutados cruelmente. La ciudad era ingobernable y los cruzados, acampados en las afueras, decidieron intervenir. 

El 6 de abril de 1204 se lanzaron sobre las murallas, apenas custodiadas por unos cuantos mercenarios, el asalto duró seis días, y el dux de Venecia junto a los nobles emitieron una orden por la cual durante tres días los cruzados podrían tomar cuanto quisieran de la ciudad. El resultado fue uno de los mayores saqueos de la historia de la humanidad, al que siguió una matanza indiscriminada y violaciones sin cuento. Las iglesias convertidas en tabernas y los monasterios en prostíbulos. Cuando al fin se pudo restablecer la calma, los venecianos cobraron lo que los cruzados les debían por el transporte y los víveres suministrados para el viaje y el resto fue repartido al cincuenta por ciento entre Venecia y los saqueadores. En las naves de la Señoría se cargaron obras de arte, mármoles, esculturas y cuanto de valor se pudo transportar. 

Los templarios habían elegido a su decimotercer maestre a comienzos de 1201; se trataba de Felipe de Le Plessis, o Le Plessiez, caballero del condado de Anjou. En 1209, el papa Inocencio III, ávido de poder predicó una nueva cruzada, en esta ocasión contra los cataros del sur de Francia, a quienes la Iglesia había condenado por herejes. Entre 1209 y 1244 miles de cataros o albigenses fueron perseguidos y condenados a la hoguera en una vorágine de muerte y sangre. La idea de cruzada se había transformado en «un sangriento instrumento del poder papal», y el pontífice pidió a los templarios que le ayudaran en tan cruenta empresa. 


En 1219 los templarios participaron en una expedición encabezaba por el delfín de Francia, el futuro Luis VIII, contra los cataros. Sus votos de no combatir jamás contra cristianos quedaban rotos, aunque el papa los tranquilizó anunciando que esos herejes no se contaban precisamente entre las filas de los fieles de Dios.

El prestigio del Temple se había recuperado gracias a los maestres Gilberto de Erail y Felipe de Le Plessis, actuando con prudencia y evitando caer en los errores de Gerardo de Ridefort. En 1209, finalizada una tregua de seis años que el rey Amalrico de Jerusalén había pactado con Al-Adil, el maestre Felipe de Le Plessis se negó a prorrogarla, como quería el sultán, y convenció a los nobles y obispos del reino a que hicieran lo propio. El nuevo rey, Juan de Brienne, se mostró enseguida dispuesto a colaborar plenamente con los templarios. La alta nobleza y los grandes señores volvieron a ver a los templarios como a los grandes caballeros de la cristiandad.

Comentarios

Entradas populares